Bethlehem, la ciudad que vio crecer a Darío, era un lugar lleno de alegría y emoción. Sus habitantes siempre mostraban una sonrisa y mantenían un espíritu positivo. Era el sitio ideal para empezar de cero. Sin embargo, la falta de recursos económicos llevó a Darío a las afueras de la ciudad en busca de trabajo.
Al principio, su juventud e inexperiencia le cerraron muchas puertas. Pero un hombre adinerado no solo se apiadó de él, sino que lo acogió como si fuera su propio hijo. Este hombre, cuyo único descendiente era una joven de quince años llamada María, vio en Darío un potencial heredero.
Desde el primer día, Darío se esforzó en su trabajo. Aunque al principio carecía de habilidades, con el tiempo y la práctica adquirió experiencia. El hombre rico también le impartió conocimientos en gramática, matemáticas y política, preparándolo para ser su sucesor.
Durante un tiempo, todo parecía ir bien. Darío consideraba al hombre rico, su esposa y su hija como su nueva familia y recibía todo el amor que podían ofrecerle. Sin embargo, sus demonios internos seguían presentes, dormidos pero listos para despertar en cualquier momento.
Cuando Darío cumplió veinte años, un día, mientras cuidaba los caballos, escuchó a su padre adoptivo conversando con un político cerca del establo. Se acercó sigilosamente para escuchar la conversación.
—… y eso es lo que haremos. Cuando el muchacho cumpla los veintiuno, se casará con tu hija.
Desconociendo la identidad del político y su hija, Darío volvió a sus tareas y esperó hasta la hora de la cena para obtener más información.
Cuando llegó la hora de la cena, un criado le indicó a Darío que debía dirigirse a la casa principal. Se lavó las manos y la cara antes de sentarse a la mesa, viendo esta como una oportunidad perfecta para obtener información.
—Antes de que comencemos a cenar —anunció su padre—, quiero compartir una noticia importante. Nuestra querida hija, María, ha cumplido hoy dieciocho años.
Al mirar a María en ese momento, Darío no solo se percató de su belleza, sino que también sintió un deseo profundo hacia ella. Sus demonios internos despertaron y comenzó a idear un plan para conquistarla.
—Darío, ¿te gustaría decir unas palabras a tu hermana? —sugirió su madre.
—Por supuesto. María, hoy te has convertido en una mujer. Como tu hermano mayor, me aseguraré de que nadie se acerque a ti sin mi consentimiento. Eres muy hermosa y seguro tendrás muchos pretendientes.
María le respondió con una sonrisa:
—Gracias, hermanito. Siempre has estado ahí para mí y sé que seguirás haciéndolo. Estoy agradecida por tenerte en mi vida.
—Eso es lo que esperaba escuchar, hijo mío —dijo su padre.
Su madre asintió en señal de aprobación.
Después de la cena, Darío se retiró a descansar, ya que al día siguiente le esperaba otra jornada laboral. Sin embargo, sus deseos inocentes, que creía temporales, se intensificaron cuando dejó volar su imaginación. Esa fue la primera noche en la que cedió al autoplacer.
Los días subsiguientes fueron los más desafiantes en la vida de Darío. La monotonía de las labores del campo se volvía efímera ante su anhelo de ver a su hermana nuevamente. Al principio, se sentía repugnado por esos sentimientos, pero luego comenzó a justificarlos, ya que ella no era su hermana de sangre, a pesar de haber crecido juntos. La soledad de la oscuridad al acostarse lo llevaba a recurrir a sus instintos más primitivos para poder dormir. Cada vez que la veía en casa, decía cosas que al principio parecían inocentes, hasta que un día, María se percató de que algo no estaba bien. Sin embargo, por vergüenza, decidió no decir nada a sus padres, pensando que así era su hermano.
Después de un mes y medio de este juego de posibilidades que Darío sutilmente sugería a María, ella lo llevó a su habitación para hablar en privado.
—¿Qué te está ocurriendo exactamente? No eras así antes —le preguntó.
Darío tuvo que confesar.
—Lo siento, pero desde tu cena de cumpleaños, me di cuenta de que me estaba enamorando de ti. Eres tan hermosa y encantadora… pero sé que soy tu hermano y que entre nosotros no debe pasar nada. Te prometo que, a partir de ahora, te miraré y te trataré como la hermana menor que siempre has sido para mí.
Sus palabras parecían perderse en el viento, pero María creyó que decía la verdad. Se abrazaron y fingieron que nada había ocurrido. Justo en ese momento, a Darío se le ocurrió una idea descabellada para conquistar a su inocente hermana: recurrir a la magia negra.
Dos días después, Darío decidió ir a la ciudad para comprar alimento para los animales. Tras insistir a su padre para que le permitiera hacerlo en lugar de sus criados, el señor de la casa finalmente accedió. Así que, antes de cumplir con las tareas asignadas por su padre, Darío se dirigió a un barrio peligroso donde se encontraban brujos ofreciendo sus servicios.
Siguiendo la recomendación de un transeúnte, entró a una tienda. En medio de pociones y artefactos que nunca había visto en su vida, había una anciana sentada detrás de un mostrador. Sus arrugas, su vestido negro y su aura transmitían miedo.
—Buenas tardes, joven —saludó la mujer.
—Buenas tardes, yo…
—No necesitas decir nada. Ya sé lo que buscas. Lo veo en tus ojos. Quieres el corazón de una doncella, ¿verdad?
—Sí. Así es —respondió Darío sorprendido.
—Las pociones que vendo son solo para efectos temporales. Pero si quieres algo que dure toda la vida, puedo venderte un pergamino con instrucciones para un hechizo permanente.
—Eso me interesa.
—No tan rápido. El hechizo es para someterla, para que esté a tu merced. Estará tan enamorada que sería capaz de quitarse la vida si tú se lo pidieras. ¿Estás seguro?
—Sí, señora. Eso es lo que quiero.
—Tan joven y ya tu corazón está oscurecido. Pero no estoy aquí para juzgarte, muchacho. Mi interés es vender, no dar consejos —dijo la bruja mientras se levantaba y sacaba un jarrón lleno de pergaminos detrás de ella. Abrió uno por uno hasta encontrar el correcto y lo dejó sobre la mesa.
Darío extendió su mano para tomarlo, pero la bruja colocó su mano sobre el pergamino.
—Cinco monedas de bronce —pidió.
Sin dudarlo, Darío sacó las monedas de su monedero de cuero atado con una cuerda entrelazada y las dejó sobre la mesa antes de tomar el pergamino. Ya tenía pensado qué le diría a su padre sobre la pérdida de sus monedas.