El altar, situado en la cima de la mansión, era el santuario dedicado a Alouqua. Cada mañana y noche, tras las comidas, Alouqua se posicionaba detrás del altar mientras sus sirvientas se postraban en reverencia y White dirigía el culto. Alouqua, sintiéndose y siendo tratada como una diosa, albergaba la esperanza de que un día todo el mundo la veneraría.
El altar era una habitación meticulosamente diseñada para evocar una atmósfera gótica y misteriosa. Las paredes parecían proclamar: "Aquí está la Hija de la Oscuridad; adoradla todos." Sus pilares estaban adornados con figuras de ella; la mesa estaba decorada con extraños símbolos y velas; el trono, donde se sentaba, estaba cubierto por un pequeño dosel y flanqueado por cuatro alas negras; detrás del trono había grandes ventanas y a los lados, rosas de tonos pálidos.
Tras la cena, se acercaba la hora del culto. White invitó cortésmente a Darío a participar, pero él se negó. White informó a su señora de que el futuro señor no deseaba participar. A pesar de saber que su horario de adoración se retrasaría, Alouqua decidió ir a verlo.
Entró en la sala y se sentó frente a él. Lo miró fijamente y le ordenó a White:
—Ve con las sirvientas al altar.
White hizo una reverencia.
—Como usted ordene.
Cerró la puerta tras sí. Alouqua adoptó su postura habitual.
—¿Por qué me temes?
—Temerte. ¿Por qué debería?
—No me mientas. Tu demonio dice que me temes.
Darío guardó silencio.
—Darío. Puedo ser la peor criatura del universo. Anhelo el día en que todos me conozcan y teman. Pero no puedo ser peor que aquel cuya maldad coincide con la mía. El demonio que llevas dentro es tan intenso que me excita. Quiero casarme contigo para explorar nuestros cuerpos y almas hasta fusionarnos en uno solo. Siempre desearé lo mejor para ti. Así que por favor, no me temas.
—Temo por mi vida. Cometí un gran error al caer en tus manos. Y siento que te vengarás de mí.
—Eso sería injusto por mi parte. —Se sentó a su lado, tomó su mano y susurró a su oído—: Quiero ser la señora de tus deseos más oscuros. Quiero ser tu oscuridad. Tus pasiones más profundas y envolverte con mis alas de locura. No reprimas tus sentimientos.
—Mis pasiones desean acercarse más a ti.
—Entonces acompáñame a mi altar. Casémonos e incendiemos nuestras pasiones más intensas.
Darío se levantó, con un nuevo propósito en mente. No amaba a Alouqua como ella lo amaba a él, pero eso no parecía importarle a ella mientras lo tuviera bajo su control.
Juntos entraron al altar, como dos almas unidas por deseos de pasiones desenfrenadas. Alouqua lo condujo al trono y se sentó sobre él.
White inició la misa negra, un ritual pagano lleno de sacrilegio y blasfemia. La nodriza, transformada en sacerdotisa para el culto, comenzó a danzar para alcanzar un estado de éxtasis mientras las demás chicas se arrodillaban. Luego encendió un incienso con un extraño aroma floral que llenó el lugar de humo. Dejó el incensario en su lugar, se situó detrás del altar y tomó el símbolo que allí reposaba. Pronunció unas palabras en forma de mantra y las demás la imitaron. Finalizó el mantra y dejó el símbolo en su lugar. La misa negra había concluido. Alouqua se levantó e hizo que Darío se pusiera de pie junto a ella frente al altar.
—Yo, Alouqua, Hija de la Oscuridad, declaro ante todos ustedes que desde hoy, Darío es mi único esposo. —Lo miró a los ojos—. Ahora bésame.
El beso de Alouqua era el beso del verdadero amor. Pero para Darío, carente de sentimientos, fue solo un trámite más. Las chicas hicieron una reverencia.
—Ahora retírense. Mi esposo y yo debemos consumar nuestra unión.
Hicieron otra reverencia y se marcharon.
—Darío. Sé muy bien que no me amas. Pero eso no me importa. Lo que importa es el poder, la ambición, la maldad que nos une. Eso es lo que me importa.
—Alouqua. Sabes bien mis sentimientos y sé que te soy útil. Tal vez no te amo. Pero sí quiero conocerte bien y quizás, solo quizás, llegue un día en que me enamore de ti.
—Aunque te demores mil años, yo te seguiré amando.
—¿Por qué dices eso si nos conocemos?
—Yo te conozco más de lo que imaginas. Y tanto es mi amor que te daré mi regalo de bodas cuando haga una fiesta por nuestra unión.
—¿Y cuándo será eso?
—Paciencia. Paciencia. Ahora unamos nuestros cuerpos.
Alouqua despejó la mesa, depositando todo en el suelo. Subieron a la mesa y se entregaron el uno al otro.
El día del festejo había llegado. Los días transcurridos desde su matrimonio habían sido los más felices para ambos. Darío podía dar rienda suelta a sus instintos sin remordimientos, mientras que su pareja se sentía satisfecha. En el día del festejo, las tres sirvientas estaban en el salón de baile preparando todo. Los invitados habían sido notificados con tres días de anticipación, gracias a la influencia del conde John, quien estaba bajo el control mental de Alouqua desde que le llevó comida. Para ella, los humanos eran no solo una fuente esencial de nutrientes, sino también marionetas que podía manipular a su antojo. Y Darío no era una excepción.
Al cruzar la puerta, Darío observó cómo las chicas se esforzaban en arreglar las mesas y limpiar hasta que todo brillara, mientras White daba órdenes. Darío se acercó y le dio un beso en la mejilla sin que ella se percatara.
—Mi señor. Me asustó.
—Lo siento. Solo quería felicitarte porque estás haciendo un buen trabajo.
—Gracias. ¿Pero se acaba de dar cuenta de lo que hizo?
—¿Qué hice ahora?
White se sonrojó.
—Bueno. Usted me acaba de hechizarme. Ahora estoy a su merced en cuerpo y alma. —Hizo un extraño movimiento con la cintura—. Y mi demonio quiere saciar el suyo.
Darío se le acercó al oído.
—El mío también.
—Entonces vamos a la habitación.
—Pero Alouqua no se va a molestar.
—¿Molestarme en qué?
Los dos dieron un salto. Alouqua apareció detrás de ellos desde la nada.
—Es que me besó en la mejilla y… bueno… yo…
—Creo que el otro día fui, específica con eso. Que Darío alimente su demonio con cualquiera de ustedes. No queremos que pase hambre y lo consuma por completo. Ahora vayan lo que tengan que hacer.
—Gracias, mi señora.
—Gracias, Alouqua.
Alouqua se tocó su cara con ambas manos, sintió rubor en sus mejillas y dibujó una sonrisa de una persona que no estaba en sus cabales.
—Me encanta cuando pronuncias mi nombre.
Darío sonrió apenas y se fue con White. Llegaron a la habitación de ella y…
La noche había caído y los hombres más prominentes, desde condes hasta familias nobles, habían hecho acto de presencia. La primera pieza del ajedrez comenzaba a moverse a favor de Alouqua. Solo quedaban un par de piezas por mover con cuidado para, en el menor número de movimientos posibles, llegar hasta el rey y la reina y hacerles jaque mate.
La nodriza daba la bienvenida a los invitados y las sirvientas iban de un lado a otro con bandejas y licores. Alouqua se encontraba en un rincón con su esposo cuando vio acercarse al conde John.
—Querido, me duele decirte que debes retirarte. Lo que sucederá a partir de ahora será un espectáculo dantesco. Y tú no estás preparado para eso.
Darío asintió con la mirada baja.
Alouqua colocó una de sus frías manos en su mejilla.
—No te pongas así. Lo hago por tu bien. ¿Recuerdas cuando te dije que te daría un regalo de bodas?
—Sí.
—Entonces ve a nuestra habitación. Allí te está esperando.
—¿Esperando?
—Ve.
Darío salió casi corriendo del salón. Estaba impaciente.
A los pocos segundos, John apareció con dos copas de espumante en la mano y una sonrisa llena de lascivia.
—Señorita Alouqua. Es usted más hermosa que la misma noche.
—¿Qué acordamos sobre los halagos?
—Ah, por favor. Estamos de fiesta. —Le entregó una copa—. Hay que celebrar.
—¿Vino con su esposa?
Hizo una mueca de desagrado.
—Está al otro lado presumiendo de mi fortuna con otras mujeres. No quería traerla. Pero me insistió tanto que no tuve más remedio. —Bebió un poco—. Esa perra callejera siempre debió quedarse allí. No sabes cuánto me arrepiento de haberla recogido. Pero no hablemos de ella. ¿Ha pensado en mi propuesta?
Alouqua dio un sorbo a su copa.
—Por supuesto. Acompáñeme.
Alouqua lo guio por los pasillos hacia el sótano. Mientras tanto, Darío abría la puerta para ver el regalo que le había prometido su esposa. Al abrir la puerta, quedó asombrado y atónito.
—¿Ma... María?
María, su hermana, estaba vestida con un hermoso traje blanco. Darío, con los ojos desorbitados, caminó hasta ella y le tomó las manos.
—Lo sabía. Sabía que me amabas.
—¿De qué estás hablando?
—Antes de quitarme la vida, vi en tus ojos lo que sentías por mí. Pero me resbalé y caí. Sin embargo, Alouqua, la Hija de la Oscuridad, hizo que mi alma regresara al cuerpo.
—¿Pero no te habían enterrado?
—Solo sé que hoy desperté hace poco en la azotea. En el altar, al lado de mi señora.
—Tu señora.
—Sí, ahora es mi señora. Le debo la vida. —Lo abrazó por el cuello—. Ahora que estoy viva, nos amaremos por toda la eternidad. ¿No es eso lo que deseabas? ¿Que nos fuéramos a vivir juntos, lejos de mi padre?
—Pero ahora estoy casado con ella.
—Lo sé. Eso me lo dijo ella. Pero también me dijo que todas pueden enamorarse de ti y pueden estar contigo. Yo le dije que eso no me importaba. Así que, a partir de hoy, viviré en esta casa. Es lo menos que puedo hacer.
—¿Y tu padre?
—Siento odio hacia él. Lo mismo que tú por no permitir que nuestro amor floreciera. —Le tomó de la mano—. Ahora ven a la cama y terminemos lo que empezamos antes de mi muerte.
Alouqua emergió del sótano con la boca manchada de sangre. Los gritos de auxilio y súplica del conde no fueron suficientes para que alguien lo escuchara. Sus últimos momentos fueron los más desgarradores de su vida, como una presa siendo despedazada por un oso. Ahora, la depredadora se secaba la boca con sus mangas y, con el olor a sangre aún en su boca, subió hacia el salón de baile.
Una vez allí, todos los invitados yacían esparcidos por todas partes. White y las sirvientas habían hecho el trabajo sucio. White se acercó a su señora y le hizo una reverencia.
—Todos los cadáveres están frescos.
Alouqua esbozó una sonrisa diabólica.
—¡Que comience el festín!