A medida que transcurrían las estaciones, los dominios de los Señores del reino se veían cada vez más amenazados por las creaturas del muro. Aster y sus hombres pasaban cada vez más tiempo fuera del castillo, entre el consejo, disputas entre los nobles y aldeas reducidas a nada más que polvo y escombros. La belleza de las tierras del reino perdía su esplendor entre las masacres y el hurto. El consejo estaba desesperado y solo argumentaba contra sus propios intereses.
-Debemos enviar al Señor del Invierno con sus hombres a defender la frontera.
Aster solo los escuchaba debatir de pie, mientras que este conservaba su impasibilidad. Los hombres ya no querían sugerir cosas, sino imponerlas a toda costa debido al miedo. Tedius, al otro lado de la sala, miraba a su señor impaciente; deseaba a toda costa callarles las bocas a algunos cuantos que se habían atrevido a hablar de más. Por el contrario, su Señor bebía vino cater sin mirar a nadie en particular. Tedius se volvió hacia su hermana, que estaba a su lado y susurro entre dientes:
-¿Es que no entienden que ni siquiera hay frontera? Llevamos aquí tres horas y el Señor no ha dicho nada.
Alana mantenía su posición de escolta. Firme. Mirando la escena en vigilia.
-Sabes que ellos pueden escucharte, Tedius.
-Da igual. Estamos perdidos si nos envían al frente.
El Señor de la Noche habló. El vampiro era un pura sangre, pero no tan antiguo como Aster; este apenas tendría doscientos años. Pese a su nombre y su estirpe, el Señor de la Noche tenía la tez dorada, los cabellos le caían en la espalda como hilos de oro que tejía con pequeñas trenzas y anillos de plata. Sus ojos eran felinos y dorados, más amables de lo que suelen ser los ojos de un vampiro de su categoría. Y cuando aplastó su puño contra la mesa, todos callaron.
-¡Es que no son capaces de analizar la situación! ¡No debemos dejarnos rebajar por el miedo! ¡Es que acaso son tan débiles como los humanos! ¡Nuestra raza es de guerreros! ¡Esta es solo una de cientos y miles de guerras; pero se han quedado postrados en su mierda, tan cómoda y lujosa! ¡Estúpidos!
Aplausos secos y huecos sonaron en la sala. Las miradas entonces se clavaron en los ojos negros que ocupaban el extremo opuesto de la mesa. Aster sonreía cínicamente a su nueva audiencia; había colocado la copa casi vacía sobre la mesa y miraba con renovado interés al Señor de la Noche.
-Señores, esta ha sido la mejor aportación de la noche. No pretendo poner la vida de mis hombres al frente si ustedes no están dispuestos a poner la suya… que debe ser tan aburrida y miserable como la mía.
-S- señor, es lógico que usted defienda ese territorio, después de todo, es suyo.
Se explicó Edward, uno de los vampiros que manipulaban a todo el consejo. Arsel ni lo miró. Edward temblaba al articular y sudaba como si fuera humano, era uno de esos vampiros a los que Arsel les había retirado todo su respeto; ya que era un ser que se vivía en el hartazgo de su opulencia y que había perdido toda capacidad racional.
-Es lógico que no lo haga, Edward, ¿verás? Mis hombres están muriendo por no ceder sobre la línea de resistencia. Si voy al frente solo con mis hombres, quizá pueda retenerlos, no lo sé, ¿un mes? Después el Señor de la Noche intentará retenerlos otro, luego, El Señor del Desierto, otro y así, hasta acabar con todas sus posibilidades. Para que, al final, ustedes mueran. ¿Por qué no mandarlos a ustedes al frente mientras nosotros nos pensamos un mejor plan?
-¡Eres un…!
La sala se heló. Edward se quedó con el puño en el aire y semblante congelado en un improperio, solo sus ojos eran los únicos que conservaban la movilidad, estos se movían con inquietud de un lado hacía otro, y luego miraron con temor al Señor del Invierno levantarse sobre su metro noventa, sus ojos se habían vuelto como dos cristales afilados.
-Le recuerdo, Sr. Edward, mantener la compostura.
Cuando lo liberó del trance, el señor Edward cayó de espaldas y se tambaleó sobre su silla, hasta que esta también cayó al suelo. Cuando se dirigió al resto de la sala, incluso el resto de los Señores lo miraron con temor. Aster regresó a su habitual sonrisa cínica y habló.
-Señores, en un mes partiré al frente, pero quiero a trescientos de cada territorio señorial. Y, para ustedes.
Giró a su izquierda, donde yacían los del consejo. Los miró con severidad y dijo.
-Quiero que por cada uno de ustedes, me entreguen cien hombres que puedan pelear y los envíen para ser entrenados en mi castillo. Vean esto como la última oportunidad de frenar a las creaturas del muro.
Los miembros del consejo asintieron con la cabeza enfáticamente sin poder pronunciar palabra alguna. Los cuatro Señores hicieron una inclinación de cabeza en acuerdo con su petición. Excepto uno, la Señora de la Ventisca.
-Señor del Invierno, ¿qué pasará con las Nynfs? He escuchado que ha hecho un trato con ellas.
Aster suspiró, cansado. La sala se llenó de renovados murmuros.
-Entiendo su preocupación, Señora. Pero las Nynfs se encuentran en obediencia a mí por juramento.
-¿Y por qué creaturas tan desalmadas como ellas se someterían a usted?
Los Señores lo contemplaron inquirentes, más intrigados que alarmados. Había muchos rumores sobre el Señor del Invierno, pero uno de ellos era el más inquietante de todos. Antes de responder,
Aster bebió un trago de su copa con excesiva tranquilidad.
-Por sangre, Señora.
Todos en la sala abrieron los ojos sin disimular su estupor antes semejante afirmación. El rumor estaba confirmado. El Señor del Invierno era mestizo. Y la mezcla se su sangre era una de las combinaciones más peligrosas, jamás anhelada.
-Caballeros, creo que la reunión ha acabado.
Brindó el Señor del Mar.