«Vagué por primera vez a través de la consciencia de un joven caballero, sin acabar de comprender sus motivaciones ni convicciones, ni sus anhelos, ni sus temores. Simplemente estaba allí, en una cruenta batalla observando, participando y después dialogando con una mujer engañosamente moribunda.
Fue un simple sueño, pero tenía la certeza de que estaba ligado a algo. Lo peor es que creía saber de qué se trataba, pero siempre acababa con la misma sensación de pérdida por la mañana.
Siempre supe que estos ojos no eran simplemente una particularidad… y me daba miedo lo que pudiera acarrear»
Cair abrió perezosamente los ojos.
Esas cortinas siempre mal cerradas dejaban entrar un solitario haz de luz que se proyectaba directo sobre su rostro, revelando unas cuantas motas de polvo que pululaban en su habitación, intrusas traídas por el viento de la mañana.
La caída le hizo rebotar la cabeza contra el suelo de madera, para su suerte, la gruesa alfombra blanca que le había regalado su abuela la semana anterior amortiguó bastante de la fuerza del golpe. Aquello fue un puntazo para su día.
— Benditas sean las manos del sastre — Murmuró, inmóvil, tumbado en el suelo con la espalda en el piso y las piernas aún sobre la cama. Su mirada permaneció pérdida entre las gruesas vigas de madera que sostenían el techo sobre su cabeza.
Levantó ambos brazos y sintió un escalofrío de alivio al comprobar que estos no estaban ataviados con ninguna clase de armadura primitiva, pero una extraña sensación de ausencia aún le atenazaba su brazo dominante.
— ¿Cair? — La circunstancial sutil voz de la abuela Ela solía ser siempre la primera que oía al iniciar su día —. ¿Estás bien, hijo? — Preguntó dando toquecitos a su puerta.
— Sí — Respondió él, levantándose del suelo de una vez.
Ella abrió ligeramente la puerta, lo suficiente como para asomar la cabeza.
— ¿Puedes despertar a tu hermana? Ya es un poco tarde.
Cair asintió.
El aroma a caldo de Jibris(1) que llegaba desde la cocina le abrió el apetito inmediatamente. El frío de la mañana no ayudó en lo absoluto a acallar la voz de su estómago, por lo que se desperezó, se quitó la polera blanca y los pantalones marrones con los que había dormido y los cambió por una camisa color burdeos y unos gruesos pantalones color crema que le había dejado la abuela. Una vez listo, se ajustó el cinturón, se calzó las botas y enseguida se dirigió hasta la habitación de Adaia, su hermana.
Una vez allí, Cair abrió bruscamente la puerta, intentando hacer el mayor ruido posible. El chirrido que provocaron las bisagras bien podría haber despertado a un oso en hibernación, pero desgraciadamente no era un oso el que dormía sobre el lecho al fondo de la habitación.
El mobiliario de la habitación no era muy distinto del suyo, aunque sí distaba mucho del orden que Cair mantenía: La cama al fondo, un escritorio con una silla, ambos de madera, hechos a mano; la silla con un cojín anaranjado, un armario y un sofá cerca de la puerta. Unos cuantos cuadernos, libros y lápices adornaban el piso, dispersos. La luz que conseguía traspasar la delgada tela de las cortinas rojas le otorgaba a la habitación una tenue iluminación del mismo color.
Cair, aún con el rostro somnoliento, observó a su hermana, cubierta hasta la nariz con la manta, dejando fuera únicamente su cabello dorado. Sonrió maliciosamente, y con sus manos levantó la cama, mandando todo al suelo, incluida su hermana.
— ¡¿Otra vez lo mismo, Cair?! — Exclamó ella, con una expresión de estupor y rabia que hicieron que Cair se sintiera satisfecho y tal vez algo culpable.
— Si usted preferías un balde con agua, podrías haberlo solicitado con antelación, señorita — Espetó él, sin alterar su expresión neutral en lo más mínimo.
La muchacha de ojos marrones y tes amplietana(2) pálida se puso de pie, refunfuñando para sí mientras cogía las mantas y las almohadas del suelo. Cair la ayudó sin decir nada más y luego se retiró hasta el salón principal, donde comedor y cocina formaban parte de una única instancia. Cerca de la chimenea estaba su abuela, removiendo un cazo que pendía de una barra sobre el fuego, utilizando una larga cuchara de palo distinta a la que usualmente utilizaba para golpearle.
— Buenos días — El aroma a caldo de Jibris y especias era mucho más intenso allí, por lo que Cair pasó directo a la cocina para coger un cuenco y una cuchara de la alacena.
— ¿Qué tal tu noche? — Preguntó la abuela, sin mirarle ni dejar de remover el cazo.
— Igual que siempre últimamente — Replicó él, ahora caminando en dirección a la olla con la boca hecha un aguacero.
La abuela Ela soltó una carcajada y le miró de reojo.
Era una mujer un tanto regordeta, ya entrada en edad, su corto cabello blanco era evidencia de ello, pero, pese a todo, era una señora inquieta, siempre era la última en sentarse en la mesa a comer y no sin antes darse unas cuantas vueltas innecesarias con el fin de instar al resto a no levantarse. En su día, debió ser muy parecida a Adaia, tanto físicamente como en personalidad, cosa con la que el abuelo Jael siempre bromeaba y, obviamente, él también.
Cair cogió el cucharón de sopa que le ofreció su abuela y llenó su cuenco.
— Tú eres el que no quiere ir con los druidas — Retiró la cazuela del fuego y la dejó sobre una placa de cerámica en el centro de la mesa —. Igual de tozudo que tu abuelo.
Cair arqueó una ceja. «La hipocresía…» pensó.
— Ya… — Murmuró tras cucharear el caldo. Estaba caliente, pero para alguien tan hiperactivo como él, resultaba bastante atractiva la idea de librarse rápido de la tarea de comer —. Si no existiera la posibilidad de que me ignoren, iría con gusto.
— A ver a las druidas — Agregó ella.
Él sonrió y dio un cabeceo.
— Por supuesto.
La abuela negó con la cabeza mientras seguía en lo suyo.
— Como si le fuesen a cerrar las puertas a alguien con tus ojos.
Sus ojos eran, sin duda alguna, la cualidad más característica de su apariencia. Siendo de un brillante color plateado sin registros previos a él, una característica propia de su persona, hasta donde siempre le habían dicho. Durante el año que pasó estudiando en Icaegos(3), eruditos, principalmente de las áreas de astrología y antropología, se acercaban a él a pedirle «Unos minutitos» para hacerle un montón de preguntas y examinar sus ojos con unas molestas luces que casual, y desafortunadamente para él, siempre llevaban encima. Cada uno con un pretexto estúpido distinto.
— Cuando termines ve a ayudar a tu abuelo — Dijo la abuela, sentándose frente a él en la mesa —. Ese pobre viejo apenas se puede la espalda y ahí anda, esforzándose como el idiota que es.
Cair revolvió un poco más la sopa y cogió directamente el cuenco para sorber de ahí.
— Bah, que lo haga solo — Dijo él.
— Hola, abuela — Saludó Adaia, bajando por las escaleras.
— Hola, hija ¿Qué tal?
Adaia frunció el ceño.
— ¡¿Sabes lo que hizo este maldito enfermo?! — Exclamó señalándolo despectivamente.
— Oye, oye. No trates así a tu hermanito — Espetó él mientras la abuela hablaba.
— Por el ruido, asumiré que dio vuelta tu cama — Inquirió la abuela.
Adaia asintió con la cabeza y se llevó los nudillos a las caderas.
— ¿No puedes despertarme como la gente, animal? — Cair se encogió de hombros mientras seguía sorbiendo la sopa, intentando provocar el mayor ruido posible para molestarla —. ¿De casualidad conoces lo que es una peineta? — Comentó ella con un tono de voz ligeramente más amable, al mismo tiempo que levantaba una ceja.
— Después… — Estiró los brazos. Gruño al sentir un pequeño dolor en ellos, probablemente tensión que acumulaba de sus placenteras horas de sueño —… el viento lo arregla.
— Sí… claro — Su hermana lo examinó durante un instante, negó con la cabeza y murmuró algo para sí.
— Ve a ayudar a tu abuelo, Cair — Repitió la abuela Ela.
— Él se las puede apañar s...
— Cair Rendaral.
Nombre y apellido. Acababa de perder todo margen de elección.
— Voy a ayudar al abuelo — Comentó Cair, levantándose rápidamente.
Cuando Cair pasó junto a la abuela Ela, ella resopló y levantó súbitamente su cucharón, provocando un sobresaltó en Cair, quien apuró el paso, cogió su abrigo del perchero junto a la puerta principal y luego salió de la cabaña.
La luz lo cegó un instante, el verde bosque que se mostraba ante él lucía vivos colores producto de la humedad. El flujo de la rivera de aguas cristalinas que cruzaba a tan solo unos metros del porche de la cabaña producía un tranquilizador y ausente sonido que, junto al cantar de los pájaros y el remezón de las hojas de los árboles expuestas al viento, siempre daba gusto oír. Y bueno, también estaba el hacha de su abuelo al partir leña, que no era tan alentador, pues significaba trabajo aburrido y repetitivo.
Tras recibir la brisa mañanera, Cair se encaminó hasta el costado de la cabaña, donde estaba su abuelo, Jael, levantando una pesada hacha bajo el cobertizo donde apilaban la leña. El anciano descargó el hacha sobre un trozo de leña considerablemente grueso, apoyado sobre un tocón aún más grande.
Jael era un viejo de espala ancha, pelo canoso amarrado en una coleta; su mandíbula cuadrada y su barba afeitada solo en el mentón, sumado a su habitual semblante pétreo le conferían el aspecto de un aguerrido caballero veterano. Vestía una camisa blanca empapada en sudor; sus pantalones marrones, llenos de aserrín indicaban que había estado ocupado por la mañana. Evidencia de que se había levantado más temprano de lo usual.
— Ah, Cair — Hizo un gesto flojo con la mano para saludarle mientras apoyaba ambos brazos sobre la cabeza del hacha, jadeando.
Cair le dedicó un cabeceo a modo de saludo.
— ¿Cansado? — Inquirió Cair, recibiendo el hacha mientras su abuelo se dejaba caer en el suelo.
— Para nada — Indicó su abuelo —. Mentira… — Añadió rápidamente —. Ya estoy viejo, Cair.
Cair lo miró un segundo.
— Y decrépito — Escogió un grueso trozo de leña, de los que había apilados sin partir, y lo posicionó sobre el tocón más grande.
— «No, abuelito, no estás viejo, solo te vuelves más sabio» — Recitó con voz chillona —. ¿Qué paso con ese niño tan inocente y cariñoso?
Cair frunció el ceño.
— ¿Y ese idiota cuando existió? — Jael chasqueó la lengua y él rio —. Y te quejarás…
— ¿Tienes algo que hacer mañana? — Preguntó. Cair levantó el hacha y la dejó caer sin aplicar demasiada fuerza, dejando el trozo de leña con una hendidura que llegaba casi hasta el final de este.
— No — Replicó él, lacónico.
— ¿Ocurrió algo en la taberna?
— Tus enseñanzas… — Cair bajó la mirada y luego la dirigió hacia su abuelo —… no son socialmente bienvenidas — Añadió, divertido.
— Bien hecho — Le felicitó instantáneamente, orgulloso, aunque su tono no lo indicara.
— La abuela dijo lo contrario — Comentó Cair al cabo de un instante.
— Obviamente — Dijo tras un cabeceo.
Cair giró un poco el trozo de leña y dejó caer el hacha con fuerza en perpendicular al corte anterior, partiendo el trozo de leña en cuatro mitades.
— Si estás desocupado… ¿Podrías ir tú a vender la última cosecha? — Su abuelo señaló la bodega detrás de la cabaña, donde guardaban las cosechas que recolectaban de su pequeña granja —. Mañana irán allí los soldados de Orherem(4). Sabes que siempre son buenos clientes.
— Sí… — Cogió un segundo trozo de leña —. Recién terminamos el invierno — Dijo Cair, observando su granja, concretamente al pequeño lugar que habían reservado para cultivar sandías —. ¿Por qué crecen fuera de temporada aquí?
Su abuelo se encogió de hombros.
— La suerte sonríe a los fieles — Jael desvió la mirada hacia la bodega.
— Lo dice el más fiel.
— Ya… Ojalá pudiera explicarlo. Pero no le des demasiadas vueltas, después de todo, gracias a eso tenemos pan que llevarnos a la boca.
— Y más que pan.
— Y te quejarás… — Repitió con tono burlesco.
— Obviamente no, pero no puedo evitar pensar en que es extraño… ¿El druida que vino esa vez no dijo nada?
— En ese tiempo todavía no empezábamos a cultivar.
— Lo sé, pero me imagino que, si hubiera algo raro, él habría sido el primero en darse cuenta.
— Pues si así fue, no dijo nada — Replicó su abuelo.
Cair dudó un segundo y luego volvió a lo suyo, repitiendo el proceso anterior varias veces antes de voltearse hacia su silencioso abuelo. El viejo tenía la mirada perdida en la inmensidad del bosque que rodeaba su pequeña granja.
— Que viejo estoy… — Comentó al cabo de unos segundos. Se había recostado con la espalda apoyada en la pila de leña —. Al final no me respondiste.
— Sabes que no tengo nada que hacer… iré — Replicó Cair mientras seguía mecánicamente con su tarea —. ¿No irás conmigo?
Jael negó con la cabeza, luego introdujo las manos en los bolsillos del abrigo.
— No puedo. Si quieres, pídele a Adaia que te acompañe.
— No creo que sea muy distinto a ir solo.
— Sí, supongo que tienes razón… probablemente acabes solo en el puesto — Dijo mientras se ponía de pie, apoyando las manos en el piso —. Está haciendo más calor últimamente — Miró el cielo —. Mis rodillas me dicen que se acerca el Demiserio(5) — Se sacudió el aserrín de la ropa y se estiró, emitiendo el mismo sonido que el de la madera vieja.
Cair bufó.
— Pues sí que estás viejo — Espetó, divertido.
— Cállate — Luego volvió a la cabaña.
Cair permaneció allí un buen rato, descargando el hacha contra la madera, en un acto tan repetitivo como lo es respirar. Uno que otro tocón resultaba tener algún nudo que requería un poquito más de empeño por su parte, sin embargo, la tarea seguía siendo monótona y bastante aburrida. Al cabo de un rato dejó el hacha a un lado, se secó el sudor que perlaba su frente y se dispuso a volver al cobijo de su habitación, ansioso por hundir la nariz en algún libro a la caza de rebuscadas referencias que pudiesen enlazarse de alguna u otra forma con sus sueños. Tal vez esa era la idea, pero aun teniendo las ganas, generalmente acababa tumbado en la cama mirando el libro con anhelo, solo para dedicarle una fracción mínima de su tiempo, usualmente en la noche, antes de dormir. Aquello también era algo cotidiano en su vida, pero le atraía bastante más que pasarse el día golpeando palos. Nunca había encontrado nada, y se había resignado a no hacerlo nunca, pero llevaba tanto tiempo haciéndolo que al final del día se sentía extraño si no lo había hecho. Era un ocioso, y él lo sabía mejor que nadie.
Justo cuando se retiraba, su abuelo le cortó el paso, con la vieja espada familiar envainada entre sus manos.
— ¿Quieres practicar un rato?
Cair miró la espada y luego sonrió.
— Claro que sí — Replicó él, recibiendo la espada con ambas manos.
Ambos se dirigieron hacia la parte trasera de la cabaña, donde habían improvisado a base de palos, paja y sacos de lino, un par de muñecos de práctica. El lino con la finalidad de proteger el filo del arma. Aunque también habían fabricado una docena de armas distintas, desde espadas, cortas, largas, anchas, hasta mazos y lanzas, que eran básicamente más palos envueltos en lino con contrapesos de plomo para emular a sus contrapartes de metal. Todo estaba aprestado en un mostrador que también habían construidos ellos. Pese a ser bastante afines a sus familiares de acero, su abuelo insistía en la importancia de familiarizarse con el peso del arma que ha de utilizarse realmente, que la más mínima variación en el peso podía significar un traspié mortal. Eso, y que la repercusión del metal era, obviamente, distinta a la de la madera.
Al contemplar la espada en sus manos, Cair no pudo evitar recordar esa hermosa hoja de sus sueños. Alejó rápidamente esos pensamientos y desenvainó la espada.
Aquella espada corta era un arma excepcional, aunque lo único que la diferenciaba de cualquier otra arma común y corriente era su exquisita calidad, su filo no quemaba o se imbuía de magia como las armas de los Agmhere(5), pero, aun así, era una buena arma. La única parte que se había deteriorado con el paso de los años era la cinta negra que rodeaba la empuñadura, la que reemplazaron por una roja que «tomaron prestada» de las pertenencias de la abuela Ela. Desde luego no era tan ergonómica como la original, pero seguía siendo bastante mejor que empuñar el frío y resbaladizo acero directamente.
El abuelo le repetía insistentemente sobre la necesidad de practicar, que todo hombre y mujer amplietana debía hacerlo en realidad, más que nada por cualquier encuentro desafortunado con orcos, gnolls, kobolds, bandidos, o cualquier otra criatura semi-racional común en Ortande. Aunque había que reconocer que la verdadera razón por la que todos sabían algo de esgrima, era porque los pelotudos amplietanos tenían la tendencia a llamar a duelo por casi cualquier discrepancia de mínima importancia entre las partes, y alguien que no sabía blandir una espada era, prácticamente, alguien que no sabía defender su posición; prácticamente un ignorante. «Así de estúpido» pensó. Además, estaba el típico «Un mercader siempre debe saber proteger su mercancía» según palabras explicitas de su abuelo, porque el lugar más lejano al que habían llegado a comercializar sus productos era el pueblo de Ceis a no más de veinte minutos de allí.
A Cair no le disgustaba en lo absoluto practicar esgrima, siempre solía hacerlo junto a su abuelo y Aram, un chico un año menor que él y prácticamente único amigo de infancia, con quien se había criado. Aram era un niño huérfano que llegó a vivir con ellos cuando Cair tenía siete años, por lo que lo consideraba incluso un hermano. Aunque en sus últimos años se le veía rara vez por la granja, ya que había decidido viajar a la capital con la intención de unirse a la milicia, así que solo se le veía una vez cada mes, antes si por alguna razón lograba colarse en una misión cercana. Lamentablemente había dejado de hacerlo hacía casi un año ya. Cair también había considerado esa opción en su momento, pero tras cumplir los quince años y con ello alcanzar la mayoría de edad, recibió una invitación para acudir a Icaegos dada su «Buena capacidad cognitiva y de razonamiento lógico», aún con todo, solo duró un año allí. Nuevamente, más por ocioso que por cualquier otra cosa, alegando sobre lo aburridas e incoherentes que eran las clases allí. Hasta ese día, aún se arrepentía de ello… de haber ido a perder el tiempo. En resumidas cuentas, Cair se consideraba a sí mismo un fanfarrón don nadie que se había resignado a vivir en la esquina del mundo como un simple granjero o, tal vez, como un viajero errante, a lo que su abuela siempre respondía con una rotunda expresión de disgusto, zanjando el tema antes siquiera de que Cair piara la primera silaba de la frase.
El abuelo Jael cogió una espada de madera del mostrador, escogió una que tenía el tamaño y la forma de una espada larga y apuntó a Cair con ella.
— Empecemos con estas — Sonrió maliciosamente —. En realidad, me apetece atizarte un poco — Dijo mientras bajaba el arma y comenzaba a bañar la «hoja» con tiza. Esto lo hacían para marcar en caso de que alguno lograra asestar un punto —. Precisamente por llamarme viejo.
— Pero si es lo que eres…— Murmuró. Ladeó la cabeza, sonrió y luego espetó — Me parece magnifico, pero luego no se queje de la espalda, abuelito — Volvió a envainar la espada de acero, la reemplazó por una de madera similar y cogió un poco de tiza para ella.
Ambos se ubicaron el uno frente al otro en el pequeño círculo de arena y alzaron sus armas. Cair siempre había considerado las espadas cortas más cómodas y prácticas, aún sabiendo que en un combate abierto tendría la desventaja frente a la espada larga de su abuelo o cualquier otra arma con más alcance. Cair adoptó la postura básica de la esgrima propia de su abuelo. Este mismo sopesó su arma y acto seguido adoptó lenta y rígidamente la misma postura, con la firmeza de alguien experimentado.
Durante varios minutos entrechocaron sus espadas de madera en un vaivén de ágiles movimientos, uno tras otro, buscando marcar la ropa del otro con tiza. En todo ese rato, ninguno de los dos logró asestar ningún punto, hasta que el abuelo Jael determinó que era un buen momento para acabar con las aspiraciones de Cair, por lo que dejó la espada en el mostrador y la reemplazó por una lanza corta. Cortésmente, le preguntó a Cair si él también quería cambiar su arma, pero él negó con la cabeza, asegurando que debía aprender a combatir en desventaja; como si la diferencia de experiencia no fuese suficiente. «Masoquista» se dijo a sí mismo. Después de eso, el abuelo no tardó ni tres segundos en asestar varios puntos seguidos, golpeando a Cair con la punta de la lanza de madera en varios puntos que iban desde el abdomen, el pecho, la cara e incluso, en ocasiones intencionales, en las pelotas. Otras veces el abuelo entraba en euforia, marcándole varias veces seguidas hasta mandarlo al suelo gimiendo de dolor. Pero una de las mayores cualidades de Cair, era precisamente la tozudez, por lo que en cuanto caía, golpeaba el suelo con las manos y se levantaba para seguir recibiendo una salva de castañazos hasta regresar al suelo y repetir el ciclo de frustración.
La gracia, habilidad y destreza con la que su abuelo empuñaba la lanza era equiparable y, de hecho, fácilmente superior, y por mucho, a cualquier otro guerrero que Cair había visto. Aunque tampoco es que tuviese mucha experiencia real al respecto, su única garantía era el haber asistido, en calidad de espectador, al Torneo Goliar(7) en algunas ocasiones. Allí pudo presenciar algunos buenos exponentes, pero el anciano tenía tal paridad con su arma, sea cual sea, hasta el punto en el que parecía que el hombre había nacido con ellas en las manos, dada la soltura y la naturalidad con la que se desenvolvía.
Cair cayó nuevamente al suelo. Esta vez solo levantó ligeramente la cabeza para mirar a su abuelo por encima de su pecho agitado. Este mantenía su semblante pétreo mientras sostenía su arma con ambas manos, su mente parecía en otro sitio siempre que combatía, y no bajaba la guardia hasta varios segundos después de que su oponente quedara inmovilizado. Cair sonrió y volvió a ponerse de pie. Sentía como la llama en su pecho ardía bajo el fervor del combate, ante la ansiedad de encontrarse contra un oponente que le superaba en todos los aspectos, menos en la juventud.
Antes de adoptar la postura de combate, Cair sintió una presencia, una fugaz imagen en la que se veía a sí mismo desde unos metros dentro del bosque. Su abuelo ya había volteado la cabeza hacia el denso bosque para cuando él percibió el actuar de sus instintos. Aquella era una facultad de la intuición que ambos poseían, una habilidad propia de los zalashanos que ellos denominaban como Percepción del Combatiente y que era tan escaso como los tantorianos(10).
— Coge la espada — Ordenó su abuelo en voz baja, casi susurrando.
— ¿Gnolls? — Inquirió Cair, entornando los ojos para ver bien.
Esas criaturas semi-racionales solían dar problemas en la Extensión Occidental de Ampletiet, en especial en las granjas o en los caminos. Si bien ellos estaban acostumbrados a sus incursiones y generalmente no representaban una gran amenaza, siempre era un peligro tenerlos merodeando. Gracias a los ingresos que generaron vendiendo frutas y verduras durante el largo invierno que recién acababa, podían permitirse pagarle a un par de obreros para construir una pequeña muralla alrededor de la granja. De hecho, ya habían contactado con un par de personas para trabajar en ello, sin embargo, la tarea de conseguir los materiales había resultado más difícil de lo que ellos creían inicialmente, ya que en Ceis no había picapedreros con los que conseguir los ladrillos de piedra, y encima ninguno de los que había en Cleinlorim, la ciudad más cercana, quería darse el trabajo de llevarlos hasta allí, así que el proyecto había quedado en pausa hasta que encontraran a alguien dispuesto a llevarles los materiales. Cair los maldijo.
El abuelo Jael asintió.
— Ve a avisarle a tu abuela.
Cair asintió y fue corriendo a avisarle a la abuela Ela. Volvió igual de rápido.
En su tiempo libre, ambos habían cavado un desnivel de unos dos metros alrededor de toda la granja con la idea de aumentar artificialmente el tamaño de la muralla, similar al concepto utilizado en la muralla del pueblo de Ceis. Allí estaba el abuelo Jael, paseándose por el borde con actitud desafiante, empuñando la lanza de hierro que habían comprado en el pueblo.
— Son pocos — Dijo —. Con un poco de suerte se irán al ver que estamos alerta — Susurró al ver que Cair se acercaba al trote.
Desde siempre habían tenido problemas con los gnolls, pues eran especialmente activos en invierno, aunque durante todo el año se veían ese tipo de incursiones. Naturalmente, la granja de los Rendaral había sido un foco constante de los ataques durante todo el largo invierno que acababa de asolar Ortande, dada su inusual alta productividad en aquella época del año en la que ni la maleza se asomaba entre la tierra.
— ¿Clan? — Preguntó Cair, ciñéndose el cinto de la espada al pecho.
— D'Verdo — El clan del bosque, los más inteligentes en opinión de Cair, ya que sabían lo que era una retirada y solían ser los menos agresivos —. Al menos en eso tuvimos suerte — Agregó tras unos segundos.
— ¿Y si les damos un saco? ¿Qué pasará?
— No — Respondió lacónicamente —. Su cerebro funciona como el de los perros: Dales comida y ten por seguro que volverán por más — Se rascó la barba —. Bueno, técnicamente son hienas… ¿Las hienas están más cerca de los gatos o de los perros? De los perros, ¿no?
— Vaya pregunta estúpida para formularse ahora — Espetó Cair —… Creo que perros — Respondió igualmente.
Cair entornó los ojos, intentando detectar algo entre los helechos, la hierba alta y los gruesos troncos de roble que tanto abundaban en esa parte del reino. Unos casi imperceptibles movimientos en el follaje advertían la presencia de las criaturas y mientras intentaba hacerse una idea sobre su número, basándose en la cantidad de movimiento que lograba ver, el sonido de un cuerno resonó en la espesura del bosque. Ambos aferraron sus armas.
Una grupo numeroso apareció entre los arbustos, dirigidos por un gnoll notablemente más corpulento, de casi dos metros de altura, ataviado por partes de armadura hechas de madera y una que otra placa de metal, blandiendo una grotesca hoz hecha de huesos y una gruesa vara de madera, emitiendo sonidos guturales que acompañaron su carga desordenada.
— Adelante — Indicó su abuelo.
Cair corrió hacia un lado con la intención de separar al grupo. Al verlo, solo una pequeña parte de este se desvió para interceptarlo, pues otro grupo había logrado colarse por el extremo opuesto de la granja e iban corriendo hacia él con sus primitivas armas alzadas por sobre la cabeza. Cair refrenó de golpe, sus botas resbalaron en la tierra aún humeda, y en vez de jugar a las miradas con ellos antes de enfrentarse, directamente trazó un arco con su espada en perpendicular al mástil de la lanza de uno de los gnolls, partiéndola en dos; enseguida repitió el ataque en dirección contraria, infligiendo una herida en la pierna de su oponente. Cair jamás podría disfrutar de matar esas criaturas, al igual que su abuelo, he de ahí que el foco de su ataque no fuese mortal. Se inclinó hacia un lado para esquivar el hacha de uno de sus atacantes y aprovechó para lanzar una estocada a su brazo, enseguida flexionó ligeramente las rodillas para evadir una lanza que buscaba su cabeza y desvió rápidamente la trayectoria de su espada para cortar el mástil de aquella lanza, dejando desarmados a dos, aunque el primero ya había cogido la punta de la suya y la empuñaba a modo de cuchillo. Cair retrocedió unos pasos y lanzó una ojeada a su abuelo. De los siete u ocho que lo habían atacado originalmente, seis estaban en el piso al fondo del desnivel y otros ocho estaban tumbados bajo sus pies con cortes en sus brazos y piernas, probablemente habían aparecido por la otra esquina de la granja. Le resultó curioso, pues era la primera vez que intentaban una suerte de ataque organizado.
Mientras intentaba entender cómo era que su abuelo se había encargado tan rápido de esas criaturas, una flecha surcó el aire frente a sus ojos. Uno de los gnolls estaba escondido entre los arbustos, casi imperceptible. Preparaba otra flecha cuando una tercera impactó de pleno en su frente. Adaia estaba asomada por el balcón de su habitación con las manos en la boca y expresión de estupor. Lo miró con la expresión congelada en su rostro.
— ¡Hay otro grupo en la entrada! — Exclamó ella, cambiando rápidamente su expresión.
Cair asintió con la cabeza y comenzó a blandir su espada con celeridad, mandando al suelo a cuatro de las cinco criaturas, a las que empujó al fondo del desnivel de una patada. La quinta, al ver a sus compañeros caídos y chillando, echó a correr despavoridamente devuelta al bosque. Una vez desocupado, Cair corrió en dirección al gnoll grande que acababa de subir, y, aprovechando la distracción que generaba su abuelo, se puso en cuclillas y con tranquilidad pinchó ambas corvas de la criatura con su espada, la cual cayó de rodillas, dejando su rostro a la altura de su abuelo, quien lanzó dos cortes más, uno a cada brazo del gnoll, el que gruñó enfurecido antes de ser empujado al fondo de su «muralla». Abajo se las arregló para levantarse y huyó devuelta al bosque.
Jael bufó.
— Lo tenía listo.
— Hay más allá — Señaló al grupo que ahora corría con sacos llenos sobre los hombros.
— Uno se escapó al bosque, ¿Puedes ir a buscarlo?
— Que flojera…
— ¡Que vayas! — Ordenó.
— !Estoy cansado! — Exclamó Cair, moviendo los brazos.
— !No te lo pregunté! — Y le dio una patada para empujarlo bajo el desnivel.
Cair rezongó y, refunfuñando igual que un gnoll, se adentró en el bosque.
El único aspecto en el que él se consideraba superior a su abuelo era en la agilidad, evidentemente; por lo que se apresuró a cortar el paso a algunos gnolls que se habían adelantado, asustándolos y obligándolos a soltar los sacos, pero todavía quedaba uno. Cair chasqueó la lengua y echó a correr tras él.
Se abrió paso entre el espeso follaje del bosque, sorteando raíces expuestas de gigantescos robles y rodeando inmensas rocas cubiertas de musgo. Los rayos del sol que conseguían filtrarse entre la densidad de las copas de los árboles parecían señalar su camino, o así lo entendió él en su fantasía mental. Cair persiguió al escurridizo gnoll que, pese a cargar con un bulto considerablemente más grande que su cuerpo, conseguía mantenerle el ritmo, aprovechando muy bien el entorno a su favor. La persecución se prolongó por varios minutos en los que Cair no pudo sacarse de la cabeza la idea de simplemente dejar que ese gnoll se quedara con el saco y volver a casa, dado el cansancio que ya empezaba a pesar en su cuerpo. Pero a partir de ese momento pasaron casi diez minutos más en los que se adentró tan profundo en el bosque que se había vuelto difícil caminar entre esos terrenos atiborrados de vegetación. Finalmente llegó a una amplia hondonada con una pequeña cueva en el extremo opuesto a él. Algunos vestigios de civilización eran visibles en la entrada. Bloques de piedra tallada con intrincados patrones de círculos sobre círculos que declaraban la intervención de mano élfica, agrietados o directamente rotos en trozos más pequeños; gruesas enredaderas que nacían entre aquellos surcos reptaban el suelo hasta más o menos el centro de la hondonada, donde un centenar de flores que Cair no supo reconocer se alzaban hacia el cielo en busca de luz. Era difícil saber si aquello eran las ruinas de alguna edificación o simplemente la obra de un amplietano ocioso.
Cair se acercó cautelosamente a la entrada, cuidando que cada uno de sus pasos no rompiese una rama u hoja seca que pudiese advertir su presencia. Se asomó hacia el interior de la cueva hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, permitiéndole ver lo que allí había y obligándolo a reconsiderar la idea de dejar el saco y volver a casa.
Dentro, por supuesto, estaba el gnoll al que venía persiguiendo; tras él, una docena de cachorritos lloraban y gruñían mientras se abultaban a la sombre de quien debía de ser su madre, la que alzó una porra de madera nerviosamente. Sus pupilas contraídas mostraban agresividad y miedo por igual en su expresión desafiante. Cair permaneció allí varios segundos, parado sin hacer nada, luego maldijo para sus adentros, dio dos pasos hacia atrás y finalmente se retiró. Jamás sería capaz de hacer algo tan cruel. El gnoll siguió gruñendo mientras Cair hacía caso omiso a su intento de intimidación, sin embargo, si se volteó cuando un sonido metálico tras él llamó su atención.
En el suelo, frente a sus pies, había un pequeño abalorio negro con bordes plateados. Representaba la imagen de un eofolito(9) de cuatro alas, el símbolo de Desleris(8). El material de la joya era tan negro que parecía que la mismísima luz desaparecía al entrar en contacto con su superficie. Cair volvió a dudar un instante, pero luego cogió el abalorio del piso.
— ¿Para mí? — Se sintió realmente estúpido por intentar hablarle a un gnoll. Era bien sabido que podían murmurar cosas, más no estructurar frases complejas. Sin embargo, la mayoría de las veces lo único que conseguían al intentarlo era balbucear unos sonidos similares al chillido de una hiena. Él, para sorpresa de Cair, asintió, como si hubiese entendido perfectamente sus palabras. Un gesto racional en una criatura semi-racional. Un hito para la historia —. Pues gracias — Dijo este, realizando una leve reverencia que se le antojó aún más estúpida que su acción anterior. Nuevamente se dispuso a abandonar el lugar, sopesando la inutilidad de tanto esfuerzo.
— Alto decir que humano bueno ser buena señal — En ese momento acabó por sentirse idiota al asumir que la criatura no podía hablar —. Alto decir que ojos blancos ser buena señal — Ahora no tenía las pupilas dilatadas —. Tú ser dos buena señal.
Cair comenzó a sentirse algo ansioso, así que intentó ignorar al gnoll y volver por fin a la granja.
— Tal vez — Y se fue lo más rápido que pudo.
Al llegar de vuelta a la granja, se encontró con su abuelo sentado en un tocón bajo el cobertizo de leña, balanceando la lanza sobre su rodilla. Le dedicó una mirada asqueada.
— ¿Y vuelves sin nada? — Espetó.
Cair sacó el abalorio.
— Esto, técnicamente, no es nada — La expresión de sorpresa de su abuelo hizo que Cair intuyera que se trataba, por lo menos, de algo costoso.
— ¿D… de dónde salió eso? — Preguntó mientras se inclinaba hacia él.
— De un trueque con una raza semi-racional — Replicó Cair, lanzándole el abalorio a su abuelo —. ¿Es lo que creo que es?
— Es un abalorio paladín(12) — Cair abrió mucho los ojos —. Sí, este material negro se llama riscalco — Le devolvió el abalorio.
— Nunca había oído hablar de él.
— Y es normal. Con los paladines, se perdió la capacidad de trabajarlo — Arqueó una ceja —. Prueba canalizar con él en la mano.
Cair levantó el abalorio a la altura de su cabeza y comenzó a canalizar. Sintió un hormigueo en todo el cuerpo mientras permitía que el maná a su alrededor entrase en su cuerpo, fluyendo a través de él como un torrente, incesante y volátil, pero increíblemente tranquilizador. Su abuelo malentendía el significado de canalizar, al igual que la mayoría; el acto de canalizar implicaba el proceso de capturar el maná que circunda en el mundo. El segundo paso era imbuir su sangre con esa energía. Este era un proceso agotador, ya que aceleraba el corazón para lograr enviar sangre al asfaxis, el órgano encargado de esa tarea, por lo que resultaba un cansancio similar al de correr durante un rato. Todas las personas tenían algo que se denominaba «Capacidad mágica», que no es otra cosa que la cantidad de maná que puede hacer fluir el asfaxis antes de inflamarse. Aunque la teoría más divulgada era la barbaridad que decía que el maná era un líquido azulado que producía el asfaxis, y que era el tamaño del órgano el que definía la Capacidad mágica. Cair poseía una enfermedad que le hacía carecer de este órgano, la llamada Privación de Ebleom, nombre que recibía de una de las únicas personas antes de él que la padeció. Aunque, contrario a lo que la lógica podría dictar, no tener asfaxis no privaba a Cair de la capacidad de usar magia, sino que le permitía canalizar sin ninguna clase de restricción más que el agotamiento físico o las Leyes de sobrecarga, las que referenciaban a la cantidad de magia que un usuario puede manipular antes de volverse un arma de doble filo. El último paso para completar el proceso, evidentemente, era descargar esa energía volatilizada al mundo a través de la porosidad de la piel. Este era sin duda el paso más difícil, ya que requería de práctica y concentración. Si no se poseían ambas cosas, era común salir dañado por la explosión de una arteria o magia saliendo por lugares no deseados.
La sangre de Cair profería al maná la particularidad de la combustión(13), por lo que, al descargar la energía, una pequeña llama nació en la yema de su dedo índice. A medida que la llama crecía en su dedo, el abalorio que tenía en la mano contraria fue tornándose progresivamente más anaranjado, hasta el punto de parecer una barra de metal justo antes de ser moldeada bajo el pesado martillo de un herrero, al rojo vivo, el color del metal candente.
Cair esbozó una pequeña sonrisa.
— Pues era verdad — Comentó su abuelo, observando con igual curiosidad el ahora rojo abalorio —. Curioso cuanto menos.
— ¿Qué es eso? — Preguntó Adaia, acercándose a ellos. Ahora llevaba parte de su cabello dorado atado en una coleta y dejando caer libre por los costados de su cara la parte delantera de su cuero cabelludo.
— Un abalorio paladín — Replicó Cair, cerrando el flujo de salida y liberando el maná retenido en su cuerpo. El abalorio enseguida volvió a adoptar su color negro opaco.
Adaia frunció el ceño, y en cuanto su mirada se encontró con el abalorio, abrió los ojos como platos.
— ¡¿De dónde demonios lo sacaste?! — Interrogó la muchacha.
— Se lo cambié a un gnoll por un saco de comida — Replicó Cair, lacónico.
— A… ¿Un gnoll? ¿Cómo funciona eso? — Ella lo ignoró y siguió —: En los libros se dice que son dorados, pero el símbolo es exactamente el mismo ¿Estás seguro de que es de verdad y no una réplica? — Preguntó, inclinándose ligeramente. Desde pequeña siempre había sentido especial interés por las historias de caballeros y héroes, en especial sobre los relatos de las hazañas de los paladines, los guerreros de la luz cuyas armaduras resplandecían en un brillo dorado mientras su capa y su cabello ondeaban bajo el efecto de una brisa inexistente. Aunque dicho interés fuese solo teórico, ya que se negaba a practicar esgrima o cualquier arte de combate y tampoco era especialmente religiosa. Durante los desayunos, almuerzos, cenas y cualquier otra comida que por golosos hozasen a comer, Adaia hablaba largo y tendido sobre el tema al mismo tiempo que sus ojos despedían un brillo que Cair solo podía asimilar al referenciado en aquellos libros. Le entregó el abalorio y dio un cabeceo en dirección a su abuelo — ¿De verdad lo es?
— Lo es — Replicó este, rascándose la barba —. O se deshacen de él o lo esconden de la misma forma que un perro a su hueso, si un guardia malhumorado los ve con ello podría acusarlos de cultistas por su color… y no me apetece ir a buscarlos a ninguno de los dos a un calabozo, o peor, a un magistrado.
Adaia dirigió una mirada ansiosa a Cair. Él asintió tras unos segundos.
— Me lo quedaré. De hecho, me haré un collar con él.
Jael dio un suspiro pesaroso.
— Podrías al menos preocuparte de traerlo bajo la camisa… — Añadió este —… Y creo que deberías saber que en Icaegos los reciben por una jugosa suma de oro.
— Como si lo necesitásemos — Dio otro cabeceo en dirección al almacén.
Su abuelo se encogió de hombros.
— Es una manera de esconderlo de la abuela. Insisto en que le daría un infarto si lo ve — Añadió al cabo de un rato —. Cambiando ya de tema ¿Podrías acompañar a este sujeto al pueblo mañana, hija?
Adaia se cruzó de brazos.
— Sí, supongo que no hay problema.
El abuelo Jael los examinó a ambos y sonrió.
— Como han crecido… — Se levantó del taburete, no sin antes maldecir a sus rodillas — ¿Estará ya el almuerzo?
— A eso venía, debe estar esperando.
Cair lanzó una mirada a su abuelo y este hizo lo mismo.
— Y después por qué nos regaña.
Adaia soltó una risita mientras se les adelantaba.
Alísito, un ave anaranjada con ojos como dos grandes perlas negras y un largo copete que caía desde su cabeza hasta su cola, a quien Cair había adoptado, dormía plácidamente sobre una pajarera de madera que colgaba en la entrada de la cabaña. El pequeño ni siquiera pareció percatarse de su presencia hasta que Cair le dio un golpecito con el dedo que hizo balancear su escondrijo. Alísito pio perezosamente y luego levantó la cabeza de golpe, pues era la hora de comer para él también.
Antes de volver al calor de su hogar, Cair dirigió su mirada hacia el cielo, azul, despejado y tranquilo. Pronto llegaría el Demiserio, y con ello, los buenos días. Al menos temporalmente.
No sabía con certeza de que se trataba, sin embargo, notó algo en las palabras de su abuelo, un leve matiz distinto al que usaba normalmente para dirigirse hacia él.
«Los ojos blancos son una buena señal» Esa frase definitivamente rondaría en su cabeza unos meses.
Apéndice
Ortande: Mundo en el que se desarrolla la historia.
Orden: Todo lo que está fuera de Ortande.
Calendario ortanense: Trece meses de veintiocho días cada uno más el día de año nuevo. Los meses son: Enero, Febrero, Marzo, Abril, Mayo, Junio, Sol, Julio, Agosto, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre.
Mapa de Ampletiet: https://www.deviantart.com/delequiem/art/Ampletiet-874139208
Mapa de Ortande: Todavía no lo dibujo :c
1.- Jibris: Es una planta cuyo tallo suele utilizarse como condimento por su sabor casi dulce. Generalmente tiene una forma redondeada, ya que el tallo tiende a crecer anudándose alrededor del botón, formando una enraizada de la que salen algunas hojas redondas y delgadas. Su principal característica es su particular forma de esparcirse, moviéndose con el viento durante las tormentas y echando raíces donde sea que acaben, generalmente cerca del mar, esparciendo sus semillas en el trayecto. Es abundante en prácticamente todo Ortande.
2.- Rasgos amplietanos tradicionales: Tes clara, cabello negro o castaño y ojos marrones o verdes. La estatura promedio de los amplietanos ronda el metro con setenta centímetros.
3.- Icaegos: Es la ciudad amplietana más antigua y la sede de la erudición del reino.
4.- Orherem: También conocida como La Nueva Capital. Es la capital actual del reino de Ampletiet.
5.- Demiserio: Festividad que coincide con el mes Sol. Se agradece por las lluvias durante la Temporada helada y se piden cosechas abundantes durante la Temporada cálida.
6.- Orden de Agmhere: Una de las dos órdenes de El Séquito del Monarca, el grupo de élite de la milicia amplietana. La orden de Agmhere es la encargada de velar por la seguridad del pueblo y sus miembros son llamados Obliteradores.
7.- Torneo Goliar: Torneo de combate libre que se celebra en la capital a inicios del Demiserio, principalmente para rendir culto al Celador(8) de la Vanguardia, Goliaris. Los miembros de El Séquito del Monarca tienen prohibida su participación.
8.- Celador: Seres superiores que velan por los habitantes del mundo y, debido a ello, es que son el objeto de culto de la mayoría de las culturas ortanenses. En Ortande existen dos:
· Desleris, el Celador de la Infrapresencia: Comúnmente representado como un eofolito(9) de cuatro alas, ya que su aspecto real es variante y solo conocido por los paladines. Se cree que es el encargado de velar por las almas de los habitantes del mundo y el que de alguna forma les entregaba el poder a los paladines.
· Golaris, el Celador de la Salvaguarda: Es una criatura similar a una mantarraya colosal que suele surcar los cielos de Ortande, aunque rara vez cruza a través de la tierra, ya que generalmente se mueve en círculos alrededor del mundo, lo suficientemente lejos como para rara vez ser visto. Se dice que su tarea es la de proteger al mundo de las amenazas de Orden.
9.- Eofolito: Una de las criaturas místicas de Ortande. A menudo se le describe como «Serpiente voladora». Son criaturas consideradas míticas, similares a una anguila en cuerpo y a un ave en la cabeza. Sus «alas» son tan delgadas que simplemente se mueven al compás del viento cuando vuelan; entre comillas, pues realmente están suspendidas en el aire de forma natural.
10.- Tantoriano: Se refiere a los rasgos físicos no atribuibles a ninguna raza. Cair es considerado un tantoriano por la tonalidad plata de sus ojos. La palabra tiene un origen etimológico en una de las tres lunas de Ortande, Tantor(11), pues en la antigüedad se decía que los tantorianos venían de la luna.
11.- Las lunas de Ortande: Ortande posee tres lunas: Junio, Julio y Tantor. Los nombres derivan de la leyenda de Junio y Julio, de la que también derivan los nombres de los meses Junio, Sol y Julio del calendario ortanense.
Ciclo del día:
≈ 00:00 a.m.: Junio se alza en el horizonte. Nuevo día.
≈ 05:00 a.m.: El Sol se alza en el horizonte. Amanecida.
≈ 14:00 p.m.: Julio se alza en el horizonte. Mediodía.
≈ 19:00 p.m.: Tantor se alza en el horizonte. Atardecer.
A pesar de existir una hora para medir el tiempo, trobondinenses y zalashanos prefieren basarse en la salida de las lunas y el sol para sus actividades.
12.- Los Paladines: Poderosos caballeros capaces de manipular la Luz, bendición otorgada exclusivamente por el Desleris, el celador. Al ser un grupo cerrado, sus operaciones y conocimiento nunca salieron de ese círculo cerrado. Ni aún con su desaparición hace treinta años el mundo fue capaz de obtener dicha información y se asume que todo el conocimiento importante era pasado de generación en generación y rara vez fue documentado.
Actualmente el mundo ansía la aparición de nuevos paladines que revivan la gloria del grupo, puesto que se posicionaron como estabilizadores sociales indispensables en la formación y el desarrollo de la sociedad moderna.
13.- Escuelas de magia: Se cree que las magias vienen en pares opuestos:
· Control de temperatura: Fuego, potenciado por bajos niveles de húmedad, y Hielo, potenciado por altos niveles de húmedad.
· Intercambio de altura: Viento, potenciado por mayor lejanía del suelo, y Rayo, potenciado por mayor cercanía del suelo.
· Fertilidad: Naturaleza, potenciada por mayor fertilidad del suelo, y Tierra, potenciada por menor fertilidad del suelo.
· Esencia y presencia: Arcana, no se sabe que la potencia. Tampoco se sabe cuál es su par, aunque se cree que está relacionado al alma, ya que la magia arcana se relaciona a lo físico.
· Juego de luces y sombras: Luz y Profana. Se sabe que la Luz se potencia según la bonanza en el corazón de su usuario, sin embargo, para su par se desconoce el potenciador.
Las afinidades a cada escuela son innatas, sin embargo, alguien dedicado puede lograr dominar más de una escuela.
Aunque no es considerada una escuela, también existe la magia pura o magia nativa, que es común en todos los que pueden usar magia.