Adrian, cuyo cabello ahora blanco jade caía suavemente sobre sus hombros, y su piel, de una palidez luminosa, se encontraba en la orilla del Nilo, sus pies sumergidos en las aguas que una vez le habían sido tan familiares. La luna, un espectro plateado en el cielo, iluminaba su figura, creando un halo etéreo alrededor de él. Sus ojos, aunque inyectados con una sabiduría que iba más allá de su edad, reflejaban una profunda soledad y un anhelo de respuestas que sabía que nunca vendrían.
La noche estaba tranquila, solo interrumpida por el suave murmullo del río y el distante eco de la vida en la aldea cercana. Adrian, aunque físicamente inalterado por el paso del tiempo, sentía el peso de los días y las noches acumulándose en su alma. Cada amanecer y cada anochecer eran recordatorios de su nueva realidad, de la vida que ahora debía navegar en soledad.
La transformación había sido un proceso tortuoso y desgarrador. La noche en que las aguas del Nilo lo habían tocado, algo más allá de su comprensión se había deslizado en su ser. Un dolor insoportable se apoderó de él, como si cada fibra de su ser estuviera siendo reescrita, reconfigurada en algo nuevo y terriblemente poderoso. Su cuerpo se contorsionó y retorció, su mente fue inundada con imágenes de vidas pasadas y futuras muertes, y cuando finalmente emergió de las aguas, ya no era el hombre que había sido.
De repente, su pelo oscuro se prendió fuego, transformándose en un blanco jade, mientras su cuerpo sangraba por cada poro, y finalmente, cayó inconsciente a la orilla del río, su ser sumido en un caos de dolor y transformación.
Se movió lentamente a lo largo de la orilla, sus pensamientos una maraña de recuerdos y emociones. Recordó los días antes de su transformación, los momentos de simplicidad y alegría que compartió con su familia y amigos. Cada risa, cada abrazo, ahora se sentían como ecos de una vida que ya no podía reclamar como suya.
En los días que siguieron a su transformación, Adrian luchó con una sed que era insaciable, una necesidad de algo que no podía nombrar pero que lo consumía desde adentro. La primera vez que sucumbió a la sed, la primera vez que la sangre tocó sus labios, fue tanto un alivio como una condena. La vitalidad que le proporcionó fue seguida por una culpa que lo carcomía, una sombra que oscurecía la euforia del poder que la sangre le otorgaba.
Cada noche, se encontraba cazando en las sombras, sus ojos dorados escaneando el entorno en busca de su próxima víctima. Y cada noche, después de alimentarse, se retiraba a la oscuridad, su alma llorando por las vidas que había tomado.
La ira también se había instalado en él, una furia ardiente que se encendía con la más mínima provocación. En momentos, se encontraba luchando contra la necesidad de desatar esa ira, de permitir que la bestia dentro de él se liberara en un frenesí de violencia.
Y luego estaba el deseo, un anhelo que se retorcía en su vientre y lo llenaba de una lujuria que era casi tan abrumadora como su sed de sangre. Las mujeres, con sus cuerpos suaves y sus ojos llenos de vida, se habían convertido en objetos de su obsesión, seres que deseaba tanto poseer como destruir.
Adrian se movió a través de sus días y noches en un estado de constante conflicto, atrapado entre su humanidad residual y la bestia que ahora habitaba dentro de él. Se escondió de aquellos que una vez conoció, consciente de que la monstruosidad que ahora lo definía era algo que no podrían, ni deberían, entender.
En la soledad de su existencia, Adrian se encontró a menudo de vuelta en la orilla del Nilo, buscando consuelo en las aguas que lo habían transformado. Pero las respuestas que buscaba permanecían siempre fuera de su alcance, ocultas en las profundidades insondables del río que fluía eternamente.