Caminaba con desdén por las calles empedradas de algún lugar de Europa. Recuerdo que la ciudad se encontraba en ruinas y mucha gente se desplazaba en todas direcciones buscando un lugar donde refugiarse. Las miradas tristes y los pies arrastrándose sin ganas de seguir adelante, ellos sabían perfectamente en lo profundo de su ser que ya no había lugar en el mundo donde pudieran esconderse.
La guerra había arrasado sus vidas, todos tenían una herida en el alma que dolía más que cualquier corte en la piel. Esperanza, esa era una palabra que no conocían. Una palabra que perdió por completo el sentido, ante la abrumadora realidad ante sus ojos.
Por un momento mis pensamientos egoístas salieron en un carnaval de emociones que prefiero olvidar. Todos ellos sentían la misma miseria que yo. Por un momento me sentí feliz, los humanos tenían su merecido, eran tratados por su propia especie, de la misma forma que trataron a todas las demás en el transcurso de la historia.
Todos aquellos que debíamos vivir en las sombras, sentíamos la misma miseria todo el tiempo. No había un lugar al que pudiéramos llamar hogar. No había esperanza. Solo teníamos suerte de seguir existiendo. En aquellos días yo había caído muy bajo, se puede decir que, hasta este momento de mi vida, aquellos días se consideran el punto más bajo al cual he caído.
Me transformé en alguien completamente trastornado, mis pensamientos cínicos y llenos de desprecio por los humanos, me hicieron hacer cosas de las que después no me sentí orgulloso. Encontré entre aquellos refugiados, a mucha gente que me despreció algún tiempo atrás, así que simplemente me divertí con su dolor.
Cuando reflexiono de aquellos días, me doy cuenta de lo inmaduro que era, a pesar de ser un adulto, en cierto sentido, entendí que el tiempo no es necesario para determinar la naturaleza y/o madurez de alguien. Son el conjunto de situaciones que obligaron a esa persona a caminar el sendero de aquellas decisiones que tomó, tal vez sin estar consciente realmente de ello. Es difícil de entender en un principio. Ser una persona racional es difícil; jamás fue mi fuerte.
Justo cuando logré darme cuenta de mi error, fue demasiado tarde. Mucha gente murió en los bombardeos; el olor a muerte es un aroma tan desagradable que me produce malestar simplemente con recordarlo, una persona al morir desprende un aroma fugaz pero potente, es como si su alma gritara "Aquí estoy."
Cuando llegue a ese lugar antes de que la guerra lo alcanzará; el viento lloraba al cargar el peso de cientos de almas que se desvanecían en el crepúsculo. Era molesto pero tolerable.
El hombre bestia con el que había viajado un par de décadas atrás, me dijo que ese aroma a muerte se puede ignorar siempre y cuando no conozcas a quienes pertenece. Porque de esa manera su alma continua su ciclo sin interferir con nada. Esas palabras me dolieron cuando entendí su significado.
El problema radicó en que me quede con los refugiados el tiempo suficiente para conocerlos, en mayor medida fue con malas intenciones ya que solo me gustaba ver su dolor, eso, en cierto sentido, me termino llevando a empatizar con ellos, me veía reflejado en cada uno. Eso me molestaba, no pertenecíamos a la misma especie y aun así me veía como ellos. La noche que nos bombardearon, yo pude salir de entre los escombros al regenerarme lentamente después de ser incinerado repetidamente durante largas horas, mis extremidades incluso se quemaron hasta los huesos. Aquel dolor de ser quemado en una lluvia de fuego e impactado por decenas de proyectiles de las casas que volaban por los cielos en pedazos, nunca lo voy a olvidar. Mi cuerpo fue despedazado incalculables veces, al punto que la regeneración automática, dejo de ser rápida. Mi castigo por ser idiota, fue mantenerme consciente todo el tiempo.
No sé cuántas horas pasaron desde la primera bomba hasta que puede ponerme en pie por cuenta propia, solo sé que a donde moviera la mirada, solo habían llamas y un rompecabezas de cuerpos. Mi nariz se volvió loca; fue como recibir miles de golpes consecutivos en la nariz en un par de segundos, aquel dolor mental fue superior a ser quemado en el bombardeo.
La agonía de cada alma podía ser escuchada con tal claridad que la locura me invadió durante días. Mis manos no dejaron de temblar incluso después de un par de semanas.
Solo quería llorar en silencio dentro de un hueco en lo más profundo del desierto, allá donde nadie nunca jamás me encontraría, quedarme solo hasta el final de mis días, me sentí una basura todo el tiempo.
SI hubiera ayudado a esos humanos ellos podrían haber tenido vidas largas. Cientos de almas inocentes fallecieron a causa de mi propia ineptitud. Esos pensamientos eran 24/7 en mi cabeza.
El destino me llevo a vagar siguiendo un punto negro en el cielo, estoy seguro que era mi imaginación, era muy extraño. Mis pensamientos no eran claros, me sentía sin voluntad, arrastrando los pies, semidesnudo, sucio, con la mitad de mi rostro sonriendo y la otra mitad agonizando.
De vez en cuando me encontraba con enormes vehículos de acero que me atacaban y terminaba convirtiéndome en mi forma bestia completa. Aquellos soldados me miraban aterrorizados antes de ser aniquilados de una forma brutal, mis llamas blancas podían quemar todo, incluso en acero se volvía cenizas sin dejar nada a su paso.
Mi locura caía en la monstruosidad, no lo entiendo, incluso hoy en día. Siempre me vi a mi mismo como un monstruo, la gente siempre me acuso de ser un monstruo, y cuando realmente me transforme en uno, no se sentía natural. Me di cuenta de que ese jamás fue mi destino. Incluso si llegará a tener razones para hacerlo, no me gustaba la sensación.
Un día abrí los ojos en un campo despejado a un costado de unas vías de tren, aquellos trozos de metal traían consigo un leve aroma a sangre y sufrimiento. Por unos instantes paso por mi cabeza ir en sentido contrario, hasta que escuche el silbato del tren.
Detrás de él una nube imperceptible de muerte se arremolinaba. Quería huir y jamás volver a sentir ese aroma tan despreciable.
Cuando empecé a correr un grito silencioso llego a mí. Aquellos vagones llenos de humanos pedían que fueran liberados, fue como si la misma muerte me dijera que acabara con ese ciclo antinatural. Cuando paso de largo el último vagón, si el rostro de una niña pelirroja que lloraba, dos pequeñas alas de lagarto sobresalían de su espalda y los soldados intentaba arrancárselas. La escena fue una fracción de segundo, incluso apenas podía ver todo gracias a los barrotes del vagón.
Quise hacer caso omiso. Ya no quería problemas.
Sin embargo, ese grito silencioso volvió para atormentar no solo mis tímpanos, si no mi propia consciencia.
Cuando fui capaz de tomar control de mi propio ser, me di cuenta que ya estaba trepado en el tren, con la cabeza de uno de esos soldados en mi mano, todos me veían con cara de horror, todos menos aquella niña. No parecía tener más de cinco años, sucia y maltratada, en sus ojos vi un brillo de esperanza. Esa fue la primera vez que otro ser vivo me miro de esa manera, como si yo fuera alguien bueno. La porquería que yo era no merecía esos ojos llenos de fe.
Aquella tarde libere a todos los prisioneros sin verlos a la cara, me dedique a ser un monstruo y después seguir mi camino. A buscar un lugar donde pudiera estar en paz, donde ya no tuviera que usar la fuerza de nuevo.
Cuando me disponía seguir mi camino. Aquella niña se aferró a mi pierna, con lágrimas en los ojos me pedía que la llevará conmigo. Ella también era de otra raza, en aquellos días suponía que sería una simple niña mestiza de lagarto. Paso por mi cabeza hacer caso omiso y dejarla a su suerte. En el vagón había más bestias y lagartos, probablemente alguno la adoptaría. Pero ese grito silencioso volvió a fastidiarme, era como si quisiera que me llevará a la niña. Después de unos minutos cedí, la llevé conmigo y le enseñé a sus habilidades hasta que se hizo adolescente y decidí dejarla con algunos lagartos en Australia en donde supongo yo, estaría mejor que con un vagabundo como yo.
Hoy en día, en este nuevo mundo, jamás pensé que el viento traería a mí ese aroma a muerte, donde la guerra es la única causante.
No solo eso, ese grito silencioso, pero completamente fastidioso, regreso a mi cabeza.
Frente a mi tengo a nueva aprendiz, Kara una elfa de pelo verde y aspecto salvaje que llora desconsoladamente frente a una aldea destruida y más de la mitad de sus habitantes empalados.
El fuego quema las pequeñas chozas de madera y paja, mientras el humo disimula y lleva al reino de los muertos, las almas de aquellas víctimas de esta masacre. Los sobrevivientes me miran con recelo, miedo y esperanza. Kara, los intenta consolar sin mucho éxito mientras ella misma intenta no caer abatida. Incluso si no era muy sociable, vivió aquí desde niña, su único hogar fue hecho trizas, mientras entrenaba en el bosque conmigo. Su orgullo como guerrera fue pisoteado. Busco la manera de ser más fuerte para cumplir con la misión de su casi extinto clan, y gracias a eso no pudo ayudar cuando los trasgos atacaron.
A esos bastardos que nos miran desde el otro lado de lo que alguna vez fue una aldea, mientras comen partes de los elfos muertos, incitando a que peleemos con ellos.