Darío se asemejaba a un perro desamparado, siguiendo lealmente a quien le ofreciera un pedazo de pan duro.
—¿Podrías decirme tu nombre, si no es mucha molestia?
La dulce chica que caminaba delante de él no se molestó en mirar hacia atrás.
—Solo llámame White. ¿Y tú?
—Darío…
—No necesitas decir tu apellido. Ya no perteneces a esa familia.
Después de un rato caminando, Darío entró en una parte del bosque que nunca había visto antes: árboles grandes y frondosos, flores de colores vibrantes, pájaros, animales silvestres... parecía como si ese lugar hubiera absorbido toda la vida estéril del bosque. Luego se adentraron aún más hasta llegar a un palacio digno de un cuento de hadas.
El edificio era grande y majestuoso, situado en medio del frondoso bosque. Estaba construido de piedra blanca, con torres y almenas que le daban un aspecto medieval, y estaba en medio de lo que parecía ser una laguna.
—¿Esta es tu casa? —preguntó Darío, confundido.
—Lamento haberte mentido antes, pero era para probarte. —Hizo una pausa—. Lo que ves aquí es el palacio de mi señora. Y todo lo que lo rodea hasta donde terminan los árboles gigantescos, es su jardín. Su sueño es que su jardín llegue hasta los confines del mundo. Espero que así sea.
White caminó hasta la orilla y un puente de piedra emergió del agua. Dio unos pasos, miró hacia atrás e hizo un gesto para que Darío la siguiera. Al cruzar el puente, Darío notó que los remates de las ventanas estaban hechos de oro. Temía conocer a la dueña del edificio, ya que tenía la idea preconcebida de que la gente rica era mala por naturaleza.
Las puertas se abrieron de par en par y la mucama que los recibió le cayó bien a Darío. Era una mujer alta y esbelta, con cabello y ojos dorados y un busto firme. Se parecía mucho a María.
La mucama hizo una reverencia.
—Señorita White. Bienvenida.
—Gracias, Gold.
—Bienvenido, joven.
—Su nombre es Darío y será nuestro invitado de honor.
—Un placer conocerlo, joven Darío. Espero que su estancia en el palacio de la Gran Dama sea provechosa.
—Gracias, señorita.
—Solo llámame Gold.
—De acuerdo, Gold.
—¿La señora está en la Sala Capitular?
—Sí. Por favor, acompáñenme.
La sala principal tenía dos escaleras. Los tres subieron al segundo piso y una puerta doble de madera de ébano los separaba de la Sala Capitular.
Gold golpeó dos veces y Darío se puso tenso. Pensaba que sería una trampa y que en realidad la Gran Dama o señora como se le conocía, era amiga de la familia que lo había acogido. Pero ya estaba a punto de cruzar el umbral y tenía que asumir sus pecados.
Desde el otro lado se escucharon unos suaves pasos de tacón. La hoja derecha de la puerta se abrió y apareció una mucama con el cabello y los ojos azules como el zafiro.
—La señora los está esperando.
Cruzaron el umbral y lo que vio Darío casi le quitó el aliento.
Más allá de la majestuosa Sala Capitular, adornada con cuadros exquisitos, finos jarrones y candelabros dorados que colgaban de las paredes, y pinturas que capturaban la belleza de diversos paisajes, se encontraba una figura aún más intrigante al fondo: una misteriosa mujer reposaba en un sillón negro, eclipsando incluso a la llamativa mucama de cabello bermellón que se encontraba a su siniestra.
La mujer, de piel alabastro y ojos vibrantes, lucía una cabellera púrpura que resplandecía bajo la luz que se filtraba por el ventanal detrás de ella. Vestía un elegante traje negro, tan sombrío como una noche de luto, y colgaba de su cuello una gema púrpura que complementaba su atuendo. Su mirada penetrante parecía surgir de las profundidades del abismo.
Darío se preparaba para pronunciar palabras que nunca antes había dirigido a una mujer. Palabras que reflejaban su profunda admiración por la enigmática dama de la noche. Sin embargo, antes de que pudiera articular un solo sonido, ella levantó su mano izquierda en señal de alto. Luego, con un gesto sutil, le indicó que se acercara. Darío miró a White en busca de aprobación y, tras recibir una cálida sonrisa de asentimiento, se dirigió hacia la mujer con cautela.
Cuando estuvo a pocos pasos de ella, le indicó que se detuviera. Darío permaneció inmóvil, temblando ante su presencia y sintiendo cómo el sudor comenzaba a humedecer sus manos. Su mirada estaba perdida en los enigmáticos ojos de la mujer.
—¿Así que tú eres el que me va a desposar? —preguntó ella.
Darío pensó que había escuchado mal.
—Perdón, ¿podría repetir eso?
—White —llamó ella.
White corrió para situarse al lado derecho de Darío.
—Dime —ordenó ella.
—¿Qué le dijiste a este joven?
—Bueno, yo... le dije que aquí podríamos tratarlo bien si usted permitía liberar al demonio que tiene escondido.
Los ojos de la dama brillaron intensamente. White se elevó unos centímetros del suelo y su cuello comenzó a apretarse. Se retorcía en agonía mientras Darío retrocedía unos pasos, boquiabierto.
—¿Qué te había dicho que dijeras cuando lo encontraras?
—Que… debía…
—No te escucho.
—Que debía casarse con usted
—¿Y por qué no lo hiciste? ¿Acaso quieres ser mi próxima cena?
—Quería ganarme su confianza ofreciéndole alimento. Lo encontré desmayado.
El cuello se apretó aún más. White estaba perdiendo el conocimiento.
—La próxima vez que me desobedezcas, no mostraré compasión.
El cuello volvió a su estado original y White cayó al suelo tosiendo.
La dama volvió su atención a Darío.
—Perdona mis modales. Pero debía enseñarle una lección a mi nodriza para que las demás aprendan a no desobedecer mis órdenes. Soy Alouqua, la hija de la Oscuridad. Tal vez hayas escuchado mis historias y leyendas en los libros.
Darío tragó saliva al escuchar su temible nombre. No podía creer que las historias sobre esta terrible mujer fueran ciertas y no solo parte del folklore popular. Quería decir algo, pero el miedo lo tenía paralizado.
Alouqua apoyó su cabeza en su mano izquierda.
—Me fascina ver la expresión en los hombres cuando escuchan mi nombre. Pero tú eres distinto al resto. Estás tan corrompido como yo.
—¿Cómo sabes de mí?
—¿No recuerdas la conversación que tuviste con White? Los ojos y oídos de mis sirvientas también son míos. Además, tengo otros siervos en Bethlehem. Ellos también me hablaron de ti, aunque no fueron tan detallados como White.
—Entiendo.
—¿Y? ¿Ya has oído de mí? Pregunto por tu cuerpo y tu rostro. Relájate un poco. No muerdo.
Darío respiró lentamente para calmarse, pero sintió que era peor.
—Mavris Kosmos.
—El Mundo Oscuro. Ya veo. Dicen que es un buen libro porque retrata mi vida. Aunque ya lleva quinientos años que no se actualiza.
—Entonces las leyendas son ciertas.
—Así es. Y he vivido los últimos quinientos años encerrada en mis jardines porque estaba esperando a un hombre como tú.
—Eso es demasiado.
—Por fin alguien me entiende. Y yo, Alouqua, la hija de la Oscuridad, que soy la mujer más poderosa del universo, quiero expandir mi reinado. Ya me cansé de esperar y solo comer personas que vagan perdidas en el bosque. Mi paladar exige reyes, reinas, nobles y ricachones. Me merezco algo mejor. Soy la reina y señora de este mundo y ya es hora de reclamar mis dominios. Y cuando el mundo esté en mis manos, iré por mis padres.
—¿Y por qué necesitas un esposo para llevar a cabo tu plan?
—Porque hacerlo sola es aburrido. Si hubiese querido, ya sería la emperatriz del mundo. Así que quiero un marido para que formemos una familia y que nuestros hijos sean los regentes. Los hijos son más fieles que los perros. Siempre y cuando te teman desde que son pequeños.
—Claro. Tiene todo sentido.
Darío vio una excelente oportunidad de desposarse con ella. Así podría llevar a cabo sus más maquiavélicos planes para saciar sus apetitos más bajos. Era un hombre lujurioso y lo sabía perfectamente.
—El demonio que llevas dentro me acaba de decir lo que estás pensando.
Darío quedó helado y su corazón comenzó a acelerar. Creyó que su castigo y posterior muerte sería peor que el deceso de María.
—No, Darío. No te haré nada. Ya te dije: tú me desposarás para que des rienda suelta a tu demonio. Y como tu demonio es Asmodeo, si no lo sacias, serás consumido hasta la muerte. Por ahora solo puedes saciarte con mis sirvientas y mi nodriza… y conmigo si gustas. Pero cuando nos casemos, llevaremos a cabo mi plan y ahí podrás saciarte con cualquiera.
—¿En serio sería capaz de todo eso?
—Pero como estoy en contra del abuso y la violencia de todo tipo…
Alouqua extendió su mano derecha. Un pentagrama rojo apareció en la frente de Darío y desapareció casi al instante. Luego volvió a descansarlo.
—Te he otorgado mi poder de encanto. Solo debes besar la mejilla de la víctima y ella caerá rendida a tus pies. Tu también te enamorarás de ella. Esa será tu maldición. Obedece mis palabras y no te haré nada.
A Darío no le quedó de otra que agachar la cabeza. No era tan despiadada como se pensaba.