La niña miraba fijamente un punto en el pizarrón. Nadie diría que estaba meditando, pero la práctica de mucho tiempo —casi una eternidad, si lo veíamos desde su punto de vista —había conseguido que pudiera aprovechar esos momentos sin que nadie la estuviese molestando; todo para obtener un poco de paz, lejos del bullicio de una clase típica de quinto grado.
Algo la sacó de su recogimiento. La voz musical de su maestra, más adecuada para una clase de mucho menor edad —pensó— dio el recibimiento a alguien; quién, todavía no podía saberlo, el cuerpo de la maestra se interponía entre la entrada y la otra persona. A Katherine, así se llamaba nuestra protagonista, no le agradaba estar en situaciones donde no dispusiera de cierto control y no pudiera vigilar bien su entorno.
Oyó un murmullo, una voz infantil indefinida, pero que estaba segura de nunca haber oído antes. Y tenía BUENA memoria. Al final, se despejó el misterio: la maestra ingresó nuevamente a la clase, presentando a un nuevo compañero.
Su nombre era Iván.
Katherine percibió algo en la mirada de Iván, algo que estaba mal. Era una mirada que había visto antes sólo en ciertas personas: niños soldado en África, o huérfanos, o desplazados después de alguna guerra. Todo eso, mezclado con un toque de arrogancia y sentimiento de superioridad. Iván ignoró las ojeadas del resto de sus compañeras de clase: sus facciones eslavas, pelo rubio y porte seguro de sí mismo desataban la sorpresa en el salón. El recién llegado no se parecía a nadie que hubieran visto antes.
Iván dirigió sus ojos a una sola alumna: Katherine. La niña sintió una sensación rara en el estómago, pero desagradablemente, no eran mariposas. Más bien, una especie de mal augurio...
Un codazo de su compañera descarriló el tren de pensamientos de la niña. Las sensaciones, todavía frescas, empezaron a desvanecerse, a la vez que miraba a su pretendida amiga con cara de asesina. La muy tonta siguió riéndose un momento, y luego le susurró: "Parece que le gustas, suertuda". Katherine hizo un mohín de disgusto, apoyándose la palma en la frente. A todo esto, Iván terminaba su desfile por el pasillo y se sentaba atrás, a menos de dos metros de ella.
La niña sintió como el pelo de su nuca se erizaba. Esperaba que no hubiera más contacto visual —ni de ninguna especie— hasta que sonara el timbre y pudiera averiguar más.
La clase finalizó sin inconvenientes. Katherine tomó su mochila dispuesta a irse cuanto antes, cuando la presencia del nuevo se acercó a su silla. No lo veía, pero podía distinguir perfectamente esos pequeños pasos seguros, tan únicos como una huella dactilar. No lo miró. No necesitaba hacerlo. Todo lo que vio es cómo caía una pequeña bola de papel arrugado. La tomó antes de que tocara el suelo, mientras una voz nueva —ESA voz— le susurraba al oído: "Sé quién eres, Kali".
La niña tuvo que aguantar los comentarios risueños de sus compañeras por un rato. Esperó a que se fueran, antes de sacar la bola de papel del bolsillo de su chaqueta. Con los dedos levemente temblorosos y crispados, abrió lo que sabía que era un mensaje. Estaba escrito a mano, y la caligrafía era perfecta.
"Nos vemos a las 2 A.M en la vieja fábrica. No faltes".
El tal Iván sabía demasiado para ser un recién llegado.
Seis horas más tarde
"—Nosotros no trabajamos por el vil interés —dijo la zorra— trabajamos sólo por enriquecer a los demás.
—¡A los demás! —repitió el gato.
—¡Qué excelentes personas! —pensó Pinocho, y olvidándose en el acto de su papá, de su chaqueta nueva, del libro y de todos sus buenos propósitos, dijo a la zorra y al gato:
—¡Vamos enseguida! ¡Los acompaño!"
La anciana cerró el libro con suavidad.
—Mañana habrá más, niña —y le guiñó un ojo, amorosa.
—¿Elena hoy trabaja hasta tarde? —la pregunta obtuvo unos segundos de silencio, tras lo cual la anciana respondió afirmativamente con la cabeza.
—Sabes, Kathy, es una suerte que mi hija haya podido adoptarte. Eres una niña muy inteligente, y en cuanto a que dicen que tienes un carácter del demonio...no les hagas caso, algunas personas pasan por situaciones más difíciles que otras. Dios sabe todo lo que habrás tenido que vivir a lo largo de estos años.
"No tienes ni idea" contestó Katherine mentalmente. Había muy poca gente en el mundo con la cual pudiera hablar de su pasado.
—Todavía no sé cómo una mujer divorciada pudo obtener con tanta facilidad el permiso de adopción. Yo...yo creo que es un milagro de Dios.
"Lejos de eso, anciana"
La niña dejó que su abuela adoptiva se enjugase las lágrimas. Sentía algo muy extraño, parecido a la piedad, pero como si ese sentimiento se hallara a un millón de kilómetros de su corazón. Había visto tantas cosas que los apegos mundanos eran cosa desconocida para ella, y cualquier ser vivo tenía la importancia de una cosa inanimada. Ni más, ni menos.
Pasaron más de diez minutos hasta que se decidió a apagar su veladora, una pequeñez con forma de Pikachú, con los infaltables colores chillones que cualquier artículo infantil que se precie debe tener. El radio reloj marcaba las 21:26. Todavía faltaba mucho. Decidió descansar, pero sin dejarse rendir del todo por el sueño. Antes, programó la alarma en su celular, un modelo viejo de tapita (el cual, pese a no ser tan invasivo como un smartphone, era un artefacto que odiaba la mayoría del tiempo). La ligera vibración, y el sonido debajo de su almohada, la despertarían con menos alboroto que el otro aparato.
Y lo hicieron. La ventana tenía semanas sin abrirse, por lo que no fue de extrañar el chirrido que hizo la madera al separarse del marco. No obstante, Katherine prefería esos ruidos, más naturales, a los impersonales y silenciosos susurros del aluminio o el acero.
Una pequeña pierna, calzada con una Converse negra, asomó por la abertura. Como su físico era menudo, no necesitó más que abrir a medias una hoja de la ventana, para poder escabullirse hasta la cornisa. Tras eso, cerró con cuidado —otro chirrido involuntario— y se posó como un gato en el borde. Llevaba una pequeña mochila tipo molle, con velcros y correas por todas partes, y en tono camuflado urbano; la cosa menos probable de encontrar en el cuarto de una niña de diez años.
Dio un vistazo al jardín, sin que la luz de la luna y las farolas de la calle pudieran hacer mucho por destacar su silueta. El cielo nuboso, los árboles y lo oscuro de su equipo deportivo ayudaban en eso a partes iguales. Su pequeño tesoro debía estar allí, bien oculto; eso, si el maldito perro de la casa no había hecho otra vez una de las suyas. En fin...pensó. Estiró los brazos hacia atrás, como para darse impulso, y se lanzó hasta el suelo.
La caída fue un poco más dura de lo que ella esperaba. Sintió una punzada de dolor en la rodilla, que en cuestión de un instante se propagó a todo el resto de su muslo izquierdo. No obstante, apenas si emitió un quejido. Se levantó con cuidado. La culpable estaba debajo de su pierna: una piedra, un pedazo de caliza casi imperceptible, que apenas destacaba sobre la negrura del suelo.
—Au, estoy fuera de forma— susurró Katherine, más para regañarse a sí misma que para olvidarse del dolor.
Le tomó un par de minutos asegurarse de que nadie la había descubierto, ni siquiera los perros del vecindario. El leve tintineo al mover la mochila delató la presencia de dos objetos metálicos. La abrió con suavidad, sacando una pala de combate plegable, una copia china de la verdadera pala de combate del US Army, pero suficiente para sus propósitos. El otro objeto era un pequeño farol led de chapa de acero, convenientemente cubierto con un pedazo de sábana, para no hacer notar demasiado su presencia. Su posesión más preciada debía estar allí, a la sombra del olmo, y apenas a la derecha de la rosa china amarilla.
El primer golpe de la pala enterró su hoja casi hasta el final, con una fuerza y una decisión impropias de una operaria tan menuda. La tierra estaba apenas húmeda, por lo que bastaron poco más de veinte paladas para descubrir su secreto, la mayor evidencia de que Katherine en realidad era Kali. Sacó del hueco un trozo sucio de lona, que desenrolló con un cuidado casi ritual; dentro se encontraba un bolso de tipo deportivo. Sacudió el bolso antes de abrir el cierre, como queriendo evitar contaminar su contenido, y extrajo un objeto largo y oscuro, del cual fue desenfundando una larga y brillosa hoja de acero. Observó su filo con detenimiento.
—Hola, Indra. Ha pasado un buen tiempo desde la última vez.
Cualquiera que hubiera visto a la niña en plena madrugada, habría pensado en una extraña clase de mono que se hubiera escapado del zoológico. De no ser porque los simios no suelen vestirse, y menos aún llevar una katana a la espalda sujeta con una correa de cuero.
Katherine corría y saltaba de objeto en objeto, de techo en techo, sirviéndose de cualquier posible obstáculo para darse impulso: contenedores de basura, farolas, árboles, cualquier moldura o cornisa de alguna casa que decidiera conveniente para trepar; esto, con unos movimientos tan fluidos que parecían sacados de un show del Cirque Du Soleil. Parecía parkour, de no ser porque un humano corriente no posee la energía suficiente para hacer tantos saltos seguidos, tan largos, y durante tanto tiempo.
Fue así que llegó a un sector industrial abandonado. Lo que se llamaba en el pueblo "la vieja fábrica" era la mayor de todas las construcciones, un viejo galpón de maquinaria que había sido fábrica aceitera en sus años de gloria, antes de ser abandonado a la suerte de los elementos. Hacía años que el lugar ni siquiera tenía guardia de seguridad, y el sitio era tan hediondo y siniestro que ni siquiera los vagabundos o los okupas osaban pernoctar allí una sola noche.
Katherine aprovechó un viejo roble para acortar distancias hasta el techo; en tres saltos llegó hasta la rama más fina en la que podía hacer pie sin que se quebrara bajo su peso. Luego, tomó impulso para llegar, al menos, hasta el pretil.
Misteriosamente, el lugar lucía tan abandonado como siempre, sin pizca de vida humana. Usó la diferencia de alturas para buscar posibles huellas en la entrada del complejo. Nada. O ese Iván era igual o más discreto que ella, o todo era una broma pesada.
De repente, un ruido de pisadas la sacó de su estupor. Lo raro era que su mirada abarcaba todo el techo, por lo que...
Sí, estaba segura: aquello provenía de la pared. Sacó con suavidad la katana de su funda. El acero siseó contra el bambú de la saya, como una extraña serpiente. No tuvo que esperar mucho para ver al responsable de los furtivos pasos: un hombre, cincuenta centímetros más alto que ella, y de más del doble de peso, podía asegurar, se encontraba enfundado en un uniforme parecido al de los antiguos ninjas, oscuro como la noche. Una vincha roja, atada en la nuca, sostenía la capucha, y por encima del tapabocas sobresalía la mirada de unos ojos azules.
"Nada que ver con un asiático" pensó Katherine, sin dejar de apuntar la espada en su dirección. De repente, sintió otras seis pisadas bien definidas, mezclado con el inequívoco roce de cuerdas y guantes. Era todo un escuadrón. Mejor para Indra.
Las otras seis presencias, también enfundadas en negro, no tardaron en aparecer. Cada uno de ellos llevaba una katana. Podrían haber portado armas de fuego, pero sabía que los suyos tenían por tradición recurrir a las más silenciosas armas blancas. De todas maneras, apuntar una pistola contra un blanco tan ágil como Katherine hubiera sido un desperdicio de munición, a la vez que llamaría la atención de personas indeseadas.
El primer guerrero se acercó con parsimonia. Si era fiel al entrenamiento que le habían dado, no tendría miedo a la muerte, pero tampoco deseaba apurarla. La katana, una hermosura de al menos un metro de largo, brillaba levemente en su mano. Esperó hasta que Katherine hiciera el primer movimiento, que no fue más que un engaño; al precipitarse a dar su golpe fue sorprendido por el filo de la punta de Indra, que le provocó un tajo pequeño pero profundo en el antebrazo diestro. Más sorprendido que adolorido, el supuesto ninja intentó dejar las cosas igualadas, al menos. Pero se precipitó. Con la intención de dar un golpe lo más violento posible, levantó la espada muy por encima de su cabeza. Katherine vio venir el golpe desde la derecha, por lo que hizo un medio giro hacia el lado contrario. La finta acabó con Katherine lanzando un tajo en diagonal, y con un profundo corte en las costillas de su oponente. Incapaz de levantar la espada por tener varios músculos cortados, el guerrero asistió inerme a su propio fin, mientras la niña retrocedía el codo no más de quince centímetros, con el filo de Indra apuntando a su cuello.
Despachado el primer guerrero, los demás decidieron abstenerse del honor y de cualquier convención que asegurara una pelea justa. Usando los pretiles y las vigas del edificio para hacer pie, fueron acercándose a Katherine desde todas direcciones. La niña, ahora furiosa, decidió no destinar más de cinco estocadas o cortes por cada guerrero, no para no cansarse, sino porque no merecían más de su sudor que eso. Indra conoció los cuellos, gargantas y brazos de sus contrincantes, golpeó una cabeza con su filo, cortó la suave carne de una mano, y hasta dio con su mango en el rostro de uno de esos ninjas desprevenidos e insolentes. La sangre comenzó a regar la ropa de la niña, mejor guerrera que siete hombres juntos.
Mientras tanto, Iván estaba sentado en posición de loto en el patio de máquinas más grande, entre medio de columnas de acero desvencijadas y descoloridas, enormes depósitos cilíndricos y cintas transportadoras mohosas. El óxido y el polvo compartían el lugar como buenos compañeros.
—Espero que se atenga a razones— fue la frase que pronunció para darse esperanzas, pese a los lejanos gritos de dolor que provenían de seis metros más arriba.
Un fuerte golpe fue el preludio de la escena que vería segundos más tarde. Varios largueros resecos crujieron bajo la fuerza del impacto, abriéndose un boquete por donde vio caer...uno de sus guerreros.
La escena era hipnótica. Pese a ocurrir en décimas de segundo, los ojos de Iván percibieron todos los hermosos y violentos detalles: el cuerpo del ninja cayendo boca arriba, con su antebrazo izquierdo seccionado siguiéndolo a menos de una vara de distancia; las viejas tejas dispersándose como en una explosión a cámara lenta, rodeadas de kilos de mugre, formando una nube que difuminaba los contornos de las cosas. Y por encima de todo...Kali, todavía sosteniendo su espada en posición de combate, a apenas un metro de su oponente, sin darle tregua.
La caída en el suelo sucio de la planta y el golpe final de Indra al cuerpo se superpusieron en un solo sonido seco. Katherine, Kali, apoyaba su rodilla derecha sobre el estómago de lo que ya era un cadáver. Su pie izquierdo descansaba sobre el pecho del hombre, a apenas un palmo de la hoja de la espada que se enterraba en su esternón. Clavó sus ojos en Iván. Todavía estaba furiosa.
—Espero que te haya gustado el pequeño aperitivo que te tenía preparado —aclaró Iván, con toda la seriedad del mundo. No iba a permitir que una muestra de sarcasmo terminara separándole la cabeza del cuerpo. No tan temprano...
—A Indra le gustó —declaró la niña, sin un atisbo de gratitud.
—¿Y a ti? —insistió Iván.
La cara de Katherine, salpicada de sangre y polvo, no hizo la menor mueca. Se quedaron así unos minutos. La luz de la luna, ahora liberada de nubes de tormenta, bañaba con su claridad el tragaluz que se había formado con la caída del guerrero. No quedaba ninguna paloma, rata o gato que no se hubiesen escondido en vista del peligro.
Iván se concentró en los latidos de Kali; su frecuencia cardíaca había bajado, por suerte. Pero con ella, le habían dicho, estos signos podían ser engañosos.
La voz que salió de la niña fue sorprendentemente calma.
—Es mejor que empieces a explicarme a qué diablos viniste.