Adrian, cuyo ser se había convertido en una amalgama de oscuridad y deseo, continuó su existencia en la penumbra de la eternidad, sus días y noches se mezclaban en un continuo indistinguible de tiempo sin fin. La aldea que una vez fue su hogar ahora era poco más que un recuerdo distante, sus calles y casas, una vez llenas de vida y alegría, ahora estaban envueltas en un manto de miedo y desconfianza.
En su vagar sin rumbo, Adrian comenzó a notar algo peculiar en las sombras. Otras figuras, etéreas y escurridizas, se movían en la periferia de su conciencia, sus presencias apenas perceptibles, pero indudablemente allí. Vampiros, como él, pero de alguna manera diferentes, sus auras eran distintas, menos opresivas, pero igualmente oscuras.
Una noche, mientras se movía a través de una ciudad sumida en el sueño de la inconsciencia, Adrian se cruzó con uno de estos seres. La figura, delgada y pálida, lo miró con ojos que reflejaban tanto la eternidad como el vacío. Adrian, movido por una curiosidad que no había sentido en eones, intentó acercarse.
Sin embargo, al detectar su presencia, el vampiro retrocedió, sus ojos se ensancharon con un miedo palpable y, sin pronunciar palabra, se volvió y huyó en la oscuridad. Adrian, perplejo, intentó seguir, pero la figura se desvaneció en la noche, dejándolo solo una vez más.
Este patrón se repitió, una y otra vez, en cada encuentro con sus contrapartes nocturnas. Cada vez que intentaba acercarse, eran repelidos por un miedo inexplicable, huyendo de su presencia como si portara consigo una oscuridad aún mayor que la que ellos mismos poseían.
Adrian, aunque inicialmente frustrado por estas interacciones, eventualmente desistió en su búsqueda de compañía entre los de su especie. La soledad, después de todo, había sido su única constante, su única compañera a través de los siglos de su existencia.
Se mantuvo en la ciudad, sus noches pasaban en un ciclo constante de caza y ocultación, evitando la luz del día y las miradas de los mortales. La ciudad, con sus calles bulliciosas durante el día y sus tranquilas noches, ofrecía suficiente presa para saciar su sed sin levantar sospechas.
Adrian, aunque eternamente solo, encontró una especie de paz en esta rutina, en la predictibilidad de la vida humana que continuaba a su alrededor, ajena a su existencia en las sombras. Se convirtió en un observador silencioso, sus ojos dorados observando desde la oscuridad mientras las vidas de los mortales se desarrollaban ante él.