Año: 1945 a.C.
La ciudad de Tebas, que una vez fue un hervidero de vida y actividad, había cambiado de maneras que Adrian apenas podía comprender. Aunque su estructura física y su imponente arquitectura permanecían, la esencia de la ciudad, las almas de las personas que la habitaban, habían sido alteradas por el paso inexorable del tiempo.
Adrian, cuya existencia se había convertido en un estudio constante de la humanidad y sus efímeras vidas, se encontraba a menudo paseando por las calles de la ciudad bajo el manto protector de la noche. Sus pasos, silenciosos y calculados, lo llevaban a través de los mercados ahora silenciosos, pasando por los templos que una vez resonaron con las oraciones de los fieles, y a lo largo de las orillas del Nilo, cuyas aguas habían sido testigo de su transformación en la criatura de la noche que ahora era.
Aunque había aprendido a aceptar su naturaleza y a vivir en las sombras, Adrian no podía evitar sentir una punzada de anhelo cada vez que observaba a los mortales vivir sus vidas. Veía amantes robando besos a la luz de la luna, padres enseñando a sus hijos a nadar en el río, y ancianos compartiendo historias de días pasados con aquellos lo suficientemente jóvenes como para soñar con el futuro.
Estos momentos, aunque bellos, eran un recordatorio constante de todo lo que Adrian había perdido y todo lo que nunca podría tener. Aunque podía caminar entre ellos, nunca podría ser uno de ellos. Su existencia estaba marcada por la eternidad, su alma condenada a vagar por la tierra mucho después de que aquellos a los que observaba se hubieran convertido en polvo.
En sus paseos nocturnos, Adrian a menudo se encontraba en el cementerio de la ciudad, un lugar de descanso para aquellos cuyas almas habían partido hacia el más allá. Se movía entre las tumbas, leyendo los nombres y las historias de los que yacían debajo, preguntándose si alguna vez alguien leería la suya.
Una noche, mientras deambulaba entre las lápidas, Adrian sintió una presencia, una energía que no había sentido en mucho tiempo. Se detuvo, sus ojos dorados escaneando la oscuridad, y entonces la vio. Una figura encapuchada, parada frente a una tumba recién cavada, su postura rígida y su energía un torbellino de dolor y pérdida.
Adrian se acercó, su curiosidad superando su habitual desinterés por los asuntos de los mortales. La figura, una mujer, levantó la vista, sus ojos encontrándose con los de él, y por un momento, el tiempo pareció detenerse.
Ella no mostró miedo al verlo, a pesar de la oscuridad que sabía que emanaba de él. En cambio, simplemente se quedó allí, mirándolo, sus ojos llenos de una tristeza que parecía igualar la suya.
Adrian, movido por una emoción que no había sentido en siglos, habló, su voz apenas un susurro en la noche. "¿Por qué lloras?"
La mujer bajó la vista, sus manos acariciando suavemente la lápida frente a ella. "He perdido a alguien, un alma que era querida para mí."
Adrian, a pesar de su naturaleza y de los siglos de desapego, se encontró sintiendo una extraña afinidad hacia esta mujer mortal. Se acercó, su voz suave y reconfortante. "La muerte es algo con lo que todos debemos lidiar, ya sea mortal o inmortal. Pero las almas de aquellos que amamos nunca nos dejan realmente."
La mujer levantó la vista, sus ojos encontrándose con los de él una vez más. "¿Y usted, señor, ha conocido alguna vez la pérdida?"
Adrian, su mente retrocediendo a través de los siglos, a las vidas que había tomado y a las que había visto pasar, asintió. "He conocido la pérdida, y la he causado. Pero también he aprendido que la muerte no es el final, sino simplemente un paso hacia algo nuevo y desconocido."
Se quedaron allí, el vampiro y la mortal, compartiendo un momento de comprensión mutua en medio de la oscuridad y la muerte que