"¿Cuántos Praesitas se necesitan para cambiar la mecha de una lámpara? Una legión para conquistar a todos los fabricantes de mechas, un Gran Señor para vender las mechas en el sur y después nos harán pagar impuestos por estar a oscuras".
—Escuchado en una taberna de Laure.
***
El golpe me dio justo en el ojo, haciéndome tambalear.
Maldije y di unos pasos hacia atrás, ignorando la sonrisa engreída en la cara de mi oponente mientras la multitud se volvía loca. Mierda. Eso seguro dejará un moretón. Tendría que gastar parte de mis ganancias para que me curaran si no quería pasar algunas horas siendo sermoneada por la Matrona de nuevo. Y eso era suponiendo que ganara… si perdía, iba a quedarme con pocos fondos por un tiempo. El hombre empezó a caminar en círculos alrededor de mí cual bandada de cuervos rodeando un cadáver putrefacto, sin prisa pero resuelto, y levanté los puños. El vendaje envolviendo mis dedos seguía manchado con la sangre de los pocos golpes que había conectado antes en la pelea, pero el peleador ridículamente enorme llamado "Fenn" los había ignorado con excesiva facilidad. No iba a ganar si esto se convertía en una pelea para ver quién aguanta más golpes; el tipo tenía por lo menos cincuenta libras más que yo y su cuerpo se veía como si hubiera sido tallado de una losa de músculo sólido. Era más rápida que él, pero él lo sabía —era la razón por la que se mantenía a la defensiva, dejándome darle varios golpes a cambio de darme uno. Y el suyo me lastimó mucho más que los míos a él.
—¡Vamos Foundling! —Una mujer gritó desde la parte de atrás—. ¡Destruye al cabrón!
Escupí una bocanada de sangre que se había acumulado mi boca y avancé; mientras más se alargara esto, mayor sería su ventaja. Necesitaba terminar esto rápido si quería tener la más mínima posibilidad de ganar. Añadí unos saltitos a mis pasos para ver si lo hacía retroceder, pero el gran hijo de perra estaba tan tranquilo como el agua de un estanque. Era una lástima que los golpes a la entrepierna estuvieran prohibidos, ya que uno de esos seguramente lo hubiera hecho moverse. Lancé un jab a su quijada pero Fenn lo dejó pasar, pivotando para acercarse un poco más. Te tengo. Mi puño se enterró en su estómago con saña, sacándole un grito sofocado mientras salía de su alcance. La parte del público que había apostado por mi victoria celebró mientras el resto emitió una cacofonía de abucheos. Dejé que los sonidos se me resbalen, negándome a prestarles atención. Estuve demasiado consciente de mis alrededores cuando empecé en esto y me costó algunas victorias fáciles, pero había aprendido de mis errores.
—Vi tu última pelea, Foundling —gruñó Fenn mientras intentaba acortar la distancia—. ¿Segura que no quieres dejarte ganar esta vez también?
Si esa era su idea de una provocación, entonces le estaba pegando a una placa de acero con un palo. Finté un jab a sus costillas para que se detenga y lo rodeé para tener un mejor ángulo. Me dejé ganar en la última pelea, de hecho. Estaba ganando demasiado últimamente, lo cual era malo para mis posibilidades al apostar por mí misma. Pero después de recibir una paliza de un novato don nadie, la balanza se inclinó totalmente del otro lado; iba a ganar una fortuna si lograba derrotar hoy a Fenn. Lo suficiente para pagar la matrícula en el Colegio, incluso después de que los organizadores se lleven su parte y otro pago único sea apartado para mantener a los guardias de la ciudad mirando hacia otro lado.
—¿Le tienes miedo a una chica de la mitad de tu tamaño, Fenn? —dije, devolviéndole la sonrisa y quitando un mechón de cabello mojado que obstruía mi visión—. Deberías pasarle algunos cobres a los sanadores para que puedan arreglar tu hombría.
Y vaya que eso causó una reacción. Los ojos del hombre fornido se entrecerraron y apretó los dientes. Era curioso el modo en que la mayoría de los peleadores que intentaban provocarme eran sacados de quicio tan fácilmente. No era tan estúpido como para lanzarse sobre mí —no tendría la reputación que tenía si perdiera la cabeza así de fácil— pero se puso a la ofensiva en el momento que le di una oportunidad. Supongo que no importa lo predecible que seas cuando tus golpes son como la patada de un caballo. Al parecer mi pequeño comentario había encendido un fuego dentro de Fenn porque, cuando me lanzó el golpe, fue lo más rápido que lo había visto moverse hasta ahora; apenas pude arreglármelas para apartar de un manotazo su puño en el último momento y aun así rozó mi quijada. Si eso me hubiera dado, estaría inconsciente en el suelo. Me acerqué lo suficiente como para oler su sudor y lancé un golpe con todas mis fuerzas, pero ni siquiera se inmutó; no tenía suficiente fuerza tras el golpe. Recibió el impacto e intentó sujetarme para inmovilizarme, para mi pánico. Meterme en un forcejeo con un hombre de ese tamaño sería… muy malo. Mierda, mierda, mierda.
Logré darle con un uppercut desesperado justo en la barbilla y sentí cómo se le aflojaron algunos dientes, lo cual me consiguió un momento. Le di una patada a un lado de la rodilla y se dobló. Cayó sobre una rodilla y esa fue mi oportunidad.
Había hecho esto antes y sería brutal pero por los Cielos Radiantes, no iba a perder. Estrellé mi rodilla contra su estómago y Fenn cayó. Otra patada más lo dejó desparramado en el suelo, y ahora la pelea estaba prácticamente ganada; pisé con fuerza su tobillo y se rompió con un crujido enfermizo. Fenn dejó salir un grito ronco y sentí una pizca de culpa, pero la misericordia era el tipo de cosas que el Agujero sacaba de ti a golpes. Estaba a punto de romperle algunas costillas con otro pisotón cuando alzó la mano y masculló su rendición entre jadeos. Por un momento, todo lo que escuché era el sonido de mi sangre latiendo en mis oídos pero se pasó y el entumecimiento se convirtió en el griterío de la gente volviéndose loca. Limpié la sangre que brotaba de mis labios con el vendaje de mi mano, y me abrí paso para salir del agujero de tierra en el que acababa de romper los huesos de un hombre por oro. Bueno, oro por decirlo de alguna manera; normalmente me pagaban en denarios de plata Imperial, que de algún modo hacían que todo esto se sintiera todavía más retorcido. La fatiga asentándose en mis huesos me dejó poco dispuesta a charlar con los apostadores que habían hecho buenas apuestas por mí, aunque forcé una sonrisa de todos modos.
Un orco alto se abrió paso de entre la gente para darme una palmada en la espalda, la fila doble de colmillos perfectos en su boca convirtieron lo que se suponía que era una gran sonrisa en un espectáculo horripilante. Era raro ver a orcos en peleas como estas, los únicos pieles verdes en Laure formaban aparte de las Legiones y tendían a mantenerse alejados de las cosas ilegales. Por no mencionar que los legionarios estaban lejos de ser populares en la ciudad incluso dos décadas después de la Conquista, el tipo de personas atraídas al Agujero era el tipo que no lo pensaría dos veces antes de clavar un cuchillo en la espalda de un legionario en algún callejón oscuro. Suerte con eso, pensé mientras escapaba de las felicitaciones entusiastas del piel verde. Los orcos eran más altos y de complexión más robusta que los humanos, generalmente hablando, y su piel gruesa y verdosa los hacía jodidamente duros de vencer. Cualquier persona lo bastante estúpida para meterse con trescientas libras de asesino entrenado se merecía lo que sea que le pasara.
Corredora estaba en la parte de atrás del almacén, sentada en su mesa de siempre. No había ventanas en el Agujero —el vidrio se había vuelto más caro desde el último aumento al impuesto— y el puñado de lámparas de aceite distribuidas por todo el lugar proyectaban más sombras que luz sobre el rincón que había reclamado como suya. La gente la ignoraba, en parte debido a que tenía una reputación totalmente repugnante y en parte debido al par de guardaespaldas de aspecto lúgubre parados detrás de ella. Pensé que Corredora era un Nombre cuando lo oí por primera vez, pero solo era algo teatral; ni siquiera podía usar magia, hasta donde sabía. Su único poder era tener una gran cantidad de matones en su nómina, lo cual hay que reconocer que era más útil en su área de trabajo. Ella sonrió cuando me vio acercándome, la luz iluminando su puñado de dientes de oro.
—Buen espectáculo el de hoy, Foundling —dijo—. Vaya forma de enorgullecer al viejo país.
Solté un bufido al oír eso. La piel y cabello de Corredora eran tan oscuros como los míos: ambas teníamos sangre Deoraíta corriendo por nuestras venas. Pero bueno, yo era una huérfana y ella nació y se crió en Laure; ninguna de las dos había puesto un pie en el ducado del norte o hablado una sola palabra de la vieja lengua. No es que me estuviera quejando del sentido de parentesco tan fuera de lugar; las chicas de quince años como yo normalmente no podían competir en el Agujero. Pude entrar usando la reputación de los Deoraítas de ser buenos peleadores. Defendieron el Muro por quinientos años, antes de la Conquista. Incluso ahora, el ducado en el que vivía la mayoría de ellos era la única parte de Callow sin gobernantes Imperiales. Había leído sobre alguna clase de trato realizado con la Emperatriz, aunque no recuerdo los detalles concretos.
—Lo intento —gruñí—. ¿Tienes mis ganancias?
Corredora rió para sí y deslizó los denarios sobre la mesa hacia mí. Los conté —la única vez que cometí el error de no contarlos me timó— y fruncí el ceño cuando me di cuenta de que solo había veintiuno.
—Faltan cuatro —le dije directamente—, no voy a caer dos veces con eso, Corredora.
Sus guardaespaldas se separaron de la pared y empezaron a acercarse amenazantemente en respuesta a la hostilidad en mi tono, pero la mujer de piel morena hizo una mueca y gesticuló con la mano para indicarles que retrocedan.
—Mazus volvió a subir los precios —explicó ella—. El porcentaje de todos es menor, hasta el mío.
Mientras no creí ni un momento que las ganancias de Corredora hayan visto cambio alguno, no tenía ningún problema en creer que el Gobernador haya decidido exprimir un poco más de oro del Agujero. El Gobernador Imperial de Laure había empezado su tercer periodo en el poder anunciando que todos los impuestos temporales de sus periodos anteriores ahora eran permanentes después de todo, y no había ni una sola tarta en la ciudad en la que no estuviera metiendo los dedos. Asentí, disgustada, y metí la plata en la bolsa de cuero en la que llevaba mi cambio de ropa.
—Zacharis está atrás, si quieres que te arregle el ojo —me dijo Corredora—. Ya sabes qué hacer.
Ya había dejado de prestarme atención antes de que terminara la frase, no es que me estuviera quejando. Corredora no era exactamente el tipo de compañía que me importaba tener, tampoco es que tuviera mucha compañía en primer lugar. Pasé en medio de los guardaespaldas sin tomarme la molestia de mirarlos, atravesando el umbral para entrar al pequeño y sucio cuarto trasero donde el mago del Agujero hacía su trabajo. Zacharis era un hombre en sus veintes, de piel pálida y constantemente ruborizada. La botella de vino medio vacía al lado del sillón en el que estaba roncando era la única razón por la que el sujeto estaba relacionado con un ring de peleas clandestinas; era un bebedor, y a cambio de la mayor parte del dinero que ganaba curando a los peleadores, Corredora le dejaba beber tantas botellas como deseara. Noté que otra vez apestaba a vino, mientras me acercaba lo suficiente para despertarlo de una sacudida, por lo menos esta vez no sentí un hedor a vómito. Zacharis abrió los ojos legañosos, recorriendo sus labios con su gruesa y roja lengua.
—¿Catherine? —dijo, casi gruñendo—. Creí que tu pelea era mañana.
Resentí el hecho de que insistía en llamarme por mi primer nombre en vez de Foundling, pero no tanto como para hacer una escena. Pude haber ido a la Casa de Luz —y ser sanada sin costo, también— si tuviera la paciencia para esperar en la fila, pero los sacerdotes de allá tenían esta desafortunada tendencia a hacer preguntas. Era mejor sufrir algunos minutos de la compañía del borracho y su torpe sanación a que una hermana aparezca en el orfanato a decirle a la Matrona que volví a meterme en peleas.
—Mañana es hoy —le dije con un suspiro—. ¿Estás lo suficientemente sobrio para sanar?
Murmuró una respuesta que no pude oír bien y se arremangó la ropa, lo cual tomé como afirmación. Sus ojos miraron fugazmente la botella pero cuando se arriesgó a verme, lo que sea que haya visto en mi cara bastó para convencerlo de cambiar de idea. Hizo un gesto para indicarme que me siente en un banco de madera y se levantó. Por la manera en que hizo una mueca al levantarse, debió haber sentido el inicio de un buen dolor de cabeza.
—Entonces, ¿por qué los sacerdotes sanan mejor que los magos? —le pregunté, tratando de forzarlo a concentrarse en el aquí y ahora.
La mirada que me dio fue bastante condescendiente. Zacharis pronunció algunas sílabas extrañas y su mano fue rodeada por una luz amarilla, puso la mano a una pulgada de mi ojo amoratado, dejando que el hechizo fluya.
—Los sacerdotes hacen trampa —me informó—. Simplemente le rezan a los Cielos y el poder pasa a través de ellos, arreglando lo que esté mal. Sin necesidad de habilidad alguna. Los magos tienen que entender lo que hacen. Lánzale magia al cuerpo de una persona sin un plan y sanación es lo último que obtendrás.
Eso no fue… tan reconfortante como pensé que sería. Confiar en que Zacharis sabía lo que hacía se volvió una batalla cuesta arriba, luego de conocer al sujeto. Pero bueno, si fuera un total inútil, Corredora no le permitiría continuar aquí. Los Dioses sabían que debía costarle una fortuna en licor, independientemente de lo barata que fuera el trago que bebía.
—Listo —dijo después de un momento, alejando la mano—. Lo dejé tan bonito como pude. Que no te peguen otra vez, la piel es más frágil de lo normal.
Asentí a modo de agradecimiento, sacando siete cobres de mi bolsa y dejándolos en su palma abierta. Vaciló, luego agarró un par y me las devolvió. Y lo miré con sorpresa.
—Ya casi tienes dieciséis, ¿verdad? —dijo Zacharis—. Seguramente te quedan solo unos pocos meses antes que el orfanato te eche. Quédate con esas, cada moneda contará cuando estés por tu cuenta.
Eso fue extrañamente conmovedor, viniendo de un hombre al que apenas podía soportar en el mejor de los casos.
—Gracias —dije en voz baja, avergonzada por la repentina muestra de generosidad.
El mago de piel pálida sonrió con amargura.
—Ve a casa, Catherine. Aprende algún oficio en vez de inmiscuirte en cosas como esta. Hay una razón por la que lo llaman el Agujero, ¿sabes?
Agarró la botella y sacó el corcho, tomando un trago mientras me daba la espalda. Huí del cuarto y del almacén; mientras menos tiempo perdiera aquí, mejor. Además, ya casi sonaba la campana de la noche y tenía un trabajo real al cual llegar.
Ya me encontraba en Orilla de Lago así que fue una caminata corta al Nido de Ratas.
El barrio se veía peor de día que de noche, en el día no hay oscuridad que oculte la suciedad y miseria, supuse. Las calles de aquí eran estrechas y reducidas, a diferencia de las amplias avenidas pavimentadas de Fairway donde todos los ricos vivían. El Barrio de Orilla de Lago había sido una pocilga incluso cuando Laure solía ser la capital del Reino de Callow en vez de una colonia más. O eso me han contado; la Conquista había sucedido hace más de dos décadas, algunos años antes de que yo naciera, así que tenía que confiar en esas historias. Pero bueno, tenía la sensación de que estaba peor de lo que solía estar. Los Gremios podrían haber estado enriqueciéndose puesto que habían caído a los bolsillos del Gobernador Mazus, pero todos los demás estaban sintiendo el peso de los incesantes aumentos a los impuestos; los almacenes antes abandonados ahora estaban llenos de gente cuyos hogares y negocios fueron embargados debido a que no pudieron pagar a tiempo, no eran muy diferentes a refugiados en su propia ciudad de nacimiento. Si sigue estrangulando al mercado, toda la ciudad podría terminar pataleando aquí en la tierra, pensé mientras rodeaba de puntitas un charco de lodo. Mis botas ya eran más que viejas y podrían no sobrevivir en una sola pieza el ser limpiadas una vez más.
Además, Harrion no me dejaría ser camarera si fuera a dejar huellas de lodo por todo su piso. Ya tenía una mala opinión de mis peleas en el Agujero, aunque no es que haya dicho algo al respecto; solamente tenía la tendencia de enviarme temprano a casa cada vez que aparecía con moretones demasiado obvios. Con suerte tendría tiempo para enjuagarme en el cuarto trasero antes de que pueda ver la sangre que aún tenía en el labio; pero el final de mes nunca era muy ocupado en el Nido de Ratas, así que bien podría estar tomando una siesta en los cuartos de arriba en vez de estar vigilando el cuarto común. Lo cual significa que Leyran podría ser mi única compañía esta noche, fruncí el ceño. El hijo de Harrion era unos años mayor que yo y estaba convencido de que era el hombre más encantador desde el Príncipe Brillante. Era un vago, y tenía cierta tendencia a pasar más tiempo hablando con los clientes habituales que sirviéndoles sus tragos, especialmente cuando por alguna milagrosa razón una mujer atractiva terminaba en el Nido. Era inofensivo, en lo que respecta a idiotas, pero si terminaba heredando la taberna lo más probable era que sería el fin de la misma. Tomé un atajo por el patio de Tom el Curtidor para ahorrarme algunos minutos de caminata, si tan solo el sudor con el que seguía empapada no tuviera suficiente tiempo para asentarse.
No tenía una llave para la puerta trasera, pero no estaba cerrada. Limpié mis botas en el trapo sucio, que estaba segura había sido robado de algún mercante en el puerto, tiré mi bolso en el piso sucio y me dirigí hacia el recipiente de agua sobre la mesa en el rincón. El ruido de fondo filtrándose de la puerta al cuarto común dejó claro que ya había unos cuantos clientes, aunque la canción que la juglaresa estaba tocando sonaba todavía más fuerte. Hice una mueca cuando berreó una parte especialmente fuera de tono. Recogí el trapo dentro del recipiente y limpié mi cara. Usé la placa de cobre pulido que colgaba en la pared para asegurarme de que no quedaban rastros de sangre en mi cara, maldiciendo en voz baja cuando me di cuenta que coágulo de sangre en mi labio no se quitaba. Tenía que admitir que la chica de piel oscura mirándome de vuelta en la superficie de la placa de cobre había visto mejores días.
Nunca he sido lo que podría considerarse bonita —mi barbilla era demasiado marcada, mis pómulos demasiado angulosos— pero la manera en que los mechones de cabello estaban pegados en mi cabeza me hacían ver como una chica de la calle empapada. Algunos mechones de cabello se habían salido de la cola de caballo en la que los había atado, así que me quité el sujetador de madera y lo metí en mi bolsillo. El agua dejó el trapo fresco y agradable, así que lo froté a lo largo de mi cuello hasta la clavícula solo por la sensación de frescura. La camisa de lana que usé en el Agujero estaba manchada de sangre así que me la quité y la metí al bolso, poniéndome mi única ropa buena. La blusa de algodón era de un azul agradable, el símbolo de la Casa para Niñas en Trágica Orfandad cosido sobre el corazón. Tendría que ser cuidadosa para no derramar ni una gota de cerveza sobre ella, todavía faltaban algunos días para lavar ropas en el orfanato y la Matrona revisaba las ropas cada mañana. Dejando mi bolso en el rincón, empujé la puerta y entré al verdadero Nido de Ratas.
El cuarto común de la taberna era exactamente tan linda como el nombre daba a entenderlo: paredes de madera destartaladas, recicladas de restos de botes y un piso de tierra que se volvía lodo cada vez que se derramaba demasiada bebida. En medio del cuarto había una fogata amplia rodeada de piedras, la cual estaba rodeada por un círculo de mesas en el que media docena de clientes conversaban tranquilamente entre bebidas. Solo dos humanos, por lo que vi. Tres orcos aun en armadura de legionarios compartían una mesa con una duende de ojos amarillos con galones de oficial en los hombros. O al menos yo creía que era una duende, era difícil distinguir el sexo con todas esas arrugas en su verde piel. Ver a los tres enormes orcos que eran, por lo menos, un metro más altos que la escuálida duende y aun así estaban pendientes de cada palabra que decía, me sacó una pequeña sonrisa, aunque mi atención cambió de foco tan pronto como nuestra juglaresa empezó una nueva canción.
"La bota sube y la bota baja:
Ahí va su corona callowana
Y no importa cuán altas sean
Haremos que esas murallas caigan…"
Hubo una pequeña celebración por parte de la mesa llena de soldados. Al parecer, Ellerna había decidido consentir a su público esta noche. La Canción Legionaria no era exactamente una cancioncilla popular en Callow. No era de sorprenderse, considerando que hacía mucha referencia a la Conquista.
No había señal de Harrion por ningún lado pero Leyran estaba holgazaneando en una de las mesas del rincón, sonriéndole a Ellerna cada vez que ella miraba en dirección suya. Qué asco. Había estado intentando convencerla de compartir una de las camas del segundo piso desde que Harrion la contrató, y aunque al principio ella parecía tibia ante la propuesta, estos últimos días ha parecido inclinada a ceder. Mala idea, Ellerna. No busca casarse, sin importar lo que su padre desee. El hombre en cuestión notó que había entrado un momento después y me indicó que me acercara. Crucé el cuarto, sonriéndole a un par de mujeres al pasar a su lado mientras avanzaba. Leyran me mostró lo más cercano a una sonrisa pícara que pudo gesticular, pasando una mano por su cabello corto mientras tomaba el asiento al otro lado de la mesa.
—Catherine —me saludó—. Puntual como siempre.
El hecho de que logres llegar tarde al trabajo cuando vives en el mismo edificio escapa mi comprensión, me contuve para no decirlo.
—Leyran —contesté en cambio—. ¿Mi delantal sigue bajo el mostrador?
Se encogió de hombros y dijo:
—Justo a un lado de la porra. Pero papá quiere hablar contigo primero. Está arriba, en su cuarto.
—Ajá —gruñí en respuesta y me levanté. Aún faltaban algunos días para que Harrion necesite de mi ayuda con las cuentas, por lo que no podría ser eso. Puede que simplemente me necesite para ayudarlo con algunos números; la mitad de las razones por las que fui contratada en el Nido fue que sabía de letras y números. Los beneficios de ser criada en una institución financiada por el Imperio, supongo. Los escalones chirriaban bajo mis pies y me llevaron directamente hacia el pasillo en el que había cuatro puertas cerradas: dos para la familia, dos para rentar.
El cuarto de Harrion era donde guardaba todos sus documentos, así que había estado antes ahí. Toqué la puerta y esperé un momento antes de abrirla. La única fuente de luz en el pequeño cuarto eran un par de velas: una cama y una cómoda estaban apretujados en el rincón izquierdo, con lo que apenas podía llamarse un escritorio de frente a ellos. Harrion estaba sentado frente al escritorio y el viejo me indicó con un ademán que me acercara sin siquiera voltear.
—Catherine —gruñó Harrion—, necesito que me leas algo.
El dueño del Nido de Ratas era un hombre delgado con una calva coronada por lo poco de cabello que le quedaba, vestido con ropa de lana marrón sencilla; él miraba un pedazo de pergamino que yo no podía ver bien, mirando airadamente a las letras como si lo hubieran ofendido personalmente. No estoy segura de que hubiera podido distinguirlas incluso si supiera leer, sus ojos ya no eran lo que solían ser, y siempre se mostraba reacio ante el costo de mandar a hacerse un par de gafas. Ya acostumbrada a la tosquedad de Harrion a estas alturas, me incliné por sobre su hombro y eché un vistazo al pergamino más de cerca. Era un documento oficial, lo noté rápidamente: había un sello dorado de cera en él que mostraba el escudo de armas de Laure. Leí por encima las primeras líneas, ya que eran mayormente tonterías ceremoniales, hasta que llegué al punto importante: la oficina del Gobernador estaba enviando un aviso oficial de que todos los establecimientos que sirvan licor necesitarían estar afiliados con el gremio correspondiente antes del fin del próximo mes, o tendrán que pagar impuestos adicionales.
—Quieren incorporarte al Gremio de Cerveceros —expresé—. De lo contrario tendrás otro aumento de impuestos; aunque no dicen de cuánto.
—Puto Mazus —maldijo Harrion—. Putos Praesitas y puto Imperio —añadió luego de un momento.
Había escuchado cosas mucho peores —y más creativas— sirviendo tragos abajo, así que las groserías raramente me desconcertaban. También podía entender su sentir. Me han contado que los Gremios solían ser una gran ayuda, cuando Callow aún existía, pero desde que a Laure le asignaron un gobernador imperial se convirtieron básicamente en un medio cortés de intimidación. Recaudaban cuotas de afiliación cada mes y exigían que cierta cantidad de producto fuera enviada al ayuntamiento para realizar "control de calidad"; y a cambio, se suponía que protegían los intereses de sus miembros y regulaban el comercio. El Gobernador había volcado la situación comprando a los Maestros Gremiales que pudo y ordenando accidentes para aquellos que no pudo comprar, convirtiéndolos en un dedo más en la mano Imperial que estaba estrangulando a Laure.
—Puede que el impuesto termine costando menos que una afiliación —dije después de un momento, sin saber qué más decir.
Harrion bufó burlonamente.
—Son codiciosos, no estúpidos —contestó—. Los impuestos serán brutales, muchacha, puedes apostarlo.
Pasé mis dedos por mi cabello, suspirando.
—Ya no podrás tenerme aquí, ¿cierto?
El viejo calvo tuvo la gracia de parecer avergonzado.
—Tal vez en las noches ocupadas, pero no tan seguido como ahora —admitió.
Me hubiera gustado culparle, pero no sería lo correcto. No era su culpa, ¿verdad? No estaba más contento que yo por la situación, y tampoco era como si hubiera alguien ante quien apelar. Los Gobernadores respondían directamente a la Temible Emperatriz, y dudaba que a Malicia le importe una mierda que su amigo Mazus sea un señor ladrón en este rincón de su territorio. Siempre y cuando los tributos lleguen a tiempo, ¿qué le importaba? No es justo, pero no recibes lo justo cuando pierdes guerras, pensé. Sentí mi puño apretarse, aunque lo forcé a aflojarse un momento después. Cosas como esta eran exactamente la razón por la que necesitaba ir al Colegio. Si llegaba lo suficientemente alto en las filas de la Legión, si amasaba suficiente poder e influencia, un día estaría en una posición adecuada para arreglar esto. Para enviar a imbéciles como Mazus a la horca en vez de mirarlos dando un banquete tras otro en el palacio.
—¿Debería quedarme hasta el final del mes, por lo menos? —pregunté.
Harrion asintió cansadamente.
—Intentaré pensar en algo, Catherine —dijo—, sé que has estado ahorrando para algo.
Sonreí pero ambos sabíamos que esas palabras fueron un gesto vacío. Ya tenía un año a cargo de los números del Nido, y el oro que entraba al lugar era limitado. Bajé de nuevo las escaleras, intentando pensar en alguna solución a este problema. Puede que logre juntar suficiente si empezaba a pelear con más frecuencia en el Agujero, pero eso conllevaba sus propios riesgos, perder siempre era una posibilidad, y mientras más ganara más difícil sería conseguir una buena apuesta en mí misma. Corredora había insinuado una o dos veces que estaría dispuesta a aceptarme como ejecutora, pero esa era una cuesta resbaladiza. Lo consultaré con la almohada, decidí. Me puse mi delantal. Todavía tenía un trabajo, por ahora, y no era alguien que evadía un trabajo honesto cuando podía obtenerlo.
En noches tranquilas como esta pasaba tanto tiempo limpiando como sirviéndole tragos a los clientes. La despensa había permanecido más o menos en orden desde la última vez que me tomé el tiempo para organizarla, y ninguno de los barriles estaba goteando. Estuve pasando un trapo distraídamente sobre el mostrador por lo menos durante un cuarto de campana antes de que algo captara mi atención. Había un puñado de regulares con los que estaba en buenos términos pero mi favorita —por mucho— era la Sargento Ebele; no pude evitar sonreír cuando entró. Era alta, más alta incluso que la mayoría de orcos, y su piel era todavía más oscura que la mía. En las partes más cálidas del verano casi podría ser considerada como particularmente morena, pero ella era negra como el carbón del modo en que solo los Praesitas del norte podían serlo. Había una pequeña cicatriz a un lado de su boca que mantenía sus labios en una media sonrisa perpetua, que se volvió una gran sonrisa cuando me vio. Cuando se adueñó de una mesa yo ya había llenado su jarra, y se la llevé sin perder un solo momento.
—Tú, mi dulzura —dijo Ebele después de darle un gran trago a su cerveza—, eres una verdadera delicia. Este lugar se iría al garete sin ti manteniéndolo a flote.
Mi rostro ensombreció brevemente al pensar que muy pronto ése sería el caso, pero hice a un lado el pensamiento.
—¿Entonces, acabas de terminar tu turno? —pregunté con impaciencia.
La sargento tenía un temperamento amigable que me gustaba, pero lo que más disfrutaba de ella era que después de algunos tragos se volvía un poco propensa a empezar a contar historias sobre su servicio con la Legión. Ella era una veterana de la Conquista, una que estuvo en las primeras líneas en los Campos de Streges y el Sitio de Summerholm; al igual que en parte de la rápida pero brutal guerra civil dentro del Imperio que había precedido a su invasión de Callow. Aunque hablaba menos de esa parte. Tenía la impresión de que fue un asunto bastante brutal. Y si alguien que estuvo en los Campos piensa que algo es brutal, me inclino a confiar en su palabra.
—Oh, sí —Ebele refunfuñó—. Es por eso que estoy aquí para ahogar mis penas. Si tengo que escuchar una vez más las risitas de Goren, tendré que estrangular al idiota. Sé una lindura y tráeme un cántaro, ¿sí? No tengo la intención de poder salir de aquí por mi cuenta.
Bufé y desaparecí en la despensa, llenando un cántaro de barro hasta el borde en el grifo. Uno de las pocas cosas que redimían al Nido de Ratas a comparación de todas las tabernas de porquería, era que Harrion no le echaba agua a la cerveza. Sabía a alimañas muertas, claro, pero por lo menos no sabía a alimañas muertas marinadas en agua. Cuando volví, la mitad de la jarra de Ebele había desaparecido, lo cual era buena señal de que podría sacarle algunas historias; aunque esperaba que no siguiera a este paso, porque su acento cantadito se hacía más difícil de descifrar cuando arrastraba sus palabras.
—Ven, siéntate conmigo, adorable Catherine. —La sargento sonrió cuando puse el cántaro en la mesa—. Este lugar no puede estar más muerto.
Un vistazo rápido alrededor lo confirmó. Aparte de los clientes que ya estaban aquí cuando entré —y que ya estaban tirados en el suelo y mesas— no había nadie más. Incluyendo, noté cansadamente, a Leyran y Ellerna. Traté de no pensar demasiado en ello.
—Todavía es temprano. —Admití.
El Nido se pondría más ocupado al acercarse más la campana de medianoche, pero todavía faltaba mucho para eso. De pronto Ebele se inclinó hacia adelante, mirando más de cerca mi cara.
—Fuiste tocada por un mago, y parece que fue reciente —observó, con tono de sorpresa.
Parpadeé repetidamente. ¿Acaso Zacharis arruinó su hechizo? No debería haber ninguna marca visible.
—Me metí en una pelea —admití—. ¿Cómo pudiste notarlo?
La sonrisa de la sargento de cabello negro se tornó pesarosa.
—Cuando has visto suficientes sanaciones hechas por magos aprendes a notar las señales. Quien haya hecho esto fue un poco tosco en los bordes, pero es un buen trabajo.
Ja, ja, punto para Zacharis, supuse. Si podía sanar tan bien con resaca, debía ser un hechicero bastante bueno cuando estaba sobrio. Si es que alguna vez estaba sobrio. Ebele pausó, aparentemente considerando sus siguientes palabras, y yo me preparé para contener un suspiro. La gente realmente necesitaba dejar de decirme que no me meta en peleas, ahora más que nunca, considerando que no iba a ganar mucho en el Nido de Ratas.
—¿Ganaste? —preguntó la mujer de la cicatriz.
Sonreí.
—Mandé su trasero al suelo de una patada —contesté.
—Buena chica. —Ebele rió con aprobación—. Deberías considerar las Legiones, si quieres conseguir algunas sobras reales.
—Estoy ahorrando para ir al Colegio —admití—. Espero llegar allí el próximo verano.
Las cejas sin vello de la sargento se alzaron.
—¿El Colegio de Guerra? Ambicioso de tu parte, aunque supongo que es menos costoso desde que el Señor Negro agilizó las reformas.
Nací después de las reformas —precedían a la Conquista— así que sólo tenía una vaga idea de lo que hablaba. Nunca conseguí ningún detalle real de nadie sobre lo que eran en realidad las reformas, aunque todos estaban de acuerdo en que habían cambiado radicalmente a las Legiones de Horrores. Pero el nombre que había mencionado llamó mi atención. Bueno, el Nombre si se quiere ser exacto: Caballero Negro. El hombre que guió a las Calamidades durante la destrucción del Reino de Callow, hace más de veinte años. Sabía que seguía vivo y tramando cosas nada buenas en alguna parte del Imperio, pero la existencia de personas con Nombres nunca se había sentido muy real para mí. Los Héroes y sus equivalentes más oscuros eran el tipo de personas que vivían en leyendas, no en mi realidad de peleas en el agujero y servir tragos.
—¿Has conocido a alguno de ellos alguna vez? —pregunté—. A las Calamidades, quiero decir.
Hubo un tic en la media sonrisa de Ebele por lo divertido que le pareció la pregunta.
—¿En persona? Solo a uno —dijo—. Antes de la Conquista yo era parte del Segundo, cuando fue desplegado para patear la puerta del Gran Señor Duma.
La sargento tomó un gran trago de su jarra.
—Mi compañía se topó con algunas de las tropas personales de su familia durante nuestro avance a su dominio; unos imbéciles repugnantes, con magos y una posición atrincherada. Pudimos haber desperdiciado fácilmente a trescientas personas para romper ese hueso, y no podíamos simplemente dejarlos allí sobre nuestras líneas de suministro.
Me incliné hacia adelante. ¿Cuál de ellos habrá sido? Probablemente no haya sido el Caballero Negro, o ya lo hubiera mencionado antes, y puesto que Capitana era famosa por siempre estar cerca de él, probablemente también quedaba descartada. Dudaba que Asesino se haya detenido para charlar, pero ¿Exploradora tal vez? Esperaba que haya sido Exploradora. Siempre me gustaron más las historias sobre ella.
—Así que empezamos a construir una empalizada alrededor de ellos —Ebele continuó—. Esperando refuerzos y todo eso; y de la nada, este hombre camina hacia nosotros. Le da una palmada a nuestra capitana en la espalda, le dice que prepare a la compañía porque volverá a moverse pronto.
¿Un hombre? Eso significaba que…
—Así que la capitana le pregunta quién por los Dioses de Abajo se cree que es, y él le muestra esta gran sonrisa altanera. "Llámame Brujo. Ese maquinador desgraciado me envió para abrirles el paso", y luego se fue.
Brujo. Lo llamaban el Soberano de los Cielos Rojos, o lo que sea que se supone que signifique: a los Praesitas les encantaba ponerle títulos extravagantes a todo, era algo así como una obsesión cultural. Probablemente originada por los siglos de villanía impenitente.
De pronto el tono de Ebele se puso serio, la alegría en sus ojos desapareció y fue reemplazada por fascinación y lo que parecía ser la más diminuta pizca de temor.
—Nunca alcanzamos a acercarnos lo suficiente para ver exactamente qué fue lo que hizo —musitó Ebele—. Pero ni siquiera un cuarto de campana luego de que desapareció, toda la guarnición enemiga se incendió en una columna de llamas rojas. Cuando marchamos a través de ella más tarde esa noche, todo el lugar estaba intacto. Ni una roca ni tienda de campaña se encontraba fuera de sitio, pero todas las armaduras estaban vacías. Como si las personas simplemente hubieran… desaparecido.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Era una cosa que un mago haga fuego —era uno de los hechizos más fáciles de aprender— ¿pero lo que había descrito? Eso era alto totalmente distinto. No se obtiene un Nombre como Brujo aprendiendo los hechizos bonitos, supongo.
—Te diré esto sobre las Legiones, dulzura —La sargento susurró—. Las rutinas de ejercicio son una mierda, pero por lo menos sabrás que cuando pises un campo de batalla todos los hijos de puta más aterradores estarán de tu lado.
Asentí lentamente, pero un grupo de clientes entró antes de que pudiera decir algo más. Me encogí de hombros, disculpándome de Ebele y volví al trabajo.
La caminata de vuelta al orfanato siempre era la peor parte de la noche.
Trabajar en un bar en la parte peligrosa de Laure tenía sus riesgos, lo sabía, pero ninguna taberna en el Barrio Mercante estaba haciendo fila para contratar a huérfanas de dieciséis años. Había probado mi suerte más de una vez y me mostraron la salida el mismo número de veces antes de decidir que el Nido de Ratas era mi oportunidad dorada. Además, escuchar a escondidas las conversaciones de veteranos ebrios rememorando el pasado era más interesante que hacer lo mismo a miembros de gremios pretenciosos. De vez en cuando algún cliente se atrevía a manosear, cierto, pero esa era la razón por la que tenía una porra bajo el mostrador. Rara vez era necesario decirles dos veces que no pongan las manos donde no deben, y aquellos que lo necesitaban volvían cojeando a casa con algunos dedos rotos por los problemas causados. A la matrona de la Casa para Niñas en Trágica Orfandad de Laure le ofendía profundamente de que fuera capaz de hacer algo tan burdo como servirles bebidas a rufianes, pero solo tenía que sufrir de sus sermones por un año más antes de ser libre. Estaba totalmente dispuesta a pasar media campana en la oficina de la vieja siendo censurada por "confraternizar con elementos indeseables" si eso significaba que cuando cumpliera dieciséis tendría suficiente para pagar mi matrícula. Tampoco es que le haya dicho que para eso estaba ahorrando: si le molestaba que sirva tragos en Orilla de Lago, le daría un ataque si se llegaba a enterar que quería enlistarme en la escuela para oficiales de las Legiones de Horrores. La campana de medianoche había sonado hace poco cuando por fin salí del trabajo, y volver a la Casa de noche no era tan peligroso como uno pensaría, de todos modos: los guardias de la ciudad eran totalmente corruptos y, para el colmo, estaban en el bolsillo del Gobernador, pero eran muy conscientes de que si no podían mantener el orden en la ciudad las Legiones se harían cargo.
Y lo gracioso era que había mucha gente que quería que eso pase: decían que a las Legiones se les pasaba un poco la mano con los ahorcamientos, pero al menos todo funcionaba sin problemas cuando Laure estaba bajo ley marcial. Sin embargo, mientras Mazus siguiera en la cama con los Gremios y mantuviera a los guardias en su nómina no había nada que nadie pudiera hacer al respecto. Causar disturbios solo resultaría en muchas cabezas empaladas sobre las puertas de la ciudad cuando los legionarios terminen de despejar a la multitud: el Temible Imperio de Praes no toleraba la disensión, mucho menos iniciar una oposición.
Dicho esto, había una razón por la que Orilla de Lago era conocida como la zona violenta de la ciudad y no tenía intención de quedarme mucho tiempo en las calles oscuras. Deseaba tener un cuchillo conmigo, en serio, pero la única vez que lo intenté la matrona me lo confiscó cuando una de las chicas de mi dormitorio me delató. Nunca he sido popular con las otras, y eran muy capaces de vengarse de mí con métodos mezquinos cuando podían. Estaba casi a medio camino cuando un grito seguido del sonido de lucha me sacó de mis pensamientos: vino de un callejón, uno de los miles de callejones sin salida que llenaban esta parte de la ciudad.
Me asomé desde la esquina y sentí mi corazón acelerarse cuando vi la silueta de un guardia derribando de un empujón a una chica. Su blusa ya estaba rota, pero ella parecía más concentrada en rogarle al hombre que la deje sola que en defenderse. Mierda. Este era el tipo de cosa del que una chica sensata se alejaría, por más horrible que fuera esa realidad.
¿Por qué no nací como una chica sensata?
No tenía intención de pelear con un hombre en armadura por lo menos treinta centímetros más alto que yo, pero puede que logre alcanzar a la otra chica y escapar si hacía esto correctamente. A diferencia del guardia, no tenía un arma, pero si lo golpeaba fuerte y rápidamente podría dejarlo inconsciente antes de que se vuelva una pelea.
Imprudente, tal vez, pero ¿qué se supone que haga, simplemente cubrirme los oídos e irme alegremente? Entré al callejón con tanto silencio como pude, alcanzando a ver un cajón destartalado de coles pudriéndose mientras avanzaba. Mis dedos se cerraron en el borde del cajón y recorrí la distancia restante que me separaba del guardia con unos cuantos pasos, lanzando el cajón hacia su nuca. El cajón se rompió con un crujido gratificante, derribándolo mientras la chica de la que abusaba dio otro grito de terror. Pateé al guardia en la barbilla para asegurarme de que no se levantara. La chica con la blusa rota estaba alejándose de mí, aparentemente me tenía tanto miedo como a su torturador. Era un gesto inútil: el callejón terminaba en un muro de madera, no había a dónde ir excepto mi dirección.
—Estoy aquí para ayudarte —le dije de forma tranquilizadora—. Ven conmigo, tenemos que salir de aquí antes que…
Nunca pude terminar la frase, ya que un golpe certero en la sien me mandó tambaleándome al suelo. El mundo giraba pero traté de levantarme solo para terminar cara a cara con la hoja de una espada. Miré los ojos de un segundo guardia, este tenía galones de sargento en los hombros. Su rostro siniestro me miraba mientras mantenía la punta de su espada corta a menos de dos centímetros de mi garganta.
—Joseph —dijo tranquilamente—, ¿estás bien?
El hombre al que había golpeado con el cajón giró, soltando un quejido, y se levantó cuidadosamente.
—La perra me atacó —dijo enfadado—. Eso seguramente dejará un moretón.
—Alégrate de que no tenía un cuchillo, idiota. —El otro le contestó.
—Intentaba violar a la chica —dije, respirando con dificultad—. ¿Por qué en los Infiernos me golpeas a mí?
El rostro del sargento mostró repugnancia momentáneamente, pero se negó a mirarme a los ojos.
—Dijiste que dejarías de hacer esta mierda —dijo, ignorándome para mirar airadamente a su colega—. Lo prometiste, Joseph.
"Joseph" simplemente agitó la mano.
—A nadie le hubiera importado si ella no se hubiese topado conmigo, Allen —contestó Joseph—. Podemos romperles algunos dedos para enseñarles modales e irnos a casa, ya casi termina nuestra ronda.
El sargento —Allen, al parecer— suspiró.
—Mira su blusa, Joseph. Lo que está cosido sobre su pecho es el blasón del orfanato Imperial. Si ella llega a casa con dedos rotos después habrá personas haciendo preguntas —dijo.
El aspirante a violador abrió los ojos ampliamente de miedo.
—Mierda —maldijo de nuevo—. ¿Qué hacemos? No puedo ir a la cárcel, ¿quién va a alimentar a mis hijos? Bessie ni siquiera tiene un trabajo.
Miré a hurtadillas a la chica. Ella estaba acurrucada en un rincón, temblando como una hoja y tratando de sostener su ropa rasgada. Tenía la mirada perdida, como si estuviera ahí pero sin estar ahí. Así que no podía esperar ninguna ayuda de su parte. Esto… no se veía nada bien.
—Tenemos que matarlas —dijo el sargento rotundamente—. Sin cuchillas, eso causaría demasiadas preguntas. Nos encontramos sus cuerpos mientras patrullábamos, sin testigos ni sospechosos.
Al Infierno con eso. Me moví rápidamente, dándole un golpe a la mano que sostenía la espada mientras intentaba levantarme de nuevo. Aflojó su agarre pero estrelló la cruz de la espada en mi hombro —ya casi lograba ponerme de pie en ese momento así que me hizo retroceder un paso, arruinando mi equilibrio. Traté de contener el pánico acumulándose en mi pecho, pero saber que estaba atrapada en un callejón sin salida con dos hombres armados más grandes y fuertes que yo no estaba ayudando. Arañé la cara del sargento mientras trataba de derribarme con el peso de su cuerpo, mis uñas sacaron sangre de su rostro y un siseo de dolor de sus labios. No era suficiente: había soltado su espada en algún momento y me azotó contra la pared, bajando por la fuerza mis brazos que se resistían y moviendo sus piernas para que no pueda tener suficiente espacio para patearlo.
—Joseph —dijo el hombre con voz preocupada—. Encárgate de la otra. Pero primero prométeme que esta es la última vez. No podemos seguir haciendo esto.
Joseph se lamió los labios, asintiendo nerviosamente.
—Sí, es la última vez —murmuró—. Digo, no quería que nadie muera por esto.
Un momento después la mano del sargento sujetó mi garganta y empezó a apretarla. Traté de golpearlo y forzarlo a soltarme, pero era más fuerte que yo y estaba intentando respirar pero…
—No debiste entrar al callejón, muchacha —dijo Allen—. Estos no son días para jugar al héroe.
—Siempre es un error, regodearse antes de terminar el trabajo —comentó una voz suavemente.
Hubo un destello de movimiento y una silueta enorme salió de la oscuridad, derribando fácilmente a Allen con una palmada y levantando al otro hombre del cuello. Aspiré una bocanada de aire con codicia, tosiendo varias veces antes de calmarme lo suficiente para mirar alrededor. La chica seguía encogida del miedo en un rincón, aparentemente catatónica, y un hombre estaba arrodillado a su lado. Puso una capa oscura y gruesa sobre sus hombros antes de ponerse de pie, sus fantasmales ojos verde claro miraron los míos. Tenía la piel pálida y estaba ataviado en una armadura de placas de acero, aunque se había movido como si los kilos del metal que vestía fueran tan ligeros como una camisa de seda. Miré brevemente la espada a su lado antes de voltear hacia la nueva presencia en el callejón. Era una mujer, o al menos vagamente parecía una: tenía por lo menos un metro más de altura que yo y el doble de mi ancho, sostenía a Joseph en el aire del cuello sin esfuerzo aparente, mientras este forcejeaba. Me levanté, conteniendo la tos con esfuerzo y sintiéndome incómodamente consciente de que el hombre de ojos verdes me miraba fijamente. Allen parecía estar a punto de ponerse de pie, así que lo pateé en la barbilla con una punzada de cruel satisfacción.
—Quedarse abajo sería la decisión más prudente, sargento —dijo el hombre—. Las consecuencias de seguir resistiéndose podrían parecerle desagradables.
—Gracias —dije con esfuerzo a los extraños—. Creí que estaba acabada.
El hombre inclinó un poco la cabeza en respuesta.
—Capitana —dijo sin siquiera mirar a la colosal mujer—, ¿me haces el favor de silenciar a nuestro otro amigo?
Ella hundió su puño en el estómago de Joseph más rápido de lo que mis ojos podrían seguir, sacándole un grito sofocado que casi fue una arcada, y luego lo golpeó lo suficientemente fuerte en la sien para dejarlo tirado inconsciente. Hizo todo esto sin soltarlo un solo momento, y aun así no pude notar el más mínimo indicio de incomodidad al verla colocar su cuerpo inconsciente sobre el hombro. Allen dejó salir un sonido ahogado.
—Sé quién es usted —dijo, casi sin aliento—. Usted es el Caballero Negro. Señor, ¡estamos de su lado!
Retrocedí medio paso, mientras sentía cómo mi estómago se retorcía de vil y puro terror. Golpear a un guardia por la espalda fue una cosa, pero si el sargento estaba en lo cierto, entonces me encontraba a menos de diez pies del maldito demonio en persona. Mierda, de todas las personas que pudieron haber entrado al callejón, ¿tenía que ser ÉL? El hombre de ojos verdes tenía tanta sangre en las manos que le causaría arcadas a la mayoría de los carniceros; no había hombre ni mujer en todo Callow que no conociera el Nombre. Y si quien cargaba al otro guardia realmente era la Capitana, entonces estaba jodida en todo el sentido de la palabra: las historias contaban que una vez había matado a un ogro con un solo golpe de su martillo. Oh Dioses, ahora que la veo debe tener al menos ocho pies de altura.
—No —murmuró el Caballero—. En verdad no lo estás.
Un pie cubierto en armadura se movió como un látigo y el sargento se unió a su cómplice en el reino de los sueños.
—Si la memoria no me falla, tenemos un piso franco a unas calles de aquí, Sabah —añadió luego de un momento—. Llevémoslos allí por el momento.
Capitana alzó una ceja.
—¿No se los llevaremos a la guardia?
—Mazus se enteraría en menos de una hora —contestó el Caballero—. No hay porqué darle ningún aviso de antemano.
—¿Y la chica?
Ambos miraron a la víctima, que seguía acurrucada en su rincón, temblando sin parar bajo la capa del Caballero Negro.
—Ordena a uno de los hombres que la lleve a casa —decidió—. Creo que ya ha tenido suficientes emociones por hoy.
La colosal mujer hizo un saludo, mientras el aspirante a violador seguía colgando de su hombro, y agarró al sargento del pie. Lo arrastró por la tierra sin cuidado alguno y cruzó la esquina.
—¿De verdad… —gruñí, con la garganta aún adolorida por el estrangulamiento—, ¿de verdad eres él?
El hombre de cabello moreno sonrió, aunque la sonrisa no pareció llegar a sus ojos. Eran fríos como el hielo, el inquietante tono de verde me hizo sentir escalofríos en la espalda; conocía a personas de ojos verdes, pero ninguno los tenía de un tono tan claro como los suyos. Se veían del mismo modo como me imaginaba que serían los ojos de un vidente, y el toque de extrañeza que lo rodeaba era innegable. Ni siquiera me había contestado pero el peso de su atención era suficiente para hacerme sentir como un conejo parado frente a un lobo, como si mi vida pudiera serme arrebatada en un abrir y cerrar de ojos. Supongo que algunas personas se acobardarían por eso, pero yo siempre he odiado sentir miedo. Las otras chicas en el orfanato nunca entendieron por qué seguía subiéndome al tejado y parándome en el borde cuando todos sabían que le tenía miedo a las alturas, pero ninguna entendía el punto. Seguía subiendo porque tenía miedo, y me negaba a dejar de hacerlo incluso cuando comenzaron a decir a mis espaldas que iba a convertirme en una gárgola si continuaba allí parada mirando airadamente al suelo. Por supuesto, no era tan estúpida como para pensar que enfrentar un infantil miedo a las alturas y mirar fijamente al monstruo sonriente frente a mí era lo mismo, pero el principio lo era. Mi temor no me dominaba, yo dominaba a mi miedo. Miré al Caballero Negro a los ojos, negándome a acobardarme aun cuando su sonrisa se hizo más grande. Puede que seas un lobo, pero no soy ningún conejo.
—¿Que si soy el Caballero Negro? —murmuró—. Sí, entre otras cosas.
El peso que había estado sintiendo desapareció tan rápido como había llegado y dejé salir el aliento que no sabía que estaba conteniendo. ¿Había sido él haciéndolo a propósito, o todo eso sucedió solo en mi mente? El miedo no se sintió natural, mucho menos ahora que no estaba asfixiándome. Desconfiaba de decirle mi nombre al hombre pero sería grosero no hacerlo, después de todo, acababa de salvarme el pellejo.
—Me llamo…
—Catherine Foundling, del orfanato imperial —terminó él, y se me heló la sangre.
¿Cómo supo mi nombre? ¿Acaso me habían sentenciado a muerte por alguna razón inescrutable? No había hecho nada ilegal, hasta donde sabía, ni me había asociado con nadie tan estúpido como para ir en contra de las autoridades Imperiales. No, me tranquilicé, si me quisiera muerta no hubiese intervenido cuando el sargento me estrangulaba. Entonces, ¿cómo…
—¿No has escuchado, cariño? —dijo, con los labios curvados de forma burlona—. Lo sé todo.
Sabía, en un nivel intelectual, que lo que dijo era imposible pero ahora mismo, parada en el callejón oscuro cerca de los cuerpos inconscientes de dos hombres que habían sido aplastados sin esfuerzo alguno, casi podía creerlo.
—En cualquier caso, no estás en problemas.
—Debo decir que no me está vendiendo muy bien esa impresión —respondí antes de poder contenerme.
Hice una mueca tan pronto como procesé las palabras que habían salido de mi boca. Estupenda idea, Catherine, vamos a despotricar contra el sujeto que puede cortarte a la mitad sin siquiera ser cuestionado. Necesito que me golpeen en la cabeza con menos frecuencia. Para mi alivio, se rió.
—Te doy mi palabra, supongo —contestó. No estaba segura de cuánto valía su palabra, pero no estaba en posición de discutir—. Y me temo que todavía requiero de tu compañía por un rato —continuó.
Fruncí el ceño.
—¿Para qué? Le dijo a… ella —dije, pensando dos veces en usar el Nombre de Capitana—, que todavía no se los entregarían a la guardia de la ciudad.
No podía imaginarme de qué podría servirle aparte de testigo, e incluso entonces, dudaba mucho que necesitara uno. Si la mano derecha de la Emperatriz creía que algunas personas tenían que morir, morían. Era así de simple, y cualquiera que fuera lo bastante tonto para protestar muy probablemente terminaría igual. El Caballero Negro sonrió, y sentí otra vez un escalofrío recorriéndome la espalda.
—Con el paso de los años, he llegado a creer que aquellos que han sido agraviados deberían tener voz y voto sobre cómo es compensado dicho agravio.
Después de una última mirada hacia la chica cuyo nombre nunca supe, y que ya estaba siendo ayudada por una figura silenciosa con capa negra, lo seguí.
El lugar era tan cercano como había mencionado, el trayecto fue tan corto que ni siquiera tuve tiempo de empezar a pensar en otra cosa que no fuera lo nerviosa que me sentía. Nada distinguía a la casa de seguridad de las otras casas del barrio, excepto, desde luego, la docena de soldados en armadura pesada parados en silencio frente a ella. Adiós sutileza, entonces. No es que me estuviera quejando, ni una patrulla completa de la guardia de la ciudad tendría el valor para enfrentarse a esos hombres. ¿O mujeres, tal vez? Era difícil saberlo por la forma en que la visera del casco cubría sus rostros y el metal ocultaba las siluetas de sus cuerpos. En cualquier caso, sabía quiénes eran.
Se llamaban los Guardias Negros, porque los praesitas tenían esta extraña fijación en ponerle la palabra "negro" (u "oscuro") a todo. Eran los guardaespaldas de élite del Caballero Negro, y los veteranos de los Campos de Streges, a los que había escuchado a escondidas, decían que supuestamente cada uno de ellos bastaba para enfrentarse a diez oponentes. Aunque decían eso de muchas personas. La Conquista había sido una guerra tan desigual que creía que una de las maneras en la que los callowanos lidiaban con el trauma era poniendo a los conquistadores en un pedestal. El Caballero Negro entró luego de un simple gesto con la cabeza y lo seguí en silencio.
Capitana —a quien no veía por ningún lado— o uno de los soldados sin rostro que había visto parados afuera debió haber encendido las velas adentro, porque había varias dispersas por la habitación. Había una cama andrajosa en el rincón y una mesa flanqueada por un par de sillas, pero aparte de eso los muebles eran escasos. Nada que valiera la pena robar a menos que estuvieras realmente desesperado. Los guardias habían sido atados y amordazados, recostados contra la pared del fondo. Ahora los dos estaban despiertos, y ambos hacían un pésimo trabajo ocultando su terror.
El Caballero Negro los ignoró e hice lo mismo, ocupando la otra silla después de que se sentara. La luz de las velas me permitió darle la primera mirada clara al hombre y aproveché la oportunidad descaradamente. ¿Cuántas veces iba a tener la oportunidad de verlo de cerca? Tenía una de esas caras por las que no pasan los años, que lo hacía parecer entre la mitad de sus veinte y la mitad de sus treinta, la cual era una apariencia bastante vigorosa considerando que se rumoraba que tenía casi sesenta. Todavía no tenía claro lo que quería, pero si no iba a decir nada, yo tenía algunas preguntas.
—Entonces, ¿qué pasará con ellos?
El Caballero Negro golpeteó la mesa con los dedos, las sombras causadas por las velas se retorcían sobre su rostro como si hubieran cobrado vida.
—Serán entregados a la guardia de la ciudad para ser juzgados y castigados. Ya que Laure ya no se encuentra bajo autoridad de las Legiones, la ley Imperial tiene precedencia. El intento de violación debería ponerlo un mínimo de cinco años en una celda; menos para el buen sargento, puesto que solo era un cómplice.
Cinco años. Era… Intentaron violarla, y cuando los detuve trataron de matarme para poder salirse con la suya.
—¿Eso es todo? —dije—. Después de todo lo que hicieron, ¿pasarán cinco años en una prisión con comida mala y después volverán a las calles?
Levantó una ceja.
—Subestimas lo desagradable que pueden ser las cárceles de Laure, pero en esencia estás en lo correcto.
—No es suficiente, por lo que intentaron hacer… por lo que hubieran hecho, si no hubiésemos tenido la suerte de que aparecieras —gruñí.
El hombre de piel pálida sobre el que había escuchado tanto en mi niñez me miró en silencio, su rostro era indescifrable. Las historias se repetían en mi mente, cada una menos creíble que la anterior. Una vez montó un dragón. Su espada se alimenta de las almas de los inocentes y es por eso que nunca ha perdido un duelo. Ve el futuro y lee las mentes de sus enemigos. Conquistó Callow en un mes convirtiendo a todo su ejército en hombres lobo. Los orcos lo adoran como un dios y es el rey de los duendes. Había una historia que decía que tenía sangre de gigantes corriendo por sus venas, pero viendo que le faltaba mucho para alcanzar los seis pies creía que era seguro descartarla. Esperaba que el poder de leer las mentes también pudiera descartarse, porque en lo que a mí respecta, la única persona que podía saber lo que había en mi mente era yo.
—Hay otra… opción —dijo el Caballero Negro.
De manera lenta y cuidadosa, desenvainó el puñal que colgaba de su cinturón y lo colocó sobre la mesa. Miré el puñal con cautela, el filo se veía malvadamente afilado desde mi asiento.
—¿Sabes qué es lo que separa a las personas que tienen un Rol de las que no, Catherine? —preguntó el Caballero Negro.
Negué con la cabeza.
—Voluntad —dijo—. La convicción, en el fondo, de que saben qué es lo correcto y que se encargarán de hacerlo realidad.
Sus palabras me hicieron contener la respiración. ¿Estaba insinuando lo que pensaba que insinuaba?
—Entonces dime, Catherine Foundling —susurró, con una voz tan suave como el terciopelo—. ¿Qué crees que es lo correcto?
Giró el puñal de tal forma que el mango apuntara hacia mí, con un hábil y ligero movimiento de los dedos.
—¿Qué tan lejos estás dispuesta a ir, para hacerlo realidad?
Podía sentir las miradas de los dos guardias amordazados en mí, pero los ignoré y crucé miradas con el Caballero, mi corazón retumbaba en mi pecho. Las vidas de esos dos hombres acababan de ser puestas en la palma de mi mano, y si quería apagar la luz en sus ojos, todo lo que tenía que hacer era cerrarla. ¿Realmente podía hacerlo? ¿Tenía el derecho de tomar por mano propia? Hacerlo sería homicidio, es lo que cada momento que he pasado en la Casa de Luz me había enseñado. Cinco años, recordé. Cinco años, y después volverán a las calles.
Mi mano se cerró alrededor del mango del puñal.
Me puse de pie y los ojos de Joseph se abrieron de par en par por el miedo cuando me arrodillé frente a él. No había nada en la habitación, nada en el mundo aparte de nosotros dos. Mis manos sudaban causando que la cubierta de cuero del mango se sintiera pegajosa, pero apreté la mano y le bajé la mordaza. Si hacía esto, si en verdad iba a hacerlo, tenía que saber. Podía sentir la mirada del Caballero en mí pero esto no se trataba de él. Se trataba de mí, de la decisión que tenía que hacer. Toda mi vida me había dicho que encontraría una manera para obtener poder y que lo usaría para arreglar las cosas. Para mejorarlas. Y aquí estaba ahora, con el poder de decidir la vida o muerte de dos hombres, otorgado a mí en la forma de unas cuántas pulgadas de frío acero.
—Has hecho esto antes —dije, en parte preguntando y en parte afirmando.
Se vio avergonzado por un momento, pero había algo en sus ojos que causó que me llenara de asco. Como si no entendiera lo vil que era lo que quiso hacer.
—Mira —dijo—, no quería. Es solo que, la forma en que estaba vestida… digo, ¿qué tipo de mujer decente sale en la noche…
Le corté la garganta.
No fue una decisión consciente. Por lo que dijo y había hecho, decidí que merecía morir; mi mano hizo el resto sin necesidad de una orden. Con el filo paralelo al suelo, cortando las arterias principales del mismo modo que el carnicero degollaba cerdos en el mercado. Tal vez si hubiera ido más seguido a la Casa de Luz le hubiera dejado ir a prisión, pero en lo único que podía pensar era qué pasaría cuando salga. La próxima vez que acorralara a una chica en medio de la oscuridad, no estaría allí. Observé cómo gorgoteaba la sangre que salía de su garganta y me miraba como si le hubiera traicionado de algún modo. Me pregunté si debía sentir algo. Tristeza, remordimiento, quizá solo náuseas por ver el proceso de su muerte.
Probablemente no hubiera acabado tan rápido con ella, pensé. El sargento se vio resignado cuando volteé en su dirección. Respiró profundamente y cerró los ojos.
Mi corte fue más limpio la segunda vez.
Me quedé ahí arrodillada por un rato, mirando la sangre gotear del puñal. Es curioso, matar a alguien. Esperarías que tuviera más fanfarria, un trueno a la distancia o el peso de la desaprobación de los Cielos cayendo sobre tus hombros. Yo solo me sentí un poco… entumecida. La palma de mi mano estaba un poco amoratada por la forma en que el mango del puñal se había apoyado al cortar, y mi blusa estaba salpicada de sangre. Así que ahora soy una asesina. Lo admito, no esperaba que mi noche terminara así. La broma fue de mal gusto pero sonreí de todas formas, porque sentirme como una perra despiadada era mejor que esta… apatía que se había apoderado de mí.
—¿Siempre es así? —pregunté, mis ojos seguían fijos en el cadáver del sargento y la sonrisa carmesí que había grabado en su garganta.
—¿Cuando tomas la decisión fríamente? —Escuché al Caballero Negro contestar justo detrás de mí—. Sí.
Asentí con la cabeza y no me resistí cuando me ayudó a ponerme de pie un momento después.
—Se lo merecían —le dije al hombre, mirándolo a los ojos.
No lo negó.
—Se lo merecían —susurré a mí misma..
Me guió hacia la puerta y no pudo importarme menos nuestro destino siempre y cuando fuera lejos de esa casa. El viento nocturno acariciando mi cara se sintió fresco y escuché a uno de los Guardias Negros entrar a la casa pero me rehusé a prestarle atención alguna.
—Tengo una pregunta para usted, Señor —dije luego de un momento, mi voz parecía la de un extraño, como si saliera del cuerpo de un extraño.
—Llámame Negro.
—Tengo una pregunta para ti, Negro.
—Te escucho.
—Eres un monstruo, ¿cierto? —pregunté en voz baja en la oscuridad, mirándolo por el rabillo del ojo.
Él sonrió.
—De la peor calaña —contestó.
No sé qué dirá esto de mí, pero por primera vez desde que entré a ése callejón, me sentí a salvo.