Era de noche. Durante el día, las sirvientas lo habían tratado bien, le habían dado un baño, vestido y enseñado la gran mayoría de la mansión. Aunque agradecía la amabilidad, no estaba en sus planes ser prisionero, ya fuera bajo un aristócrata benevolente o un esclavista. Además, aún no podía perdonarlo por lo que le había hecho en el pasado. Decidió que era hora de decir adiós.
No obstante, había considerado la idea de escapar una vez que hubiera ganado la confianza de todos. Sin embargo, tras hablar con él, la rabia que había logrado olvidar al enfocarse en sobrevivir regresó con fuerza. No deseaba permanecer ni un segundo más en la misma casa que él. Además, tras inspeccionar la mansión, descubrió numerosas vulnerabilidades y no lo pensó dos veces.
Se levantó de la cama y tomó una de las sábanas, extendiéndola sobre el colchón enorme. Organizó algunas prendas de vestir y cerró la sábana, convirtiéndola en una especie de bolsa. Se acercó a la ventana de su habitación para comprobar si estaba abierta.
—Genial, sigue cerrada —clamó en voz baja decepcionada.
Finalmente, se alejó de la habitación lujosa. Para su suerte, la puerta de madera no estaba cerrada con llave, así que la abrió lo más lentamente posible. Al salir al pasillo, caminó de puntillas para evitar hacer ruido y se detuvo, observando atentamente su entorno. Si algo había aprendido a lo largo de cientos de años era cómo pasar desapercibido.
Con la bolsa repleta de prendas de vestir colgando de su espalda, sostenida por su mano derecha, Sargonas giró la cabeza atenta a cualquier sonido, buscando señales de alguien despierto. Al no encontrar ni escuchar a nadie, se encaminó hacia la puerta este del final del pasillo superior izquierdo que conducía al balcón, con vistas al extenso jardín de la mansión. Esta puerta se encontraba a la derecha de su habitación.
Una vez frente a la puerta, intentó girar el picaporte circular, pero esta no cedió tan fácilmente como la de su habitación. Con cierta decepción, y previendo algo así, se dirigió hacia las otras dos puertas que conducían al balcón en el pasillo superior izquierdo.
La mansión estaba dividida en tres alas en el segundo piso: izquierda, central y derecha, cada una subdividida en pasillos superiores e inferiores izquierdo y derecho, de acuerdo al ala. En contraste, el ala central constituía la unión de las dos alas en la planta alta, mientras que en la planta baja correspondía a la entrada principal de la mansión, es decir, el gran salón que había visto al entrar en la gran casa hacía un par de horas.
Sargonas se dirigió al balcón norte del pasillo superior izquierdo, situado a la izquierda de su habitación, pero este permanecía cerrado, al igual que la puerta del este. Sin embargo, aún le quedaba un balcón en el lado oeste, cerca del baño. Sin perder tiempo, se deslizó hacia allí lo más silenciosamente posible.
—Está cerrado —musitó enojada.
Aunque aún le quedaban los dos balcones del pasillo inferior, dudaba que alguno estuviera abierto. Las criadas eran bastante diligentes; había notado su minuciosidad cuando lo habían bañado y vestido. A pesar de ello, la mera posibilidad lo llenó de determinación.
Descendió por el pasillo más extenso, el que conectaba los pasillos superior e inferior, hasta llegar al balcón del sur, que se convertía en su única referencia en medio de la oscuridad. Le sorprendió gratamente lo bien iluminados que estaban los pasillos gracias a la disposición de los balcones.
—Este también está cerrado —refunfuñó mientras giraba con fuerza el pomo redondo. Se encaminó hacia el último de los balcones, ubicado al oeste del pasillo inferior, lo intentó girar con los dedos, pero también estaba cerrado. —¡Maldición! —se tapó la boca al instante al recordar que a su lado había una habitación ocupada por una de las criadas de la mansión.
Consideró la idea de romper la ventana para escapar por ella, pero la posibilidad de cortarse con los vidrios y la caída la hicieron echarse para atrás. Además, el ruido que generaría alertaría a todos en la mansión, dejándola expuesta a ser capturada de inmediato y sin la esperanza de un escape futuro; en el mejor de los casos, sería vigilada estrechamente y, en el peor, encerrada.
Al percatarse de que su única alternativa era descender por la escalera caracol hacia la planta baja, comenzó a sentirse preocupada, las manos no le paraban de sudar y no podía dejar de pensar en los malos escenarios. Sin embargo, decidida a escapar, se acercó a la escalera que estaba al final del pasillo inferior en el lado este.
Al llegar al ala central, se aferró a la barandilla agradeciendo la iluminación de los dos balcones que marcaban su camino. Avanzó siguiendo la circunferencia del pasamanos hasta alcanzar, finalmente, la escalera caracol. No perdió tiempo en comenzar y comenzó a descender.
Lo primero que notó fue que el salón estaba sumido en una oscuridad casi completa, aunque la tenue luz de la luna que entraba por la gran puerta de vidrio del jardín y las múltiples ventanas que daban al comedor, lograban mitigar un poco la oscuridad, lo suficiente como para no tropezarse con el mobiliario de lujo de la mansión. Aun así, no todo estaba envuelto en sombras, una luz se filtraba desde debajo de una de las puertas del salón.
—Hay alguien despierto en la biblioteca —masculló aterrado.
En la planta baja del ala derecha se ubicaba una extensa biblioteca y el estudio privado de Henry, un lugar que no llegó a explorar, pues se le negó la visita. Sin embargo, al descender por completo la escalera y verificar que no había ruidos ni presencia de criadas a la vista, notó una luz proveniente de la biblioteca. Supuso que se trataba de Henry, así que dirigió sus pasos hacia el ala izquierda, donde se encontraban el comedor, la cocina y el almacén de alimentos.
El suelo de la planta baja resultaba más frío que el de madera del nivel superior, un detalle que lamentó mientras avanzaba descalza para minimizar el ruido, manteniendo sus zapatos guardados dentro de la bolsa.
Sargonas no tenía idea de que se trataba de mármol, un material que retiene el frío, más pensado para la elegancia que para caminar descalzo. Además, en las noches frías, el suelo blanco se condensaba, cubriéndose de una fina capa de agua que lo volvía resbaladizo para los pies descalzos, algo que notó apenas empezó a caminar.
Antes de llegar al comedor, el piso de mármol le jugó una mala pasada. Dio un paso en falso y se deslizó como si hubiera pisado una cáscara de plátano. Con el resbalón, cayó al suelo y se golpeó la cabeza, quedando inconsciente al instante por el impacto.
Al recobrar la conciencia, se halló tendida en una habitación repleta de libros, la biblioteca. Alarmada, intentó incorporarse, pero una mano delicada se posó sobre su frente. Notó algo suave debajo de su cabeza, como si fuera una almohada, aunque algo más firme.
—Ese suelo es muy peligroso, bastante traicionero con desconocidos en noches frías como esta —le dijo una voz que conocía muy bien.
—Henry —musitó asustada.
—Sí, te encontré desmayada cerca del comedor. El golpe me alertó y vine a ver qué sucedía —explicó, mientras deslizaba sus dedos delicadamente por su frente, jugando con los mechones oscuros de su cabello—. Si tenías hambre, podrías haber pedido algo a las sirvientas, nadie te habría negado un plato de comida —comentó, acariciando su cabeza, mientras llevaba una taza de café a sus labios rosados.
Aliviada por la confusión, cerró los ojos y respondió, fingiendo estar apenada y avergonzada:
—Perdón, no estoy acostumbrada. Nunca nadie me había tratado tan bien como usted.
El rey demonio descansaba sobre la pierna derecha de Henry, algo que lo inquietaba profundamente. Se sentía desprotegido, privado de la fuerza que alguna vez fue suya. Ahora, habitaba en el cuerpo de una joven mujer demonio, quien se había sacrificado por su bienestar, la mujer a la que más amó en su vida, recordar aquello lo llenó de tristeza.
El joven aristócrata acarició sus pequeños cuernos y la mujer demonio se estremeció por el contacto. Aunque siempre se había sentido como un hombre, incluso en su forma de referirse a sí mismo, la situación le parecía romántica y eso lo emocionaba. A pesar de esos sentimientos, decidió apartarlos y expresó:
—Aunque sientas gratitud hacia mí, mi odio hacia ti es profundo. Fuiste quien destruyó mi reino, mis sueños, mi familia, mis amigos; lo perdí todo. Llevo cientos de años anhelando vengarme, y ahora me tratas como si fuera insignificante —vociferó con ira, apretando la mano de Henry con fuerza—. ¡Te detesto con todo mi ser!
A pesar de que podía apartar las pequeñas manos de la joven sin problemas, Henry optó por no hacerlo. Mantuvo la mirada fija en ella, evaluando sus palabras y la expresión de su rostro. Sargonas mostraba impaciencia ante la falta de una respuesta rápida del hombre que le había arrebatado todo. Después de varios segundos, que le parecieron eternos, finalmente comenzó a hablar:
—Creo que me estoy enamorando de ti —unas palabras simples que Sargonas nunca esperó llegar a escuchar nunca en su vida.
—¿¡Q-qué demonios dices!? —tartamudeó lo primero que se le vino a la cabeza.
El hombre llevó su mano izquierda al rostro más rojizo que antes. Acarició su mejilla y le dijo:
—Me gustas —sin esperar respuestas de ella, él la levantó con ambas manos y la llevó a hasta sus labios y la besó.
Sargonas no opuso resistencia. Aquella situación lo tomó por sorpresa, sumergiéndolo en una experiencia desconocida. A pesar de haber pasado más de un siglo en el cuerpo de una mujer, nunca antes había compartido un beso. En su vida, los demonios eran considerados como escoria, recibiendo apenas un trato compasivo, donde la mayor muestra de afecto era recibir un plato de comida por lástima. Este encuentro era un giro inesperado en su existencia solitaria y amarga.
A pesar de haber sido sometido sexualmente incontables veces, nunca había recibido un beso de sus agresores. Sin embargo, cuando era hombre y se sentía como el rey del mundo, tenía un harem de varias esposas con las que compartía besos todos los días, pero ya había olvidado lo que se sentía recibir un beso después de tanto tiempo de violencia y abuso.
Henry separó sus labios y la volvió a acomodar sobre su muslo. La mujer demonio, sumida en silencio, reflexionó sobre el beso hasta que, de repente, recordó los pequeños labios de Aipy que ahora eran los suyos y el recuerdo lo abrumó. Se levantó del sillón y se apresuró hacia la puerta que llevaba al salón. Al abrirla, escapó a toda prisa.
—¡Espera un momento! ¡Detente! ¡Es peligroso! —exclamó Henry, intentando alcanzarla.
Pero Sargonas, desorientada por los sentimientos nuevos y antiguos, volvió a resbalar en el suelo y cayó de cabeza, quedando inconsciente una vez más.
—Es hora de cambiar este suelo, siempre que están las piedras climatizadas, el suelo de mármol se condensa —murmuró mientras se dirigía al salón para asistir nuevamente al rey demonio.