Bueno, creo que tuvieron una buena introducción... ¿no?
Sé que habrán quedado con dudas. Las respuestas son, sí, técnicamente soy una niña. Mi ADN es 99.7 por ciento similar al humano, así que podría considerarme dentro de los parámetros de esta raza, y sí...soy inmortal.
Pero eso se los contaré más adelante.
¿Saben que la edad mínima para que un menor viaje en avión es doce años, para la mayoría de las aerolíneas? Tuve que recurrir a pasaportes falsos, un permiso para viajar fraguado gracias a mi razonable imitación de la firma de Elena, mi tutora, y algo más de dos mil dólares en billetes americanos, euros, y hasta monedas de oro. Es útil tener varias casillas de correo disponibles en todo el mundo. Un pequeño manojo de llaves te permite vivir muchas vidas.
Necesitaba respuestas. Un niño normal no anda por ahí con una escolta de guardaespaldas ninja, ni sabe manejar una katana casi tan larga como su cuerpo, ni anda por ahí metiéndose en discusiones filosóficas en lugares abandonados a las dos de la mañana. No, eso lo hace uno de los nuestros. Podrá criticarse nuestra voluntad a recurrir a la violencia, pero traten de sobrevivir tres mil años entre la ignorancia, el miedo y el odio, y después me cuentan. Además: ¿Qué tiene de malo aprovechar algo de tu eterno tiempo libre en aprender a protegerte?
Y antes que me pregunten, también: no somos como los highlander (1) de las películas, no es necesario cortarnos la cabeza para poder matarnos. Un daño suficientemente extenso en nuestros pequeños cuerpos suele bastar. Así que bájenle un poco al miedo, que ya puedo sentirlo.
Bien, volviendo al punto. Todos los indicios apuntaban a que ese tal Iván era un inmortal. ¿Pero qué buscaba? ¿Por qué esa necesidad de hacer saltar mi cobertura por los aires? ¿Podría tener algo que ver la Orden?
Un vuelo a Nepal, contando las escalas, demora más de un día entero, partiendo desde Sudamérica. Vaya si tenía tiempo para pensar.
El resto del camino fue casi sin inconvenientes. Los taxistas están dispuestos a llevarte a donde sea y conseguirte lo que sea por algunos de esos billetes americanos o europeos. Las monedas de oro las reservaba como último recurso. El monasterio que nos servía de enlace estaba lo bastante lejos de nuestro verdadero centro en las montañas, y lo bastante solitario para que recurrir a su Abad no fuera a suponer un problema. En los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado las cosas se pusieron más ásperas, pero ahora todo era paz en comparación. Los chinos no causaban muchos problemas en esos días.
El taxista esperó bastante para irse, a pesar de que me había despedido en perfecto nepalés. Supongo que no podría creer que una niña con vestimenta occidental fuese a golpear en ese viejo edificio...ni que le fueran a dar entrada. Tuve que quedarme parada en la puerta, mirándolo, hasta que por fin entendió. No quería testigos.
La puerta de madera labrada del monasterio tendría al menos seiscientos años, y otros tantos la enorme aldaba de hierro, que es el único llamador que existía para todo el templo. Era hasta recomendable tener la vacuna del tétanos al día antes de tocar esa cosa.
Golpeé y esperé sentada en cuclillas, al pie de la escalera. Conté mentalmente casi quince minutos, hasta que finalmente se abrió una de las puertas.
Si hay algo a lo que te puedan ayudar los monjes budistas, es a cultivar la paciencia.
—¿Qué se le ofrece, señorita?
El rostro regordete que me recibió no aparentaba más de cuarenta años, pero teniendo en cuenta de que los enlaces de la Orden recibían algunos...regalos de ella, bien podría tener el doble.
—Exijo ver al Abad de este templo.
—¿Así, sin más?
Si el monje que puso la cara para abrirme estaba molesto, se lo estaba guardando muy adentro. Sin negativas antes de tiempo, sin generar discusiones. Diplomacia, ante todo.
—Exacto. No quiero perder el tiempo con intermediarios.
—¿Y se puede saber quién es que quiere verlo?
—Soy Kali.
Resultó casi gracioso ver como su rostro se ponía blanco y su mano se agarrotaba contra el borde de la puerta.
—Por tu bien, espero que no sea una broma —murmuró al final.
Alcé una ceja.
—¿Qué diablos pasa? ¿Por qué iba a mentir?
El religioso, todavía sin nombre, me hizo un ademán nervioso para que pasara.
—Y tú se supone que eres...—le interrogué.
—El Abad.
Interesante. Ahora podía ir directamente al grano.
—Abad, no quiero malgastar mucho de su tiempo, pero tengo un problema. Hay gente muy indiscreta que ha estado molestándome. Gente que puede estar relacionada con la Orden.
—¿Qué le hace suponer eso, señorita?
—Bueno, un niño ruso experto en esgrima y con siete guardaespaldas ¿Es suficiente o se necesita más?
—Entiendo —soltó mi interlocutor, tragando saliva.
—No haga caso de mi mala fama, Abad. Pero el que me busca de malas maneras obtiene lo que se merece.
—Su nombre no fue elegido en vano, es todo lo que sé. Y supongo que es mejor no preguntar por el otro niño.
—No.
—Ni el resto de los hombres que lo acompañaban.
—LOS restos, más bien.
El monje calló por el resto del camino.
El patio estaba bien cuidado, pero desierto. Demasiado desierto para mi gusto. Indra descansaba en el mismo bolso que había desenterrado, incómodamente lejos de mi mano.
—Deme un momento, señorita Kali —pidió el Abad al entrar en la pagoda.
Se lo concedí. Volvió con un pergamino lleno de polvo, que sopló con suavidad. Se colocó unos lentes de lectura, como para confirmar lo que estaba viendo, y luego me miró. Sonrió, por primera vez.
—¿Qué hay de gracioso?
—Su regreso siempre está asociado a calamidades. ¿Cómo pudo aceptar portar semejante nombre?
La sonrisa, la frase, formaban un koan imposible de entender. Tal vez intentaba hacerse el interesante.
—Sígame —ordenó, con voz suave pero segura.
Bien, el caso es a medida que nos adentrábamos en el templo, aquello parecía cada vez menos un lugar de meditación y más un cibercafé con toques orientales por aquí y por allá. Varias hileras de computadoras y laptops estaban casi todas ocupadas, y por gente de lo más variopinta: monjes y profanos de rasgos orientales, hombres occidentales en sus treintas y cuarentas, enfundados ellos en todo tipo de vestimenta, desde hábitos hasta shorts cargo y camisas hawaianas...y les juro que vi a alguien sospechosamente parecido a Edward Snowden al final de la fila de la derecha. En su máquina sonaba la canción más repetida del 2017: Despacito.
—Nadie lo diría, ¿eh? —dijo el Abad, guiñándome un ojo. Nuestra oferta de estudios cien por ciento espirituales no estaba dando el fruto que queríamos...así que tuvimos que innovar. Claro, los votos de castidad y de silencio se siguen respetando dentro del monasterio...aunque no afuera.
Y otra vez esa maldita guiñada de ojo.
—¿Y tu nombre es, señor Abad...?
—Qu Go Linn. Y antes de que preguntes, fui elegido de acuerdo con los ritos tradicionales.
El monje no era tan idiota, después de todo. Sabía adelantarse a los acontecimientos.
—Bien. ¿Sigues sirviendo a la Orden?
Me miró con extrañeza.
—¿"Sirves"? ¿En tiempo presente?
Sus pupilas dilatadas sugerían que algo grave había ocurrido: un montón de mierda de la cual no tenía ni idea en ese entonces.
—Oh… ¿Nadie te ha contado nada? —volvió a preguntar.
—Maestro Qu...yo abandoné el Tíbet cuando Cristóbal Colón no era más que un niño jugando en Génova. ¿Qué pasó con el Consejo de los Inmortales? ¿Se sabe su paradero?
—Sí...suponiendo que dispongas de una pala, una linterna y mucho tiempo libre.
—Estoy hablando de TODO el Consejo.
—Yo también —afirmó. La expresión del Abad se había vuelto sombría.
Caminando, llegamos a la sala de lectura de una biblioteca, tan atestada de libros antiguos que el moho hasta podía servir de prueba arqueológica. El Abad guardó el pergamino en una caja de metal, disimulada dentro de una supuesta enciclopedia. Una decena de otros papeles (al menos) descansaba en ella.
—Es mejor que te sientes —Pidió con su voz sosegada.
—¿La historia es muy larga?
—Algo así.
Qué diablos, el lugar era tan viejo que el techo y las paredes tenían manchas de lámparas de hulla del 1800. Aunque claro, ahora habían sido sustituidas por tubos fluorescentes.
—Pues bien, empecemos con la lección —dijo Qu, con una expresión neutra en su rostro regordete.
—Soy todo oídos.
—Volvamos hacia fines de la década de 1930.
—¿Es necesario que...?
—Sí —cortó—. Supongo que sabes que los nazis tenían ideas científicas y religiosas muy diferentes a las occidentales. Creían que la historia del planeta se daba en ciclos de miles de años de esplendor y catástrofes, evoluciones e involuciones de las razas, lunas que se precipitaban sobre la tierra y demás. Y que ellos eran la raza elegida de lo que llamaban el cuarto ciclo, o, mejor dicho, que ellos eran los elegidos para preparar y provocar su advenimiento.
—No difiere tanto de los que nos enseñaron los Jardineros, aunque claro...
—Los Jardineros nunca hablaron de matar a judíos y gitanos, ni de destruir este mundo para hacer posible el siguiente —adivinó pasmosamente el Abad.
Le sonreí. El monje no había malgastado su tiempo en la tierra.
—Ni de sacrificar a todas las ciencias y religiones conocidas en el proceso —prosiguió Qu—. La tragedia de todo esto fue que esa gente, que al principio compartía una misma manera de pensar con nosotros, se convirtió en nuestra peor enemiga. Aunque para ese entonces, una buena parte de la orden los apoyaba activamente. Hasta mi abuelo era simpatizante de esos tipos —hizo un gesto de degüello con un dedo—; eso fue hasta que lo mataron.
—¿Luchas internas? —mencioné con todo el tacto que pude. Es decir, no mucho.
—Sí, y de las buenas. Cierto grupo de inmortales vio las incongruencias, los pequeños pecados mortales, desde el principio, y decidieron mantener contacto con los poderes aliados. Por supuesto, los franceses no eran tan místicos como los nazis, así que entre su orgullo y el desdén que sentían por los consejos de la Orden, fueron invadidos sin piedad. Los belgas y los holandeses ni siquiera intentaron entender lo que queríamos decirles.
—¿Y los rusos? ¿Cuál es la historia oculta?
—Bueno, eso es una historia completamente diferente. Y yo no soy la persona mejor calificada para contestártelo, así que por ahora seguiré con lo que te estaba contando. Como los militares y políticos aliados no nos hacían mucho caso, decidimos intervenir en su carrera tecnológica, a fin de que superaran a los alemanes en su propio juego. De alguna manera, los científicos y matemáticos nos prestaban mucha más atención que quienes podían decidir la suerte de una batalla.
—¿Qué métodos usaron? ¿Seudónimos? ¿Cartas misteriosas? ¿Portavoces?
—Prácticamente inventaron la máquina decodificadora de mensajes, la Bombe. Y la computadora COLOSSUS (2). ¿Recuerdas a Mercurio?
Levanté las cejas.
—Sí, siempre pareció un ser…muy tranquilo.
—Pues fue él quien ayudó al señor Alan Turing a romper los códigos alemanes. Se metió en su habitación en Betchley Park mientras él dormía, dando solución a un par de ecuaciones que lo traían de cabeza. Como te mencioné, la Orden no se podía manifestar de la misma manera que lo hacía ante los nazis, a cara descubierta. Los médiums no nos servían, y sé que la hipnosis no fue considerada lo más adecuado para convencer a gente tan racional como los estadounidenses y británicos.
—Supongo. Habríamos creado otro grupo de los místicos que creían saberlo todo. Tal vez hasta más peligroso.
—Correcto. No pudimos hacer mucho al principio. La porción más poderosa de la Orden estuvo del lado de Hitler hasta el 41. Luego, ese loco poseído terminó de pervertir todo lo que se le había enseñado desde el Tíbet. ¿Llegaste a ver a Odín en alguna ocasión?
—Una sola vez, durante la plaga de la peste negra en 1372. Fue cuando esa cosa se salió totalmente de control.
—Básicamente: si ves al jefe máximo en tu sede, es que todo está bastante jodido. ¿No?
La grosería salió de los labios del monje con la misma naturalidad que uno esperaría encontrar en cualquier hombre de la calle. Sin duda, las cosas habían cambiado mucho en los últimos tiempos.
—Pues bien —prosiguió Qu— Odín mismo tuvo que hacerse presente para zanjar la cuestión. Decidió que a partir de ese momento la Orden debía ayudar a los aliados, y quienes ayudaran a los nacionalsocialistas debían retirarse de ella.
Suspiré. Mi expresión debió ser bastante reveladora, supongo.
—Muchos inmortales se sintieron como tú te sientes ahora. Pero la orden de Odín fue tajante. Los pro-alemanes intentaron armar una revuelta, pero fracasaron y tuvieron que exiliarse.
—¿Fue ahí que dejó de existir...?
—No —se anticipó el Abad—, pero allí se perdió una buena parte del potencial de la Orden. El resto, tuvo que tratar de cambiar la historia. Y lo logró. Aunque, supongo, muchos no se sentirían muy orgullosos al tener que entregar...joyas como los secretos del átomo.
—¿Y qué fue de los del bando nazi?
—Algunos abandonaron Alemania, por medio de una espía a la que llamamos La Hechicera. Muchos, descastados de la Orden, prefirieron dejarse destruir por las bombas y las balas, antes que vivir para siempre desperdigados por el mundo. Algunos pocos, por lo que se sabe, todavía están por allí. Pero eso no importa ahora. El mundo empezó a adorar a la tecnología como a su Dios, y los ingenieros, científicos e inventores fueron sus nuevos mesías.
Me encogí de hombros.
—Cosa que, por otra parte, era inevitable —especulé—. O creábamos otro grupo de fanáticos paganos como los nazis, o dejábamos al mundo caer en el materialismo. No hace falta ser un genio para darse cuenta.
—Esperaba que fueras a decir que los seres humanos son muy básicos —dijo el Abad.
—Duales, más que básicos. Todo lo interpretan como si fuera blanco o negro.
—No puedo decir nada que aclare más el punto. Pero entonces —hizo una pausa significativa— tenemos que saltar a 1999.
—¿La Orden no hizo nada importante durante la guerra fría?
Qu movió las manos hacia arriba, como dando a entender que no sabía esa parte de la historia.
—Salvo impedir una guerra nuclear en tres o cuatro ocasiones...no, creo que no. Pero déjame que te cuente como fue ese día. Los chinos solían hacer sobrevuelos en esa época. Podías estar en medio de una meditación, y ¡bum! sonaba el estruendo de un caza Shenyang rompiendo la barrera del sonido a unos pocos cientos de metros sobre tu cabeza. Los ejercicios militares eran comunes en esa época. Así fue como, una mañana de diciembre, no nos extrañó en lo más mínimo ver tres helicópteros con la estrella amarilla y roja yendo en dirección hacia Kunlún. Pero no eran chinos. Se trataba de Spetsnaz, comandos rusos de élite.
—¿Eh? ¿Qué diablos hacían comandos rusos en esta zona? ¿Y cómo sabían la ubicación del templo de la Orden?
—Piensa un poco. ¿Qué tanto conoces sobre la Unión Soviética? ¿O sobre la Federación Rusa? ¿Crees que fueron los comunistas quieren ejercieron el poder real durante casi 70 años?
—No estás contestando mi pregunta, Abad.
—Lo que importa, Kali, son los resultados. Esos tres helicópteros, llenos de militares rusos, gasearon todas las entradas del templo, una por una. Ustedes podrán tener una vida muy larga, pero no son inmunes a todo. Y una espada no es rival para un fusil kalashnikov.
—¿Pero con qué fin hicieron eso?
—Dedúcelo tú misma.
De repente la imagen se hizo clara en mi cerebro. El Códice, el libro sagrado que los jardineros habían dejado a nuestra custodia. El libro que guarda el secreto de nuestra genética. Las siete trompetas, las llaves del Apocalipsis de los humanos. Todo eso y mucho más.
—Pero es imposible que...
—En ese entonces no lo sabían, me supongo. Lo raro es que, fuera quien fuera, haya tardado tanto en ir a buscarte.
—¿Entonces? ¿¡Lo robaron!?
—Si te sirve de consuelo, sólo dos de los comandos spetsnaz salieron vivos del asalto. Y todos los que podían descifrar el códice prefirieron ser eliminados, antes que traicionar esos secretos.
"Esto no puede ser cierto", pensé por unos segundos, antes de poder aclarar mi mente. Pero si lo era…
—Es decir...que ahora queda una única guardiana —me señalé con el dedo.
—Exacto.
—¿Y se puede saber quién es mi enemigo?
—Tendrás que descubrirlo tú misma.
—¿Cómo?
Qu Go Linn cerró los ojos un momento.
—Humm... La Sociedad Teosófica (3) pasó algunos datos a la Orden a mediados de 1920, si mal no recuerdo. Sabemos que hay una niña inmortal que nació en Rusia a finales del siglo XIX. Que fue discípula de Rasputín, y protegida de los Romanov. Una manipuladora nata, experta en las artes del hipnotismo, y sin compasión alguna por nadie.
—Jod...
—Estate dispuesta a re-aprender todo lo que supuestamente sabes sobre Anastasia Romanova.
La temperatura en el salón parecía haber bajado diez grados.
—¿Y quién va a enseñarme cómo encontrarla?
—La Hechicera es la indicada. Dame unos segundos.
Qu-Go Linn se levantó de su posición de loto con gracia felina, y se dirigió hasta un estante polvoriento. De verdad que el servicio de limpieza de ese lugar dejaba mucho que desear.
—¿Vas a buscar su dirección en otro pergamino?
—No —dijo—. A continuación, sacó un falso manual de magia, con otra caja de metal guardada dentro. Abrió un paño de terciopelo púrpura...y sacó un teléfono celular de adentro.
—¿Qué esperabas? —soltó al ver mi cara—; luego gritó, en perfecto inglés: ¡Edward!
—¿Qué desea, señor Wong? —contestó el otro, sin bajar el volumen de la música.
—¿Señor Wong?
—Es el ayudante del Dr. Strange —aclaró el monje. La referencia parecía molestarle.
—¡Pero eres como el de las películas, no el de los cómics! —aclaró por su parte el otro—. ¡Todo un maestro!
—Déjate de cháchara, o yo mismo voy a entregarte ante el gobierno de tu país. Busca el paradero de LH.
Juro que no habrán pasado más de diez segundos, cuando el hacker dijo:
—La tengo.
—Bien, Edward. Kali, déjame que te pase el Facebook de La Hechicera y su ubicación. ¿Tienes un teléfono inteligente a mano?
—Yo...no soy de usar esas cosas.
—Bien por la niña —apoyó una voz al fondo de la sala de computadoras.
—Pues bien... —se rindió el Abad, apoyándose la mano en la cara de una forma muy teatral—. Que alguien me alcance un pedacito de papel y un bolígrafo. ¡Tengo que pasar unas coordenadas a una niña MUY anticuada!
Antes de que pudiera contestarle lo que se merecía, me hizo una última advertencia. Sus ojos lucían más serios que nunca.
—Pero por lo que más quieras, no confíes demasiado en los acólitos de La Hechicera. ¿De acuerdo?
Notas al pie:
(1) Highlander es una saga de películas y series, que cuenta la historia de los inmortales, guerreros humanos que solo pueden morir mediante la decapitación, y que han existido desde tiempos inmemoriales. El destino final de los inmortales es combatir en duelos para alcanzar el Premio, que sólo obtendrá el vencedor del duelo final. La naturaleza exacta del Premio no queda clara, aunque parece consistir en un poder y sabiduría que permitiría al ganador guiar al mundo a una nueva era de paz (u oscuridad), dependiendo de la naturaleza del vencedor.
(2) La computadora COLOSSUS fue una de las primeras computadoras digitales, usada mayormente para romper los códigos de las comunicaciones alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a ser muchas veces más potente que otras máquinas usadas para decodificar mensajes (como las Bombe) todavía ocupaba el espacio de una habitación entera, y pesaba cinco toneladas.
(3) La Sociedad Teosófica es una organización internacional fundada en 1875. Según la cofundadora y figura de referencia del movimiento, Helena Petrovna Blavatsky, se trataría de «una sociedad para la búsqueda de la sabiduría divina, sabiduría oculta o espiritual». La teosofía tiene como uno de sus objetivos el estudio comparativo de la Religión, la Ciencia y la Filosofía, con el objetivo de descubrir la enseñanza fundamental en cada una de ellas. Madame Blavatsky es considerada una de las figuras clave en el resurgir del esoterismo en Occidente.