Año: 1845 a.C., Tebas.
Adrian, el ser oscuro que había caminado entre los mortales durante un siglo, se había convertido en una leyenda susurrada en los oscuros rincones de Tebas. Los ciudadanos, inconscientes de la presencia real del vampiro entre ellos, tejían cuentos de un espectro que cazaba en las sombras, un ser que se alimentaba de la esencia vital de los vivos. Pero para Adrian, la vida en Tebas se había convertido en una rutina inmutable, un ciclo interminable de caza, deseo y soledad.
Las noches en Tebas eran un manto de oscuridad que envolvía la ciudad, las estrellas parpadeando indiferentes a las atrocidades cometidas bajo su vigilancia. Adrian, con su cabello blanco jade que caía suavemente sobre sus hombros y sus ojos dorados que reflejaban la eternidad de su existencia, se movía con una gracia depredadora a través de las calles, sus sentidos agudizados por el hambre y el deseo.
En esta época, Tebas era una ciudad de esplendor y decadencia, donde la riqueza y la pobreza existían lado a lado, separadas por finas líneas de estatus y poder. Adrian, aunque capaz de mezclarse con la alta sociedad debido a su encanto sobrenatural y apariencia atractiva, prefería la sombra, la oscuridad, donde podía observar y actuar sin ser visto.
Las mujeres de Tebas, con sus ojos oscuros y cabellos negros como el ébano, eran criaturas de belleza etérea, sus vidas tan efímeras ante la inmortalidad de Adrian. Se encontraba a menudo en los burdeles, lugares de deseo y pecado, donde podía saciar tanto su sed de sangre como su lujuria sin levantar sospechas. Las cortesanas, con sus cuerpos voluptuosos y sus sonrisas seductoras, no veían amenaza en este hombre de apariencia joven y atractiva, y a menudo lo acogían en sus camas con brazos abiertos, inconscientes del destino que les esperaba.
Adrian nunca permitió que sus víctimas vieran el monstruo que yacía detrás de sus ojos dorados. Su mordida, cuando venía, era durante el clímax de su pasión, sus colmillos hundiéndose en la carne suave de sus cuellos, su vida deslizándose en su garganta mientras sus cuerpos se relajaban en un éxtasis mortal.
Sin embargo, a pesar de los placeres carnales que encontraba en los brazos de estas mujeres, Adrian estaba solo. La oscuridad en su interior, esa parte de él que ansiaba la destrucción y el caos, estaba siempre presente, un recordatorio constante de lo que era y lo que había perdido.
Los años pasaron, y Adrian observó cómo las generaciones de mortales nacían, vivían y morían ante sus ojos, sus vidas un parpadeo fugaz en su existencia eterna. Aprendió a controlar sus poderes, a moverse con tal velocidad que era invisible al ojo humano, a escuchar los susurros de la ciudad desde kilómetros de distancia, y a curar las heridas en su cuerpo con un pensamiento.
Pero con cada año que pasaba, la oscuridad en su interior crecía, su humanidad desvaneciéndose hasta que todo lo que quedaba era la bestia, el monstruo que se deleitaba con la muerte y la destrucción.
Y así, Adrian, el primer vampiro, se convirtió en una sombra en la historia de la humanidad, un ser de oscuridad que vivía en la periferia del mundo de los mortales, siempre observando, siempre esperando, y siempre, siempre solo.