Infinito, brillante y siempre cambiante; era la mejor manera de describir aquel lienzo de luz que se alzaba más allá de donde la vista podía alcanzar, para él aquella afirmación era un reto diario, una competición silenciosa contra el mismo mundo. De vez en cuando alguna nube blanca hacia aparición en busca de una forma que tomar para luego perderse en la inmensidad, sin nunca más regresar, desapareciendo tan repentinamente como había llegado.
Lo único que permanecía inalterable dentro de aquel espectáculo de luz era Oneiros, y era desde uno de los muchos bancos, de una de sus tantas plazas ubicadas en su periferia, donde Eidos observaba aquel paisaje sobre el cual flotaba la celestial urbe. Pero lo que ese ser disfrutaba más de ese vasto vacío era la transición de la noche y del día, el más grande de los cambios en el caótico pero a la vez imperturbable cielo de luces; puesto que era allí cuando realmente el mundo se transformaba, así como el ánimo de la ciudad que este acobijaba. El momento cuando las luces terminaban su danza, y se retiraban para dar paso a la penumbra, era entonces cuando sus primas más pequeñas pero de una intensidad admirable tomaban la soberanía del infinito y se formaban en un sinfín de extraños y coloridos escenarios que ningún habitante de Oneiros podía mirar con indiferencia en su corazón.
– ¿Esperando otra vez? – pregunto sin emoción una voz femenina que parecía dirigirse a él con una frialdad inmerecida. A su lado se había acercado una joven vestida con una túnica completamente blanca, ceñida a su cintura con un simple cordel dorado. La joven en cuestión, parecía tener una expresión tan fría como su tono, cualquiera que no la conociera pensaría que había animosidad entre ellos, aunque eso era imposible, todos se conocían allí.
–Sí, puedes acompañarme si quieres. – respondió distraídamente Eidos desde el banquillo de la plaza mientras señalaba con un gesto de la cabeza el espacio sobrante sin apartar su mirada hacia el cielo que ya empezaba ennegrecerse, mostrando las primeras estrellas.
– He de rechazar tu oferta, pero me gustaría que nos acompañaras el día de hoy, después de todo hoy debes tomar parte en la ceremonia. Tu ausencia seria oportuna – puntualizo ella con la misma falta de tacto que le caracterizaba.
–Ah, si…me olvidaba que hoy era mi turno de ayudarles con los preparativos. – Se recordó incorporándose y acomodando su túnica color ceniza, para luego voltearse hacia su tan antigua amiga – Discúlpame Dianoia. – se disculpó agachando levemente su cabeza y juntando sus manos en frente como un gesto de disculpa.
–Disculpa aceptada, prosigamos hasta el teatro. – Exclamo sin demorarse un segundo mientras volteaba y empezaba a caminar en la dirección opuesta, cada uno de sus pasos emitiendo el menor ruido posible y con una simetría perfecta entre pisada y pisada, a diferencia de los que empezaban a escuchar desde detrás.
Aquella plaza al borde del mundo era un paisaje escueto compuesto por múltiples árboles y arbustos recortados en formas geométricas, no había más construcción en ellas que blancos senderos de mármol que transcurrían de un lado a otro conectando cada espacio como una telaraña. Solo pequeñas bancas acompañaban de vez en cuando aquellos senderos, chocando su color blanco inmaculado con el verde de los arbustos y árboles que crecían en el suelo fértil, era una sencillez rígida pero agradable a los ojos.
Dianoia era una persona de palabras escuetas: siempre iba al punto y no buscaba indicar nada más de lo que pretendía en realidad; esto se notaba incluso en su forma de vestir y caminar, llena de simpleza y una actitud pragmática respecto de las cosas que difería por mucho a la de sus hermanas menores, las cuales eran de personalidad más abierta y cambiante. Aun así a Eidos le agradaba su constancia y rectitud, aunque sus conversaciones nunca llegaran a mucho más que discordancia entre sus vagas estimaciones y las complejas formulaciones de ella, en cierta forma por eso mismo era divertido.
El joven le siguió callado por las pulcras veredas de mármol rodeadas de extensos olivos, ya habiendo dejado atrás la plaza empezaron a ver como poco a poco, más y más gente vestida con túnicas de toda gama de colores se les unía en su marcha, llenando con su charla la previamente silenciosa atmosfera. Eidos noto que ya la mitad del todo vestía su manto nocturno. – ¿Me imagino que recordaras quien será la interprete hoy? – Dijo con la implícita amenaza de una reprimenda la Joven de blanco sin apartar la mirada del frente mientras continuaba su marcha, sin hacer caso de la ruidosa multitud que parecía haberse formado en el ahora repleto camino de mármol.-
Era común que se lo preguntase, así como era común que él lo olvidase de vez en cuando, por suerte, hoy recordaba – ¿Eikasia, no es así? – Intuyo. La última de las hermanas había sido Noesis, la mayor, así que por orden de las cosas volverían a empezar la ceremonia desde la menor. La idea no le emociono demasiado. – Su forma de interpretar es improvisada y entretenida, pero creo que no ahonda mucho en los detalles que hacen una historia interesante, le falta… ¿sustancia…? – comento algo frustrado sintiendo que no disfrutaría tanto la ceremonia de esta noche.
– Ciertamente. La forma en que interpretamos los astros y los destinos allí reflejados es única para cada una de nosotras, es de esperarse la preferencia. – Respondió la chica haciendo caso omiso de su falta de ánimo. – Aun así muchos prefieren a mi hermana menor sobre mis métodos y los de Pistis. Su campo es considerado bello por muchos porque les permite llenar sus interpretaciones con las propias, recuerda que todos somos imprescindibles para la tarea, en especial cuando se trata de mi hermana menor. – su inexpresiva mascara se quebró formando una leve sonrisa.- No por ello es menor su valor, tal vez incluso es mayor.
Eidos sabía que era cierto: Eikasia, la menor de las cuatro, era la que llenaba de amor, valor y risas los corazones de los habitantes de la ciudad; mientras que Pistis y Dianoia cautivaban a los más sabios con sus razonamientos sagaces e impecable dicción al interpretar los astros. Respecto a Noesis, la mayor, la comparación no tenía lugar, pues era indisputablemente la mejor de las cuatro. Su habilidad cautivaba a todo el que la escucharse participar de una ceremonia. Las cuatro hermanas eran de gran importancia para la ciudad como intérpretes, pero solo ella rompía con toda resistencia y preferencia, salvo una, la de él mismo; no le cabía duda de que Noesis podía interpretar mejor que nadie pero él prefería su propia manera de ver aquellos retazos en el cielo, por sobre la de cualquiera de las cuatro, aunque admitía que su opinión cedía un poco más con las de Dianoia.
El bosquecillo de olivos que hasta entonces acompañaba fielmente al sendero de mármol comenzó a abrirse hasta dejar en descubierto un masivo anfiteatro con miles de relucientes asientos perlados, un escenario ya habitual pero lleno de creciente expectativa para cualquier ciudadano de Oneiros. Sin intercambiar palabra alguna Dianoia cambio de rumbo y se internó en un sendero que se unía nuevamente con el bosquecillo, dejándole frente al prístino anfiteatro. Eidos comenzó a descender una a una las escaleras de la finamente construida casa de las artes en dirección a la vacía tarima de oscuro ónix que yacía en el centro, allí era donde debía debería desempeñar su tarea. Cada día, un ciudadano tenía la responsabilidad de expresar su devoción a las cuatro intérpretes preparando su escenario, y hoy era su turno: su tarea era sencilla, pero de gran significancia, puesto que se entendía que quien se dedicase a adornar el teatro para su llegada pondría su esencia, en mayor o menor medida, en las interpretaciones de las hermanas.
Sin perder el tiempo se concentró con los brazos extendidos, elaborando en su mente las formas que iba a proyectar, y en pocos segundos cuatro modestos tronos se erigieron como fantasmas traslucidos sobe la tarima; eran de forma simple, sin apenas adornos, y aun así todo su ser estaba empeñado en la tarea. Bronce, plata, oro y cristal, en orden de la menor a la mayor, un asiento para cada una de las hermanas, un trabajo bastante corriente, pero efectivo, al menos sabría que de Dianoia no oiría queja alguna, o eso esperaba.
Ciertamente, la creación de materia y conceptos no se le daba fácil, pero todo ciudadano se turnaba para la tarea sin importar su habilidad, incluso los cinco llamados consejeros nobles que formaban la opinión del conjunto. Usualmente la mayoría de las decisiones se tomaban por acuerdo directo de los ciudadanos, pero eran estos cinco los que imponían un contrapeso a las decisiones, aunque realmente no había mucho que decidir salvo la estructura misma de la ciudad, dentro de todo las cuatro interpretes tenían una mayor importancia para el pueblo como su soporte espiritual. A veces Eidos creía que los Cinco solo estaban resaltaban por lo entretenidos que eran sus aportes a las interpretaciones de las hermanas, no tenía queja alguna la verdad, era cierto que con ellos aportando su esencia le parecían disfrutarlo más vivamente. Como le había dicho a Dianoia, aportaban sustancia.
– Sera mejor que te apresures si no quieres escuchar los reclamos de los seguidores de Eikasia. – Exclamo una voz jovial e imponente a sus espaldas, provocando con sus resonantes silabas la perdida de la delicada concentración del muchacho. – Como ya sabes son personas apasionadas. – añadió entre risas el hombre de estatura prominente sacudiendo su túnica morada sentado sobre uno de los asientos más próximos a la tarima donde se encontraba Eidos. Su aspecto era vitalidad encarnada, un rostro joven y de facciones duras adornadas con una amplia barba de lado a lado, acompañada por una sonrisa ancha que invitaba al dialogo y unos ojos encendidos como llamas a la espera de algo que consumir.
– Lo sé, no se me da muy bien esto Thavan. –resoplo el joven al ver que ya empezaba a acomodarse la gente en la cima del anfiteatro, todos vestidos de radiantes colores y con expectativas igual de deslumbrantes. El rostro de Eidos volvía a sumirse en una mueca de frustración y sobreesfuerzo mientras trataba de darle algún raudo detalle a su sencillo trabajo. – Preferiría estar allí sentado a tener que participar en la ceremonia... – mascullo mientras terminaba con el trono de bronce.
– Con esa actitud terminaras cuando sea el turno de Noesis ¡Animo! Estoy seguro de que la historia de Eikasia será digna de contemplar. – exclamo para luego incorporarse y dirigirse hacia la tarima con la intención de ayudar a mejorar las pobres creaciones de su amigo. El grandulón solo uso un simple gesto de su mano y los diseños de los tronos cambiaron y distribuyeron su forma para obtener diseños más elegantes y complejos que los simples asientos producidos por el joven a su lado, el cual observaba en silencio, como siempre, acostumbrado a que le salvaran de tales tareas que rara vez le resultaban reconfortantes. – Hacemos esta tarea como ofrenda de nosotros mismos a las intérpretes, no vendría mal que le pongas más ánimo. – dijo con un tono condescendiente impropio de él al tiempo que parecía acabar con la construcción de aquellos míticos muebles.
–Tan ilustre como siempre, Consejero Thavan. Sabes que no se me da bien este tipo de cosas, quiera o no. – Bufo Eidos mas dispuesto a zanjar el tema de una vez que de mejorar su ánimo para la ceremonia – Les conozco bien, no les importara mi falta de ánimos. – Era una excusa pobre pero cierta, era cercano a las hermanas ya que era a menudo que recurría a ellas con nuevas inquietudes y preguntas a diario, aunque no siempre las respuestas le pareciesen adecuadas, o ellas entendían por completo sus preguntas. Aun así era normal verle yendo y viniendo en su busca, aunque solo Dianoia le aguantase por tiempos prolongados. – Bien, considero que mi ofrenda está completa ¿eh de retirarme a mi asiento, Consejero? –
El Consejero se lo pensó un momento, volteo a ver la multitud y se encogió de hombros –Muy bien, te libero de tu responsabilidad, pero espero tu ayuda en las preparaciones de las asambleas. – fue la respuesta de Thavan antes de dirigir una última mirada al trono de bronce y propinarle una firme pero fraternal palmada en el hombro.
–Te otorgo mi gratitud. – menciono agachando su cabeza por unos instantes, y sin esperar la respuesta de su desanimado hermano caminó lenta pero con pasos firmes hacia el asiento del que había venido.
Eidos miro al trono de bronce una vez más y sonrió al notar los violentos pero bellos surcos en el metal que lo llevaban al límite de su resistencia, pero que desvelaban formas que parecían imposibles para un material tan sólido, parecían olas en el agua. Aprobando el toque de su amigo se retiró de la tarima rumbo a su propio asiento.
La noche ya había caído, no había más luz que el débil brillo que de forma tenue producía el perlado anfiteatro. La multitud yacía expectante entre sus asientos, todos y cada uno luciendo caras y cuerpos jóvenes, ninguno había conocido la vejez ni la conocería, pues les era un concepto ajeno a todos y cada uno de ellos, así había sido y seria siempre. Eidos ya se encontraba sentado en la zona más alta del teatro, si bien el sonido se distribuía con armónica equidad por todo el recinto, le era más fácil relajarse allí, pues era donde más se veía el cielo estrellado, siendo por tanto era su lugar predilecto para divagar en las ceremonias. Pudo observar desde aquellas alturas como la consejera Aletheia ya se había sumado a sus cuatro iguales en los asientos contiguos a la tarima, siendo recibida con lo que parecía una carcajada de parte de Thavan, su igual. Tal suceso suponía que la entrada de las hermanas se daría en unos instantes; Eidos no fue el único en notarlo, pues la expectativa de la multitud podía notarse crecer de forma exponencial y Eidos no pudo evitar alzar la vista un par de veces en busca de luces nocturnas, sin mucho resultado para su disgusto, solían esperar (en su mayoría) la llegada de las intérpretes, cuales actores en una obra.
Paulatinamente las conversaciones comenzaron a cesar y la atmosfera se sumió en el silencio, todos y cada uno de los ciudadanos tenían su mirada sobre la tarima, único centro de su atención y ahora único rincón sin tocar por el manto nocturno, incluso el majestuoso anfiteatro había dejado de producir aquel tenue resplandor blanquecino. Fue en esa oscuridad casi total que cuatro figuras bañadas en una luz similar a las estrellas surgieron de la misma tarima donde hacía poco tiempo Eidos se había encontrado, su luz incandescente poco a poco evaporándose hasta agradar a los ojos. Las cuatro estaban posicionadas frente a sus respectivos asientos, con la menor delante del bronce y la mayor delante del cristal. Eikasia (la menor) estaba vestida con una amalgamas todos los colores posibles, como si se hubiese vestido con el cielo mismo, y portaba la diadema de la intérprete ese día; Pistis vestía en esta ocasión una túnica representativa de los opuestos, el agua y el fuego, empezando por un fuerte azul y un fuerte rojo los cuales batallaban con rabia y en el centro dejaban paso a un blanco vaporoso; Dianoia no sorprendió a nadie con su usual blanco inmaculado, demostrando su imparcialidad y función conciliadora con sus otras hermanas; y por último, la mayor de las cuatro, Noesis, mantenía su brillo estelar en sus ropajes, inquieto y a la vez sublime.
La más joven de las hermanas dio un paso en frente, y con una energética pero formal reverencia dio un saludo al responsable de los preparativos de ese día, el cual le respondió desde el otro extremo del teatro, intuyendo que ya seria de su conocimiento que no había completado todo el trabajo solo. Las demás se sentaron silenciosamente en sus respectivos tronos, quedando solo vacío el de bronce, mientras Eikasia elevaba su vista al cielo nocturno, en busca de estrellas que interpretar, los demás siguieron su ejemplo, ansiosos de encontrar la primera de muchas. En silencio, esperaron ver una luz o un destello de aquellos astros que tanto tenían que decir, pero nada sucedía, la oscuridad reinaba aquella frontera infinita por primera vez y nadie parecía concebir como posible ese suceso.
La exceptiva cedió ante la incertidumbre, pues sus mentes no estaban preparadas para afrontar tan extraño suceso, jamás había ocurrido algo como esto y no sabían cómo interpretarlo, el pueblo entero parecía un montón de figuras de arcilla con la vista hacia arriba, sin haber su expresión desde el momento en que se alzaran sus rostros. Eidos fue el primero en sentirlo realmente, miro hacia abajo pero nadie más lo noto como él lo había hecho, algo más que la oscuridad podía percibirse en el cielo oscuro. Aquel vistazo le hizo sentir algo, era como un ligero hormigueo que se extendía por todo su cuerpo en respuesta a esa revelación apoderándose de él, no, no solo él, puesto que ahora todas las miradas ahora se posaban sobre la tarima donde se encontraban las intérpretes y había algo en sus ojos que nunca había estado allí, una necesidad imperiosa de respuestas que buscaba desesperadamente saciarse con inmediatez. Pero lo único que encontraron en ellas fue un reflejo de lo que había en ellos mismos, la misma expresión desconcertada que también ahora agobiaba a la interprete elegida. La multitud desesperada en el silencio, se mantuvo en sus asientos con las extremidades rígidas como la roca, presas de una sensación desconocida para seres como ellos.
Era fácil juzgarlos, pero para ellos, no, para ese mundo, el cambio era algo muy diferente a lo que se acostumbra, y no tuvieron la dicha de conocerlo en mejores circunstancias.
Aquella tensión apresaba a la ciudad como un depredador, y la ciudad era su presa que se ahogaba lentamente con las garras en su cuello. Fue un fulminante rayo de luz lo que partió al cielo, aliviando por unos instantes a los pavorosos ciudadanos que aún no se habían dado cuenta de lo que eso significaba. Pero como es usual las manos del destino no aflojarían tan fácilmente, a veces le gusta dejar que sus víctimas exhalen sus últimos aires de esperanza antes de estrujar con todas sus fuerzas.
Tardo unos momentos en abrirse, el golpe había sido tan fuerte y rápido que el mundo tardo en darse cuenta de que ha sido golpeado, el infinito crujió, aquella ciudad se partió, ellos lo sentían, como todo su ser era arrancado de raíz y procedía a desgarrarse a la par de la destrucción sin epicentro que se extendía por dentro y por fuera de las cosas. La tierra se agitaba intensamente, los cimientos de la misma ciudad colapsaban y sus edificios se derrumbaban esparciendo sus carcasas por doquier. Era en aquel caos espontaneo que Eidos se situaba temblando como todos los demás con sus ojos bien abiertos, pero tal respuesta de sus articulaciones no era causada el movimiento bajo sus pies, era una sensación que no podía entender y aun así le agobiaba devorando cada pensamiento que intentaba salir a la superficie. Súbitamente sus pies y brazos comenzaron a moverse solos, rebelándose contra su paralizado dueño: corrió, salto, descendió cada asiento; aparto a cada persona a la vez que el mismo era apartado, volviéndose uno con el tumulto que ahora espabilado intentaba huir en vano de la destrucción que les rodeaba. Algo en ellos mismos había sufrido el mismo destino que aquellas hermosas calles e inconcebibles edificaciones, se habían roto, y nunca serian iguales.
Ese mismo día la ciudad de ensueño Oneireos conoció el miedo, y al mismo tiempo, la muerte.