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Chapter 2 - Dos

LEON no había pensando en ningún sitio en particular. Durante los dos últimos días, no había pensado en nada... excepto en ella. Había ido a Crawford, a la presentación previa a la subasta, para ver los cuadros a los que todo el mundo quería echarles el guante, pero se había encontrado con que quería echarle el guante a otra cosa completamente distinta, a la estrecha cintura y bien formadas caderas de la mujer de lustroso cabello cobrizo ensimismada con unos cuadros de los que él, de repente, se había olvidado.

Tras unas discretas preguntas, se había enterado de que ella era la elegida

por la galería London City Gallery para realizar la restauración de los Rénard.

Por una vez, el destino había jugado a su favor. Al ser necesario que se la investigara, le había parecido lo mejor quedarse para la subasta y así realizar la investigación personalmente.

Leon la observó mientras caminaban, ajeno al ruido de los taxis y autobuses en la cálida noche de junio. El vestido de seda negro le sentaba mucho mejor que la descuidada indumentaria del día de la presentación y el cabello, en vez de llevarlo

recogido, le caía sobre los hombros. Esa noche, el aspecto de ella encajaba con la clase de corta y satisfactoria aventura amorosa que él tenía en mente.

–Elije tú –respondió Leon al tiempo que se daba cuenta de que habían llegado al final de la calle y aún no había contestado a la pregunta de ella de adónde iban.

Cally, cada vez menos segura de lo que estaba haciendo, miró a su alrededor y decidió que cuanto antes acabara aquello mejor.

–El primer bar que nos encontremos. Al fin y al cabo, lo importante es que sirvan bebidas, ¿no?

Leon asintió.

– D'accord.

Al doblar la esquina, Cally vio un letrero luminoso: Road to nowhere.

–Perfecto –declaró Cally en tono retador. Quizá fuera algo insalubre, pero al menos era lo suficiente ruidoso para no correr el riesgo de una larga conversación en la intimidad de una mesa para dos.

Leon alzó la cabeza en el momento en que una pareja de jóvenes salía por la puerta y comenzaban a devorarse el uno al otro contra el ventanal, y controló una

sonrisa maliciosa.

–Me parece bien.

Cally le miró, dudando que hablara en serio. Después, se arrepintió de haberlo hecho ya que aquel rostro imposiblemente hermoso bajo la luz de las farolas de la calle hizo que el cuerpo entero le picara.

–Fabuloso. Y por suerte, mi hotel está a dos calles de aquí –dijo ella tanto

para convencerse a sí misma de que volvería a su hotel después de una copa como

para recordárselo a él. 

–Estupendo.

Cally tragó saliva cuando pasaron justo al lado de la pareja, que aún seguían

sin respirar, y entraron en el bar.

El local estaba muy oscuro, había una cantante y varias parejas en una pista

de baile.

«Una idea genial, Cally. Esto es mucho mejor que un bar tranquilo», se dijo a sí misma en silencio con sarcasmo.

–¿Qué prefieres, un Orgasmo a Gritos o una Arremetida de Piña?

–¿Qué? –Cally se volvió y sólo sintió un ligero alivio al ver que Leon estaba leyendo lo que ponía en la carta que había agarrado de la barra del bar.

–Agua mineral, gracias –respondió ella.

Leon arqueó las cejas con expresión de censura.

–Está bien –se retractó Cally al tiempo que echaba una ojeada a la carta–. Creo que voy a tomar... un Veneno de Cactus.

¿Hacía cuánto que no bebía alcohol? Una copa de vino en el bautismo de su sobrino, en enero. La verdad era que tenía que salir un poco más.

Leon se quitó la chaqueta y pidió dos copas de lo mismo; y, sin saber cómo, consiguiendo parecer encajar en aquel establecimiento. Ella, por el contrario, cruzó

los brazos a la altura del pecho sintiéndose excesivamente bien vestida y cohibida.

–En fin, no me digas que vienes aquí constantemente –dijo Cally, maravillándose de la prontitud con que había llamado la atención de la camarera; aunque, pensándolo bien, podía comprender por qué.

–Bueno, vendría si pudiera, pero vivo en Francia. ¿Y tú, qué disculpa tienes?

Cally se echó a reír, relajándose ligeramente mientras se sentaban a

una mesa.

–Yo vivo en Cambridge.

–¿Quieres decir que no sabías que este bar estaba a la vuelta de la esquina?

–No, no lo sabía –Cally negó con la cabeza.

Entonces, Leon alzó su copa.

–¿Por qué quieres que brindemos?

Cally se quedó pensativa un momento.

–¿Por descubrir que trabajando duro, al final, no se obtiene recompensa; en

cuyo caso, por qué molestarse?

Quizá por la compañía o por la atmósfera, se dio cuenta de que quizá debiera hablar de ello. Esperaba que fuera eso y no que no podía pasar cinco minutos sin hablar del trabajo.

Leon chocó su copa contra la de ella y los dos sorbieron el líquido verde amarillento.

–Así que no te han salido bien los planes esta noche, ¿eh? –aventuró Leon.

–Más o menos. La London City Gallery había prometido darme el trabajo de

restauración de los Rénard si los adquiría. No ha sido así.

–Podrías ofrecer tus servicios a quien los ha comprado.

Según el tipo que ha hecho la transacción por teléfono, los ha comprado un coleccionista particular anónimo –respondió ella sin poder ocultar una nota de

resentimiento.

–¿Y por qué no iba a encargarte la restauración un coleccionista particular?

–Me lo dice la experiencia. Aunque lograra averiguar quién ha comprado los cuadros, lo más probable es que esa persona contrate a alguien que ya conozca o al equipo que lo haga más rápido. Para los ricos, el arte es como un Ferrari o un

ático en Dubai, algo de lo que presumir, en vez de algo de lo que todo el mundo

podría disfrutar.

Leon se quedó muy quieto.

–Entonces, si se pusieran en contacto contigo, ¿tu ética profesional te

impediría que hicieras la restauración de los Rénards? Cally volvió la cabeza, la emoción hacía que le picaran los ojos.

–No, no me lo impediría.

No, jamás podría rechazar la oportunidad de trabajar con unas pinturas que habían cambiado su vida, a pesar de que esa vida no parecía conducir a ninguna parte en ese momento.

Cally miró hacia el frente y sacudió la cabeza, avergonzada por su admisión.

–Sería tonta si, presentándoseme la ocasión, la rechazara. Restaurar los

Rénard me daría fama a nivel mundial.

Leon asintió. Así que, a pesar de la impresión que había dado el día de la

presentación de los cuadros, lo que ella quería era ser reconocida en todo el mundo. Naturalmente, pensó con cinismo, ¿qué mujer no lo quería? Y a pesar de haber dicho que no quería hablar de trabajo, cosa que no había hecho, no parecía más capaz de cumplir su palabra que el resto de los miembros de su sexo. En fin, sólo había una manera de asegurarse de ello.

Leon se recostó en el respaldo del asiento.

–Dime, ¿la primera vez que has visto los cuadros ha sido en la presentación?

Cally tembló.

–Yo... no pensaba que te hubieras fijado en mí ese día.

Leon esperó a que ella levantara la mirada para encontrarse con la suya.

–Claro que me fijé en ti, fue entonces cuando decidí que quería hacer el amor contigo. De hecho, ése ha sido el motivo de que fuera a la subasta.

Cally, perpleja por la osadía, se lo quedó mirando boquiabierta; al mismo

tiempo, una traicionera excitación le recorrió el cuerpo, lo que le sorprendió más que las palabras de él.

Palabras que le dijeron, por increíble que pareciese, que la había deseado incluso vestida de ella misma, no sólo disfrazada con ese vestido para no desentonar en el mundo del arte. Un mundo del que, a pesar de haber creído lo contrario, tampoco formaba parte.

¿Y él había ido allí esa noche solamente por ella? ¿Era eso posible? ¿No resultaba obvio que carecía del gen sexual, o lo que fuera que la mayoría de las mujeres parecía tener? No lo sabía, pero, de repente, todas las razones que se le habían ocurrido para detestarle se vinieron abajo, igual que sus defensas.

–Debería marcharme de aquí ahora mismo.

–Pues márchate.

–Ah... aún no me he terminado la copa.

–¿Y siempre haces lo que dices que vas a hacer, Cally?

Estaba segura de que él marcaba su acento francés intencionadamente al

pronunciar su nombre, segura de que sabía que el estómago le daba un vuelco.

–No soporto a la gente que no cumple su palabra.

–A mí me pasa lo mismo –Leon la miró fijamente–. Sin embargo, hay cosas de las que no hemos hablado, como, por ejemplo, si la copa incluye un baile.

Cally respiró profundamente al mirar a los cuerpos juntos en la pista de baile moviéndose con paso lánguido cuando la cantante comenzó una interpretación de Black Velvet.

–¿Lo dices en serio?

–¿Por qué no? ¿No es aprovechar el momento una de las maravillas de la

vida que el arte celebra?

El arte, pensó Cally. Una celebración de la vida.

¿Cuánto tiempo hacía que lo había olvidado, que no se permitía vivir? Le absorbió con la mirada: el cabello rubio oscuro le caía sobre la frente, unos ojos con

fuego que la aterrorizaban y la excitaban simultáneamente... Y por una milésima de segundo, pensó que no había perdido nada aquella noche.

Cally le ofreció la mano y le respondió con una voz que no reconoció como suya.

–Te tomo la palabra.

Tan pronto como se puso en pie, el alcohol se le subió a la cabeza y cerró los ojos, respirando profundamente.

El aire era espeso y los compases de la música

hicieron que vibrara todo su cuerpo. De adolescente, le encantaba aquella canción.

David la había odiado. ¿Por qué no había vuelto a escucharla desde entonces?

–Vamos –Leon le puso la mano en la cintura y la atrajo hacia sí sin darse tiempo a reflexionar si aquello era buena idea o no. La deseaba con una pasión que le crispaba. Le observó la boca mientras ella seguía la letra de la canción con los labios y se preguntó si, por primera vez en su vida, iba a ser incapaz de obedecer

sus propias reglas.

La letra de la canción le llegaba al alma. Él le llegaba al alma. Nunca había conocido a nadie como él. Le conocía de hacía cinco minutos y, sin embargo,

aunque pareciera un tópico, era como si ese hombre la conociera mejor que se

conocía a sí misma. Encontrarse pegada a él, oliéndole y tocándole, era intoxicante.

Pasó las manos por la musculosa espalda, las entrelazó detrás de la nuca de Leon y permitió que la tensión abandonara su cuerpo y que éste siguiera los movimientos de los de él.

–¿Te he dicho que te encuentro muy atractiva? –le susurró Leon al oído, la

calidez de su aliento haciéndola arder.

No le cabía duda de que Leon estaba acostumbrado a eso. Por ese motivo era una locura. Nunca había hecho nada parecido en toda su vida y no sabía a qué

estaba jugando.

Sin embargo, aunque la razón le decía que era una locura continuar, a lo único que podía prestar atención era a su cuerpo, pulsando de nuevas y exigentes sensaciones.

–¿Te he dicho que te encuentro muy atractivo? –murmuró ella con

nerviosismo, contenta de no poder verle el rostro, esperando que él no notara que le temblaba todo el cuerpo.

–No –respondió Leon en voz muy baja, acariciándole el oído con los labios–. No, no me lo habías dicho.

Cally no podía soportarlo. La boca de Leon estaba haciendo estragos en su

sensible piel. Tenía que besarle. De verdad.

Temblando, le puso las manos en la cabeza y se la volvió hasta que sus rostros estuvieron frente a frente, sin saber de dónde había sacado el valor para hacer aquello. Lo único que sabía era que quería

besarle.

Los labios de Leon le acariciaron los suyos con dolorosa lentitud; después, se abrieron con pasión. Leon sabía a decadencia, como el chocolate negro y la canela. Él le acarició la espalda suavemente, deteniéndose en la curva de sus nalgas. Era la clase de beso que no habrían podido darse en un elegante bar.

Se quedó atónita al darse cuenta de que tenía mucho más que ver con la exhibición que había presenciado en la calle justo antes de entrar; no obstante, para su sorpresa, reconoció que quería más. Se dijo a sí misma que se debía a la carga erótica de aquella música mezclado con el hipnótico aroma de la colonia de él. Pero aunque echara la culpa a fuerzas externas, lo realmente explosivo era besarle. De

repente, se olvidó de todo, de que acababa de conocer a ese hombre, de que era seguro que sufriría una desilusión, de que aquello sólo podía conducir al sufrimiento... porque el deseo que sentía era sobrecogedor, y él parecía sentirlo

también.

–¿Quieres que nos vayamos de aquí?

Cally respiró profundamente.

–Sí.

Así que, pensó Leon luchando contra su propio deseo, ahí estaba la prueba

de que no se podía confiar en la palabra de esa mujer. Ésa era su regla.

Cally tenía las mejillas encendidas y el corazón le palpitaba con fuerza

cuando Leon la sacó del establecimiento. Después, en la calle, paró un taxi.

Leon abrió la puerta y la sostuvo mientras ella se subía. Después, la cerró y

se quedó en la acera.

Cally bajó la ventanilla sin comprender.

–¿No nos íbamos?

–Tú, sí –respondió él con expresión seria–. Sólo querías una copa, ¿no,

Cally?

Cally sintió un calor diferente quemándole las mejillas mientras Leon le

indicaba al taxista con un gesto que se pusiera en marcha. Y, de repente, se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.

–¡Canalla! –gritó ella.

Pero el taxista ya se había puesto en marcha.