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Chapter 7 - 23 de Octubre

Cercanías del barrio Pinciano

Roma, Italia

A 5 kilómetros del Vaticano.

No se podía decir que los mellizos Camerotti fueran ineptos, al menos viendo la ubicación de la mansión donde vivían. Lugar alto, con buenas vistas al resto de Roma, control total sobre los caminos que llegaban al lugar, guardias, un helipuerto...

Con algo más de piedra y bastante menos de vidrio y acero, habría sido una excelente fortificazioni.

La llamada telefónica había sido un desastre. Esos chicos no daban la impresión de querer socializar; pero quién podía culparlos. Cuando les dije que iba recomendada por La Hechicera, se me rieron en la cara. O más bien, en la oreja. Con esas odiosas risotadas con acento. ¿Cómo pueden ingeniárselas los italianos para darle acento hasta a la risa?

No me dejaron más opción que recurrir al plan B.

Pongámonos en tiempo y lugar. Resulta que la chica Camerotti se llama Lucía, y ama el hockey. Por supuesto, el que tenga más de 600 años no quita que su cuerpo siga siendo pequeño, por lo que suele jugar partidos con jugadores junior muy excepcionales, en vez de adultos. De esta manera, siempre puede tener un desafío a su altura.

Así que ahora me había convertido en Erica Caruso, una joven promesa de nueve años, capitana del equipo HC Argentia de Milán. Con todo y su conjunto deportivo azul, con rayas blancas a juego.

Los guardias miraron dos veces mi foto antes de dejarme pasar, sin dejar las manos muy lejos de sus pistolas automáticas.

—¿Están asumiendo que debo ser blanca para apellidarme Caruso?

Un paréntesis. Como se imaginarán, tuve que recurrir a los servicios de los "amigos" de Qu-Go Linn. No pretenderán que yo sepa fabricar credenciales falsas, o hackear las redes sociales de una bambina con medio millón de seguidores. Todo eso vino desde China.

El caso es que logré convencerlos a duras penas. Logré esquivar la revisión de mi bolso haciéndome la indignada, y, ¡hey! ahí estaba Lucía, saludando en la entrada de la mansión. Indra dormía de manera indigna, escondida entre un montón de ropa, palos, y pucks de hockey. La melliza Camerotti me hizo señas para que entrara a la villa.

De repente, escuché un ruido agudo de motor a lo lejos, junto a una risotada que se me hacía conocida. Las protestas de Lucía no se hicieron esperar.

El motivo del desorden salió a mi encuentro. Mateo Camerotti estaba pisando el césped de la pista a toda velocidad, montado en un engendro de ruedas pequeñas, pintado en color gris militar.

Galante, el chico se detuvo a mi lado.

—¿La pesada de mi hermana te ha invitado a nuestra humilde casa?

Lo mire a él, luego a la moto enana que llevaba.

—Es una Aermoto 125 —aclaró—. La cúspide de la ingeniería motociclística de la Italia fascista. Especial para paracaidistas y locos, ja.

Confirmado. El varón de los Camerotti era un idiota a tiempo completo.

—Lucía va a estar feliz de verte. Pasa.

—No creo, pero gracias, Mateo.

—¿Tu nombre era...?

—Kali, Mateo. Kali. Sería mejor que tu hermana se hiciera presente. Y piénsalo bien antes de llamar a un solo guardia.

—¿Eres más rápida que una bala, Kali? —replicó. Parecía molesto—.

—Cuando uno de tus hombres se digne aparecer, ustedes dos ya estarán sin cabeza. Además, tu moto parece útil. ¿Te sientes con ganas de tentar a tu suerte?

Por supuesto, no obtuve repuesta del pichón de machito italiano. Lucía salió a mi encuentro, y...

—Tú no eres Erica. ¿Quién diablos...?

—Hagámoslo corto. Mi nombre es Kali, y ya hablamos por teléfono.

—Y te dije que te fueras a la mierda, puerca hindú.

—Y luego te reíste. Créeme que fue más doloroso oír esos chillidos en el teléfono, que todo lo otro.

Alcancé a ver por el rabillo del ojo que Mateo rebuscaba en una caja de metal, debajo del asiento de su montura. Al final, el muy animal sacó una pistola Desert Eagle, casi tan larga como su brazo. Era imposible que pudiera disparar eso de manera controlada.

Reí.

—¿Intentando compensar algo, tal vez?

—Sólo hace falta un tiro bien colocado con esta belleza, Kali. Calibre 357 Magnum. Capaz de terminar con cualquier discusión.

—Si tu intención fuese dispararme, no estarías mostrándome ese pedazo de metal brilloso con tanto orgullo.

—No somos tan animales, Kali, al menos no sin necesidad. Ahora, ven a acompañarnos al hall. No quiero estar al alcance de...oídos indiscretos.

Pues bien, si algo aprendí en estos siglos, es a no discutir mucho con un hombre armado. O, en este caso, alguien con el cuerpo de un niño.

El "hall" de su casa parecía más el vestíbulo de un teatro. Mármol en paredes y suelo, lámparas de bronce, una araña de cristal de proporciones mastodónticas en un techo que parecía estar a un kilómetro de distancia, y una escalinata con alfombra roja y todo. Dos imitaciones bastante aceptables de estatuas griegas terminaban de decorar la estancia, con todo y brazos faltantes.

La sencillez en su máxima expresión, ya saben.

—¿Qué es lo que quieres, hindú? —soltó Lucía, indignada.

—Saber cómo llegar hasta Anastasia Romanova. Nada más.

Otra vez esas malditas carcajadas. Y a dúo. Mateo apenas podía sostener el arma por la risa.

Lucía hizo una pausa para poder respirar. Luego, tosió.

—Que le debamos un favor a la anciana no nos obliga a tener trato con una...rinegatta insolente como tú. ¿No puedes simplemente arreglar las cosas por ti misma, y dejarnos en paz a los demás? No nos interesan ni tus rivalidades, ni tu honor, ni los jueguitos de poder de esa rusa maniática.

—¿O sea, que prefieren seguir comportándose como unos arrogantes malcriados y llenos de lujos, más de seiscientos años después de la muerte de sus padres? Y YO pensaba que estaba estancada en el tiempo...

Mateo intervino. Ya no sonreía.

—No te atrevas a menospreciarnos, Kali. Fuimos nosotros quienes convencimos a Bartolomeo Beretta a dedicarse a fabricar arcabuces, allá por 1526. Y hemos ayudado a su empresa desde entonces, convirtiéndola en una de las armeras más prestigiosas del mundo. Hemos visto caer papas, monarcas, generales —su rostro se conmovió— y hasta al Duce. Así que cuida tu boca antes de...

Lucía detuvo el resto de la frase con una tosecita. Se aclaró la garganta antes de hablar.

—Puedes viajar a Rusia tú misma, y con un poco de suerte tal vez te congeles en el camino, perra asiática amante del caos. Pero no vengas a darnos lecciones de moral. ¡Vete! ¡¡Vete de una puta vez!!

La cara de Lucía ya estaba roja de la rabia. Mateo, pensativo, decidió intervenir nuevamente.

Aspetta un attimo, hermanita. Antes que empiecen a desgarrarse los soutienes, te aconsejaría que pienses en una cosa.

—¿Qué? ¿Acaso vas a defenderla o algo por el estilo? ¿De repente te gustan las hindúes?

—No, no. Sólo digo que podríamos hacerle un favor a la rusita, que nos haga quedar bien. Y luego cobrárselo. ¿Entiendes a qué me refiero? —acto seguido, guiñó un ojo—. Ya sabes, el barco…

El rostro de la melliza cambió. Mis posibilidades parecían haber mejorado con la intervención de Mateo.

—Puedo hacerme una idea de ello... —dijo ella, de mejor ánimo ahora.

Bien. Tal vez no fueran unos idiotas, después de todo.

—Kali, tenemos una oferta para tí —prosiguió él.

—Soy toda oídos.

—Digamos que cambiamos de idea —explicó pausadamente—. Decidimos mandarte a Rusia como rehén al cuidado nuestro. Así que escucha.

—Ok.

—Mañana zarpa un barco hacia Vladivostok, lleno de ilegales y al mando de un traficante chino. Es un ex pesquero reconvertido, pero supongo que será lujoso para alguien como tú. Y, a cambio, sólo te pedimos que nos des tu espada. ¿Trato?

Recuerdo haber pensado: "Mierda. Mierda, mierda, mierda".

(¿Qué, acaso esperaban algo más elegante?)

—¿Cómo saben que tengo una espada?

—Es parte de la leyenda. La jodida inmortal que es un grano en el culo y siempre, SIEMPRE, va con su katana Muramasa a todos lados —lanzó Lucía, socarrona.

—¿Y bien? —terció Mateo. La paciencia no era su fuerte.

—¿Acaso te volviste completamente loco, intento de mafioso enano? ¡Si tanto quieres a Indra, ven a buscarla tú mismo!

Por unos segundos me arrepentí de haberle gritado. El italianito apuntó su cañón de mano hacia mí con una rapidez pasmosa. Como dicen por ahí, vi pasar mi vida ante mis ojos por un instante.

Bueno, tal vez no TODA mi vida.

El primer disparo erró mi tibia derecha por dos centímetros, levantando trozos de mármol del suelo. Algunos pedacitos hasta se me clavaron en el pantalón, de manera dolorosa.

El segundo disparo falló por más de medio metro, estrellándose contra el ventanal de la entrada.

Y mejor ni hablemos de los otros siete. Digamos que, si quieren hacer una remodelación exprés de su casa, la Desert Eagle es una buena opción.

Logré esconderme tras una estatua, aprovechando la confusión. Lucía hablaba con su hermano en un tono aterradoramente cariñoso.

—Te dije un montón de veces que esa arma es muy grande y potente para tus manitas. Ahora observa a una profesional en acción.

Una sola palabra ocupó mi mente.

"Corre"

En el fugaz instante que logré tener contacto visual, la Camerotti sacaba una pequeña pistola de su cartera, casi un juguete. Era menos de una cuarta parte que el pistolón de su hermano.

Diablos, que mal sonó esa frase...

En los diez metros que había desde las escaleras hasta la entrada, sentí no menos de cinco silbidos MUY cerca de mis orejas. Y una especie de golpe caliente, casi un pinchazo, en la espalda.

Mierda.

Ante mí estaba el jardín. Me moví en zigzag para no seguir dando un blanco perfecto a la perra de Lucía, mientras buscaba algo en qué escapar. La motito de Mateo había quedado al otro lado de la mansión, por lo que era un suicidio ir a buscarla. Así que...

Tuve que montarme por primera vez a un monopatín eléctrico.

Apreté un botón circular, esperando que fuera el de encendido. Tras dos segundos interminables, la cosa esa emitió un sonido agudo y encendió una serie de luces y números en la pantalla. Los guardias ya se estaban acercando.

Hora de sacar del bolso lo verdaderamente importante. Y deshacerse del resto.

Me dolía un poco el hombro, lo cual es normal cuando te han metido un pedazo de plomo en la carne de forma no consensuada, pero seguro que podía luchar contra unos matones faltos de entrenamiento y motivación.

El primero fue a cruzarse en mi camino, con el monopatín a máxima velocidad. Craso error. Sobre todo, si ves que una niña en conjunto de jogging saca una espada japonesa cerca de tu brazo.

La mano con la pistola cayó a mis pies, con tanta sangre saliendo por las venas aún cortadas, que mis zapatos deportivos casi resbalan. Pero no había tiempo de bailar encima de mi montura; un nuevo guardia se aproximaba, y éste, al parecer, tenía una pequeña metralleta Uzi en sus manos.

No estaba de ánimos para quedar hecha un colador esa mañana, así que tomé un shuriken de la bolsita que me había colgado al cuello, y le acerté en la frente. No obstante, esas cosas no son mortales, así que aproveché para acercarme y dejar que su cuello conociera las propiedades de Indra.

Tip del día: ¡Luego de usar una "estrella ninja", hay que correr o rematar! ¡Recuérdenlo siempre!

Un par de balas pasaron rozándome el pelo. Cuando me di la vuelta, divisé otro guardia más disparando hacia mi dirección. Y a Lucía, de seguro dándole buen uso a un segundo cargador.

Si quería seguir teniendo orejas, o cerebro, tenía que encontrar como esquivarlos.

Derrapé sobre el camino de entrada, torciendo mi rumbo. Dos impactos más rompieron el pavimento, en la posición donde debía haber estado (de seguir recto). La verja estaba a unos escasos quince metros de mi posición. Y con sólo un vigilante custodiando.

El hijo de puta sonrió, apuntando su pistola con cuidado. No pensó en lo que vendría después.

Ahora, pregunto: ¿Ustedes que harían en mi lugar, salvo tirarse al suelo desde un vehículo en movimiento, rodar, aprovechar la confusión, tomar el monopatín por el manillar y lanzarlo como un objeto arrojadizo, mientras un guardia cagado de miedo intenta embocarte un tiro en el instante en que te quedes quieta?

Bueno, pues yo hice exactamente eso.

No me entretuve mucho con el tipo; un golpe de Indra en su pecho bastó para abrirle un respiradero nuevo, y de manera totalmente gratis. Tampoco perdí tiempo en intentar abrir la verja con el control que —supongo— debía tener él a mano. Trepar era más práctico y directo.

Y entonces, el sonido de un motor de turbina empezó a oírse desde lejos. Oh, Dios.

¿Les dije que los Camerotti tenían un helicóptero en su mansión? ¿No?

Pues bien. Lo tenían. Un helicóptero ligero artillado, de cuatro plazas.

Artillado, para los que no entiendan, significa que lleva por lo menos un arma. Y no me refiero a pequeñeces con munición de pistola, sino un arma POTENTE. Y RÁPIDA.

A correr. De nuevo.

El ruido de las aspas girando se hacía casa vez más fuerte. Esa cosa estaría despegando en cuestión de segundos.

Adelante mío había un olivar silvestre: a duras penas eso lograría mantenerme escondida. Pero la peor empresa es la que no se intenta, dicen. ¿O hay un dicho más moderno al respecto?

Me guarecí tras las copas de los pequeños árboles, esperando que desde arriba no se pudieran dar cuenta. El estruendo del aparato se acercó lentamente al olivar...pero no pasó. Se había detenido justo encima de mí.

¿Tan mal me había escondido? ¿O acaso los Camerotti tenían alguna especie de super vista?