María se había pasado con los detalles sobre la niña. La había bañado desde las siete de la mañana, pero como esta se escabulló a jugar al jardín, se ensució y tuvo que bañarla nuevamente a las doce del día. La pequeña se quejó del estropajo que la nodriza arrastraba sobre su piel más duramente que lo usual. La secó, la perfumó y la vistió con sus prendas más finas. Un vestido rosa de algodón con cintas y lazos. La peinó con trenzas, pero sus rizos dorados se escaparon de los moños para enmarcarle el fino rostro. Finalmente, le puso las medias blancas, los zapatos rojos y le pellizco las mejillas. La niña la fulminó con sus enormes ojos.
-Debes verte más adorable de lo usual… debemos evitar que el Señor… bueno, ya sabes.
Explicó María. Pero la verdad es que Ruellan no entendía nada. La ropa le apretaba y le picaba, quería regresar a sus vestidos normales, esos que le dejaban poner sin medias, sin lazos y sin moños. De vez en cuando, su madre le permitía usar pantalones y camisetas cuando la llevaba al campo de entrenamiento. Esas ropas eran sus favoritas. Las más cómodas para jugar y trepar. Pero María siempre se empeñaba en vestirla como a una muñeca.
Llegó la tarde y María llevo a Ruellan al jardín principal, donde las esperaban Mariel, el mayordomo, Tedius, el guardia y acompañante principal del señor del castillo, tres sirvientas y, por supuesto, el Señor.
El sol se asomaba débilmente entre árboles frutales y rosales. Los rosales formaban un entretenido laberinto que se resolvía a simple vista y que luego desaparecía en el firmamento del bosque. Los árboles estaban llenos de frutos y flores que aromatizaban el lugar. La mesa se disponía en un círculo de piedra, cercado por arcos de enredaderas rebosantes de flores. Para llegar hasta ahí se cruzaba un camino de piedras. Un riachuelo serpenteaba cerca del camino y luego se besaba con un lago artificial de agua cristalina, estaba por iniciar la primavera, por lo que el lago estaba teñido con los colores de los pétalos de las flores de los árboles frutales que lo rodeaban. Ruellan estaba encantada con aquella vista, nunca había podido entrar al jardín principal, ya que siempre estaba custodiado celosamente.
Cuando llegaron hasta la mesa, María cargo a la niña por las axilas y la sentó sobre la silla.
Posteriormente, se alejó y tomó su lugar con el resto del personal que rodeaba la mesa. Ruellan observó la mesa, esta era redonda y estaba recubierta de un pesado mantel bordado con rosas doradas. Sobre esta había toda clase de bocadillos, dulces y salados, tazas de porcelana blancas con grabados primaverales que parecían pintados en acuarela. Una sirvienta de bucles dorados se acercó y sirvió a la niña el té humeante. La niña miró su plato vacío y luego al hombre rígido sentado delante de ella. Al hombre que todos llamaban "Señor". Señor estaba leyendo un libro con una portada azul, el de la vez pasada el marrón. Ruellan lo sabía, porque ella sabía de colores. El hombre no le había prestado la mínima atención desde que había llegado. Pensó que un punto él se dirigiría a ella y le ofrecería la comida. María le había hacho hincapié en que ella debía esperar a que él comiera y le ofreciera la comida, puesto que era contra la etiqueta hacer lo contrario. Sin embargo,
Ruellan no era conocida por su paciencia y ya tenía hambre, asimismo, a su corta edad conocía perfectamente la ley del hielo.
-Silencio. Hablas mucho.
Ordenó solemne Aster. La niña puso los ojos en blanco. María, nerviosa, dio un paso al frente.
-Señor, la niña no habla.
-No hace falta. Es de las que piensan ruidosamente.
María, desconcertada, regreso a su sitio.
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-Quiero terminar este capítulo, ¿se me permite?
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El señor finalmente la miró con una mueca que la niña interpretó como un mohín; nada más lejos de la verdad. Aquellos ojos rosas lo atraparon, casi desafiantes. Era la clase de mirada que se permitían aquellos que habían nacido en cuna de oro. Sin duda, esta niña estaba más que mimada por su capitana y por varios otros en su castillo. Quizá ni siquiera la dejaban llorar a solas. La perfecta fórmula para malcriar a una criatura. Sin embargo, era esta misma particularidad que ahora la volvía tan caprichosa y orgullosa como una reina, la misma fórmula que ahora le permitía mirarlo tan descaradamente. Él no lo entendió hasta que la volvió a ver, algo en él se sentía entretenido con ella, la clase de entrenamiento que no tenía desde muchos años atrás. Todos le temían, incluso Alana, incluso Mariel, aunque habían trabajado para él desde hace cien años, entre ellos persistía este muro invisible de profunda reverencia y respeto.
-Sírvete.
La niña le lanzó la más devastadora de sus sonrisas. El señor supo que aquel gesto había acelerado el pulso del personal a sus espaldas. La niña no lo había hecho a propósito. Y, aunque esa sonrisa no tuvo efecto alguno en él, sonrió por el extraño resultado que había causado en sus sirvientes.
Ruellan se sirvió tarta de frambuesas, galletas y uvas. Repitió la taza de té y pidió leche y azúcar para agregarle. Casi podía escuchar a María reprenderla por tanta falta de modales. Sin embargo, Señor parecía entretenido con su presencia, en realidad, sentía que burlaba de ella. No dejaba de verla con aquella extraña mueca en su boca.
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-No tengo hambre.
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-No pareces sorprendida con nuestra conversación. ¿Has hablado telepáticamente con alguien?
La niña frunció las cejas. Sin entender.
-No pareces sorprendida con que lea tu mente.
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Él levantó las cejas. Fingiendo sorpresa.
-¿Es así? ¿Y qué más dijo tu madre sobre mí?
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Aster no odiaba a los niños, tampoco le disgustaban, simplemente le eran indiferentes. A su edad era fácil leer entre líneas, Alana intentaba proteger a su hija evitando que se encontrasen durante seis años. Aster se había percatado de aromas a galletas o a golosinas durante estos dos años, pero nunca le dio importancia. Alana solía vivir junto con él y su hermano en el edificio principal, incluso le ofreció una habitación más grande para que viviera ahí con la niña, pero ella se negó rotundamente y prefirió mudarse con la bebé a los cuarteles, los cuales quedaban hasta el otro extremo del castillo. Las piezas ahora encajaban en la mente de Aster.
-Te estuviste escondiendo de mí.
No era una pregunta. La niña se removió en su silla, incómoda. Sus mejillas se sonrojaron hasta ponerse del color de los claveles. Aster no estaba enojado. Alana siempre fue celosa con sus cosas y, además, había actuado con base en sus rígidos principios maternales. No la culpaba. La niña vaciló entre María y él, pero finalmente se decidió por explicarse.
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-Alana debió reprenderte un par de veces estos años.
<< ¿Quién es Alana?>>
-Tu madre.
La niña sonrío, como si se burlara silenciosamente de él. Él solo puso los ojos en blanco. Ruellan solo sabía que su mamá se llamaba Capitana o Señora o Mamá, dependía de la persona, pero no Alana.
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-¿Y cuál es nombre?
>>Mamá<<
Lo corrigió la niña y se echó a reír con una risa que nunca salió.