CON LA cabeza apoyada en la ventanilla del tren camino a Cambridge, bajo un fondo de rascacielos que pronto dio paso a verdes campos, Cally reconoció que jamás se había sentido tan avergonzada como en esos momentos.
Ella, Cally Greenway, casi se había acostado con un perfecto desconocido. Pero lo peor era que casi se lamentaba de no haberlo hecho. No, claro que no. De lo que se lamentaba era de que él la hubiera sometido a
semejante humillación al rechazarla... y también de no comprender el motivo.
¿Acaso había sido ella sola quien había sentido el ardor de ese beso y Leon se había dado cuenta de que ella sería un desastre en la cama? ¿O había sido todo parte de un juego en el que Leon había querido demostrarse a sí mismo que era irresistible y que podía conseguir que cualquier mujer abandonara sus principios
por él?
Cally pasó la semana siguiente preguntándose cuál de las dos teorías sería la
correcta y, al mismo tiempo, atrapada entre una reavivada falta de confianza en sí misma y renovada ira.
Al final, frustrada consigo misma por darle importancia, la ira ganó la partida. Debía alegrarse de haber salido ilesa y no debían importarle los
motivos del comportamiento de Leon, no era nada suyo y, con toda probabilidad,
no volvería a verle en la vida.
Entonces, ¿por qué pensar en esa noche y en el taxi la hacía sufrir más que haber perdido la posibilidad de restaurar los cuadros? Cally apretó los labios avergonzada. Era porque, hasta ese momento, había pensado que había perdido el trabajo de sus sueños.
Sin embargo, Leon la había hecho ver que de tanto centrarse en el trabajo había descuidado los demás aspectos de su vida. Sí, eso era. Que el hecho de saber que Leon nunca más volvería a rodearla con sus brazos la hiciera sufrir tanto demostraba que hacía demasiado tiempo que no salía con nadie y no veía a nadie, a excepción de su familia de vez en cuando.
Quizá debiera empezar a salir; sobre todo, ahora que tenía poco trabajo, pensó mientras iniciaba su ordenador para ver si tenía algún mensaje ofreciéndole
trabajo.
Estaba muy bien darle un impulso a su vida social mientras pensaba en qué
camino tomar, pero también tenía que ganarse la vida.
Tres mensajes nuevos. El primero era propaganda de un proveedor de materiales de pintura, que borró sin leer. El segundo era de su hermana Jen, que había vuelto de las vacaciones que había pasado con su familia en Florida y quería saber si el vestido negro que le había prestado le había dado tanta suerte como cuando ella lo llevó a una ceremonia de premios de periodismo y ganó el primer
premio.
Cally sacudió la cabeza, preguntándose cómo conseguía su hermana ser una profesional de primera, una esposa maravillosa y una madre ejemplar. Decidió
contestar con la mala noticia cuando se sintiera menos fracasada en comparación
con su hermana.
El tercer mensaje era de alguien con un nombre extranjero que no reconoció. Lo abrió con cierta aprensión y leyó:
Estimada señorita Greenway:
Su categoría como restauradora de cuadros ha llegado últimamente a oídos del príncipe de Montéz. SuAlteza desearía hablar con usted sobre la posibilidadde un trabajo. Si está interesada, deberá personarse enel palacio real dentro de tres días. Mañana se le enviarán
los billetes de avión, a menos que rechace esta generosa oferta de antemano.
Un saludo,
Boyet Durand, Representante de Su Alteza Real elpríncipe de Montéz
Cally parpadeó, incrédula al principio. ¿Un correo electrónico invitándola a
ir a una lujosa isla francesa? Entonces, ¿por qué no lo borraba inmediatamente,
consciente de que había trampa? Volvió a leer el mensaje. Porque no era la típica trampa. La persona que le había enviado el mensaje conocía su nombre y cómo se ganaba la vida.
Cabía la posibilidad de que alguien hubiera visto alguno de sus trabajos de restauración en alguna galería de arte pequeña y eso le hubiera llevado a examinar su página web, pero... ¿un príncipe?
Leyó el correo por tercera vez y, en esta ocasión, no se le escapó su tono arrogante. Si era auténtico, ¿quién demonios se creía que era el príncipe de Montéz para hacer que uno de sus lacayos la ordenase ir para decidir, una vez que ella estuviera allí, si quería encargarle un trabajo o no?
Cally abrió el buscador de Internet y buscó «príncipe de Montéz» en Wikipedia. La información que apareció era irritantemente escasa. No daba el nombre del príncipe, sólo decía que, en Montéz, el príncipe era el soberano y que el actual príncipe había llegado al poder hacía un año tras la muerte de su hermano Girard en un accidente de coche a los cuarenta y tres años de edad, dejando una
viuda, Toria, pero ningún hijo.
Entonces, recordó haber visto las fotos de una boda real en las portadas de
las revistas el año anterior, el año en que ella se había graduado; la noticia también se dio por radio.
Cally se sintió tentada de contestar que, por generosa que fuera la oferta, el
príncipe estaba equivocado si pensaba que ella podía encajar en su apretada
agenda un viaje a Montéz con tan poco tiempo de antelación. Pero la verdad era que él no se había equivocado. ¿No estaba preocupada por tener tan pocas perspectivas de trabajo por el momento?
Por eso decidió esperar a que le enviaran el billete, si lo hacían... Pero a la mañana siguiente, a primeras horas, sonó el timbre de la puerta de su casa. Dos días después, oyó la voz del piloto pidiendo a los pasajeros que se abrocharan los cinturones de seguridad porque estaban a punto de aterrizar en la
isla.
La única vez que Cally había ido a Francia fue en un viaje de un día a Le Bouquet en el ferry, cuando todavía estaba en el colegio, y habían pasado el día en un aburrido hipermercado. Siempre había tenido deseos de ir a París y ver la torre Eiffel y las galerías de arte, pero por un motivo u otro no lo había conseguido. Por eso, cuando bajó salió del avión y se encontró con una vista increíble del mar, montañas y tejados de teja roja, tuvo sensación de estar viviendo algo irreal.
Y por primera vez en años, se vio presa del deseo de sacar el bloc de dibujo y ponerse a pintar. Un deseo que aumentó cuando el vehículo particular se detuvo delante de un palacio increíble. Era casi como una pintura, pensó mientras el chófer le abría la portezuela del coche.
–Por favor, mademoiselle, sígame. El príncipe la recibirá en la salle de bal.
Mientras cruzaban un impresionante arco, Cally frunció el ceño tratando de
recordar, por el poco francés que había aprendido en el colegio, a qué sala se había
referido.
Él debió de captar su expresión de perplejidad. –Creo que ustedes lo llaman sala de fiestas.
Cally asintió mientras atravesaban un atrio para luego subir por una
escalera color marfil con una alfombra roja en el centro.
De repente, se le ocurrió pensar en la hipocresía de sentirse tan impresionada con el palacio cuando el hombre que lo ocupaba era culpable de los excesos que ella detestaba. Y se sintió aún más avergonzada al mirarse la chaqueta y la falda negra acompañados de una camisa blanca y desear haberse puesto algo más... elegante.
¿Por qué le preocupaba la ropa con la que iba a conocer a un príncipe? Que él tuviera un palacio y un título no significaba que ella tuviera que comportarse de modo diferente a como lo hacía con el resto de sus clientes. Y él
sólo debía juzgarla por su profesionalidad como restauradora, pensó con gesto desafiante al tiempo que se llevaba el portafolio al pecho.
–Bueno, ya hemos llegado, señorita Greenway.
–Gracias –respondió Cally en voz baja cuando el hombre le indicó que entrara en la sala de fiestas. Tras lo cual, el hombre inclinó la cabeza y se marchó.
Tímidamente, Cally se preparó para recibir el impacto del magnífico suelo
de mármol, las extraordinarias paredes y las molduras del techo que podía ver desde el umbral de la puerta. Pero al adentrarse en la estancia, el quedo grito que escapó de su garganta se debió a una completa perplejidad.
Los Rénard. Colgados en el centro de una de las paredes, la pared opuesta a
la puerta. Corrió hacia los dos cuadros para examinarlos, temerosa de que fueran reproducciones; sin embargo, una rápida inspección demostró que su temor había sido infundado.
El corazón le latió con fuerza, aunque no sabía qué era lo que sentía exactamente. ¿Ilusión? Había querido descubrir la identidad del misterioso comprador anónimo con el fin de convencerle de que ella era la persona adecuada para restaurar esos cuadros.
Ahora, al parecer, él la había encontrado a ella. ¿O era horror lo que sentía? ¿No era el destino que había temido en relación a los cuadros, que acabaran escondidos en un palacio donde el público no podía verlos?
Cerró los ojos y se llevó las manos a las sienes en un esfuerzo por comprender la situación. Pero, al instante, una voz a sus espaldas lo interrumpió todo.
–¿Los reconoces?
Una voz que la hizo abrir los ojos al instante...
Leon. Bruscamente, Cally se volvió de cara a él. Verle casi la hizo desmayarse. Sí, era él. Insoportablemente perfecto, su impresionante físico aún más espectacular con el traje de chaqueta azul marino.
Intentó en vano entender la situación. Leon era un profesor universitario, ¿le
habían invitado para realizar un examen minucioso de los cuadros? Quizá aquélla
fuera una de esas desafortunadas coincidencias de la vida...
Pero mientras contemplaba esa sardónica expresión, como si estuviera
esperando a que su mente de escasas luces empezara a vislumbrar, de repente
comprendió que no se trataba de ninguna coincidencia. Había acertado en su primera apreciación de él en la galería de Londres: rico, cruel, con título nobiliario.
Lo que había sido mentira era todo lo demás. ¿Se llamaba Leon?
–Canalla.
–Eso ya me lo dijiste cuando nos conocimos, Cally. Sin embargo, ahora que puede que te ofrezca un trabajo, ¿no deberías ser más cortés?
¿Cortés? Se le revolvió la bilis.
–Bien, como ni por asomo voy a ser capaz de mostrarme cortés contigo, creo que debería marcharme, ¿no te parece?