Nada, absolutamente nada, ni siquiera la acertadísima adivina con su precisa tirada de huesos, hubiera podido predecir lo que estaba por sucederle a Ayira y cómo esto, cambiaría para siempre la vida de la joven habitante del pueblo de los Canos.
Los Canos están ubicados en un sitio mágico; al norte una montaña deja ver su grandeza, y el bosque cubre de verdor una amplia extensión de terreno, al este y al sur del pueblo, la misma selva africana se extiende majestuosa, mientras que el oeste de la tribu, da a la orilla de las transparentes y azules aguas de un río de aguas dulces, y del cual obtienen parte de su alimento.
Allí, sus habitantes no requieren más de lo que el lugar les ofrece y viven en paz y en perfecta armonía con la naturaleza, mientas esta les brinda todo lo que pueden necesitar.
—...Y así es como, nuestros ancestros llegaron a estas tierras y fundaron el pueblo de los Canos, donde vivimos en plena libertad; lejos de la mano de pueblos dirigidos por hombres que dentro suyo, solo cabe la malicia —termina Menelik con aquel vozarrón surgido de lo más profundo de sus entrañas. El anciano sabio de la tribu, al hablar, arrastra las palabras de un modo particular, grabándolas a fuego en las mentes de los jóvenes que, sentados sobre la hierba bajo la agradable sombra de un frondoso árbol, lo escuchan atentos. Menelik les enseña todo lo que necesitan saber a través de cuentos e historias que, dice, ha aprendido de sus ancestros. Les habla de otras tierras donde existe la maldad blandida por la espada, donde hay castillos dirigidos por soberanos que poco les importa el valor de la vida humana, de pueblos en los cuales sus creencias y costumbres son diferentes a la de su pueblo, donde los cazadores y guerreros, son depredadores del alma y cuerpo de hombres, niños y mujeres.
Mientras tanto, no muy lejos de allí, Naki y Ayira, dos jóvenes y entrañables amigas, dos amigas que se quieren como hermanas, hablan sobre sus planes y proyectos que hoy, se avecinan condenados al fracaso.
Naki, hija del gran cacique Mamadou, protector y soberano de los Canos y la audaz y valiente guerrera Jasira, es una morena bellísima, con unos azabaches y expresivos ojos que dejan entrever el candor y la pureza de su alma. Una belleza de mujer con un corazón amoroso y noble en el que guarda todo el amor imaginable. Motivo por el cual todas sus cogeneres le tienen el mayor de los respetos y una gran estima, y Ayira, Ayira la adora, porque recuerda que cuando llegó a los Canos siendo una niña de cinco años, vestido enteramente su corazón de luto por la reciente pérdida de su padre, con una carita desvaída y entristecida, aquélla se convirtió en su amiguita y protectora, a pesar de que provenía de una tribu invadida por la suya, no tuvo reparo alguno en comprenderla y consolarla como una hermana cuando el guerrero Tafari, deslumbrado por la belleza de su madre, decidió tomarla como esposa.
Desde aquel día las niñas fueron dos almas en una, porque si Naki quería a la que llegó como extraña, Ayira adoraba a la que supo aceptarla desde el primer día.
—¡No Naki, no podré! Ya sabes que sí deseo marchar de aquí y huir de las garras de mi padrastro. Lo haría encantada; pero no puedo, no viendo así a mi madre... —y al ver un gesto de desaprobación por parte de su amiga, agrega—: No insistas, yo no puedo ni siquiera pensar en buscarme un destino mejor mientras sé que ella sufre. Mi madre —prosigue— sé que no quiere que vea el trágico fin que tendrá el cuadro de su enfermedad; pero no puedo irme. Y ambas deben respetar mi derecho a cuidarla y hacerle compañía en sus últimos días. Más allá de que su deseo sea que me marche de aquí contigo en busca de una vida mejor de la que tendré junto a mi padrastro, yo no me voy, no mientras mi madre viva; por favor no insistas, es en vano que intentes convencerme.
—Bien, Ayira, pero si ambas insistimos que vengas conmigo, es porque deseamos tu bien, y tú insistes en quedarte... y sola, a manos de un hombre que sabes no te ve como una hija, sino como la bella mujer en que te has convertido, y tú decides quedarte de todos modos, sufriendo aquí sus maltratos; tu madre sabe que no cuenta con mucho tiempo y teme por tu seguridad cuando ya no esté aquí para protegerte... ¡Es que ya no puede! ¿O no te das cuenta? —A Naki le molesta mucho ver a su padrastro tan cerca de Ayira—. Creo que Tafari está enamorado de ti. —le dijo ella, y sintió una intensa inquietud, la misma que aqueja a la madre de Ayira— Si no fuera porque te conozco y sé que eres una mujer lista y racional, pensaría que te has vuelto necia y bruta, y por ello te resulta disparatada la idea de marcharte conmigo.
—¡Qué tontería más grande dices, amiga! Sería para mí, una felicidad enorme sentirme libre de buscar mi propio destino, de encontrar la paz y la felicidad lejos de las garras del esposo de mi madre... Pero te pido que me entiendas, Naki querida. ¿Cómo podré hacerlo sabiendo que mi madre está enferma y sin mí? ¿Qué me necesita más que nunca? Lo siento, pero por más que ambas insistan, el corazón me dicta que este no es el momento.
—Pero, amiga, no te pongas así. Ya no llores, que no te lo repetiré más, ¿para qué?; si igual sé que no te voy a convencer. Además con mi propuesta lo que menos deseo es que te pongas aún más triste.
Por eso, porque lo que menos desea es mortificar a su amiga, y porque sabe que Ayira es bien terca al momento de mantenerse fiel a sus decisiones, no insiste ante su negación, es que Naki conoce tanto a su amiga...
Ayira, aquella niña que llegó hace quince años, huérfana de padre y siendo esclava a la vida de los Canos, hoy es una mujer de piel canela dorada, ojos verde-miel, herencia de su padre, cabellos negros como la noche y poseedora de una preciosura única. Lejos quedó Ayi, como su padre la llamaba. Lejos está de ser la pequeña triste, tímida y asustadiza, la niña que apenas asomaba su cabeza fuera de la protección de su madre, únicamente tras la insistencia de Naki, cuando aquella pequeña niña dulce, alegre y divertida, iba a buscarla.
Mientras fue niña no le importó mucho el maltrato de su padrastro, porque su madre y Naki siempre estuvieron para protegerla de cualquier daño, incluso de ese mal hombre. Con ellas aprendió a protegerse, a ser valiente, a resistir aún en las peores circunstancias y a aplicar, en quienes como ella lo necesitaran, su aprendizaje. Así fue con el ejemplo de estas dos mujeres que ama y admira, que aprendió a respetar al prójimo, y junto a ellas donde empezó a formarse la que luego sería un alma grande. Pero cuando llegó a la edad de soñar, cuando llegó a esa edad en que todas las jóvenes sueñan con que les nazcan alas para volar como pajaritos, para ella no había salida, y cuando lo hacía, era para marchar fuera del alcance de su padrastro a la compañía de Naki, ahora, su único refugio... Y pronto, ¡ella marcharía a otra tribu!, para vivir allí casada con el joven cacique Enam. Por eso su madre, temiendo por su seguridad, le pedía que aceptara la invitación de Naki, y que Ayira rehúsa, por pensar que igual que vivió estos años, puede vivir cuidando a su madre hasta su último día de vida...
Naki se despide dulcemente de su amiga. Se dirige a sus labores, dejando tras su espalda a Ayira abrazada a su propia pena. Cuando la figura de Naki se pierde entre el paisaje corre junto a su dormida y extenuada madre, y llora. Llora con una pena tan grande como no lo ha hecho nunca, con un dolor nunca sentido; ¿por qué llora? Ni ella misma lo sabe. O sí... Hoy ansía tener a sus padres, a aquellos de sus cinco años, que la quieren de verdad, no a aquella madre que su enfermedad carcome y la está arrebatando de su lado, ni aquel padrastro que no la quiere con bien. Pensó en que apenas le quedan los tibios besos y dulces caricias de su madre y que no cuenta con la cariñosa protección de un padre, que tanta falta le hace ahora, porque a muy corta edad lo perdió. Todo eso es lo que la hace llorar... Pobre Ayira que sobrelleva lo que ahora apenas conoce de lo que es el mundo, ¿qué hará cuando se enfrente con este de lleno y conozca aún más de las peores bajezas qué es capaz el ser humano? Seguramente, su reacción será muy distinta...
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