Ruellan y el Señor se acostumbraron a las siestas en el jardín. Hasta que estas se convirtieron en siestas en la biblioteca y, posteriormente, en la habitación de este. Todos eran testigos de la extraña compañía de su señor. La niña se había convertido en su sombra y solo regresaba a casa cuando el sol se ocultaba. Ruellan no se despegaba de él. Al principio, solo asistía cuando él así lo solicitaba, pero con el tiempo, la niña se volvió más confiada e iba en su búsqueda desde que se despertaba. Incluso los días en los que él no hacía más que trabajar, la pequeña se escabullía en su oficina y se quedaba sentada en un rincón dibujando y haciéndole compañía. Brutus se acurrucaba junto a ella y así transcurrían los días.
Alana aún temía por su hija, aunque una parte de ella se tranquilizó al darse cuenta de la extraña relación entre Ruellan y su señor. La capitana lo había intentado abordar una tarde, angustiada por la extraña situación; cuando entró a la biblioteca, los vio: Brutus a los pies del sillón, Ruellan acurrucada en los brazos de Aster, profundamente dormida, él la tenía rodeada con un brazo y sobre el otro apoyaba su mejilla, completamente dormido. Qué escena. Nadie lo hubiese creído, mucho menos ella. Su señor parecía encontrar la compañía de su hija más que interesante. Pese a que Alana conocía bien los actos sangrientos que aquel ser había cometido, lo brutal que podía llegar a ser y, a pesar de que todavía desconfiaba de su áspera tranquilidad, no pudo interrumpir aquel momento; no cuando él se veía meramente como un hombre, tan confiado e inofensivo. Por esto, Alana hizo una excepción en aquella ocasión.
La niña le daba una inexplicable paz. Siempre estaba hablando con él, a veces, Aster deseaba no poder leer las mentes, mucho menos de aquella impertinente niña humana; pero un día, mientras se desperezaba de una de sus siestas, la encontró jugando con Brutus. Intentaba enseñarlo a bailar. El animal estaba sobre sus patas traseras mientras Ruellan lo sostenía con todas su mediocre fuerza.
-¿Qué le haces a mi compañero?
El animal gimió en respuesta.
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Aster miró al grown y luego de vuelta a la torpe niña, cuyas rodillas y brazos le temblaban por aquel catastrófico intento por mantenerlo de esa manera.
-Yo creo que no.
La niña se rindió, finalmente, y liberó al animal. Este le lamió la cara, agradecido. Ruellan, agotada, caminó hasta el señor y se apoyó en las firmes rodillas de este. Aster levantó una ceja.
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Le sonrió, como ya habitualmente lo hacía.
-No me apetece.
Ella se cruzó de brazos.
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-Bailaré contigo hasta que midas por lo menos lo que un adulto decente.
En lugar de entristecerse o enfadarse, los ojos de la niña se llenaron de ilusión.
<< ¿Lo prometes?>>
Aster asintió, resignado.
<< ¡Te amo!>>
Y, con esas dos palabras, el Señor del Invierno se quedó sin palabras.