Chereads / A un Dios Desconocido / Chapter 11 - C A P Í T U L O 8

Chapter 11 - C A P Í T U L O 8

JOSEPH dejó pasar dos semanas antes de visitar de nuevo a Elizabeth. Se acercaba el otoño brumoso, tiñendo de gris el cielo con nieblas altas. Cada día, enormes nubes de algodón procedentes del océano surcaban como buques exploradores el cielo. Se sentaban un rato en las cumbres y después volvían al mar. Los mirlos de alas rojas formaban en escuadrones y hacían maniobras en los campos. Las palomas, a las que no se veía ni en la primavera ni en el verano, salían de su escondite, y se agrupaban en las vallas o en los árboles muertos. El sol, al salir y al ponerse, aparecía rojo tras el velo del aire otoñal.

Burton había partido, llevándose a su mujer, para asistir a una concentración en Pacific

Grove. Thomas comentó con ironía:

Se está comiendo a Dios igual que un oso se atiborra de carne antes del invierno. Thomas se sentía triste ante la llegada del invierno. Parecía temer la época de lluvias y

vientos durante la cual no podría encontrar cuevas en las que entrar a gatas.

Los niños del rancho empezaron a considerar que la Navidad estaba lo suficientemente cercana para comenzar a hablar de ella. Hacían preguntas cautelosas a Rama respecto al tipo de conducta más del agrado de los santos del solsticio y Rama sacaba el máximo partido de su preocupación.

Benjy perdía la salud lentamente. Su joven esposa no lograba entender por qué nadie le prestaba atención.

Había poco trabajo en el rancho. La alta hierba seca de las estribaciones montañosas era suficientemente espesa para alimentar el ganado durante todo el invierno. Los establos estaban repletos de heno para los caballos. Joseph pasaba largos ratos pensando en Elizabeth. Recordaba cómo se sentaba, con los pies juntos y la cabeza tan erguida, que parecía que lo único que le impedía echar a volar era estar unida al cuerpo. Un día se le acercó Juanito y se sentó a su lado.

Quizá tenga esposa antes de que llegue la primavera, Juanito le comunicó Joseph. En mi casa, viviendo aquí. Tocaría una campanita a la hora de la cena. Le compraría una campanita de plata. Supongo que te gustará oír una campanita así, Juanito, llamando para la cena.

Y Juanito, honrado por esta confidencia, reveló su propio secreto.

Yo también, señor.

¿Esposa, Juanito?, ¿también tú?

Sí, señor, Alicia García. Tienen un documento que prueba que su abuelo era castellano.

¡Hombre!, me alegro de ello, Juanito. Te ayudaremos a construir una casa, aquí, y así no tendrás que venir más a caballo. Vivirás aquí.

Juanito soltó una risita tonta de felicidad.

Colgaré una campana en el porche, señor, pero yo pondré un cencerro. No estaría bien oír su campana, señor, y presentarme a cenar.

Joseph echó hacia atrás su cabeza y miró sonriendo las ramas retorcidas del árbol. Varias veces le había venido a la cabeza la idea de susurrar al árbol todo lo relacionado con Elizabeth, pero un sentimiento de vergüenza ante una acción tan tonta se lo había impedido.

Voy a ir a la ciudad pasado mañana, Juanito. Me imagino que querrás venir conmigo.

Oh, sí, señor. Me sentaré en el pescante y así podrá decir: «Éste es mi conductor. Es bueno con los caballos. Yo nunca conduzco».

Joseph rió con ganas ante la ocurrencia del chico.

Seguro que te gustaría que yo hiciera lo mismo contigo.

¡Oh, no, señor, no, no!

Saldremos temprano, Juanito. Necesitas un traje nuevo para una ocasión como ésta. Juanito lo miró con la incredulidad pintada en sus ojos.

¿Un traje, señor? ¿No sirve el pantalón de faena? ¿Un traje con chaqueta?

Claro, con chaqueta y un chaleco y, como regalo de boda, un reloj de bolsillo para el chaleco.

Era demasiado.

Señor dijo Juanito, tengo que arreglar una cincha y se alejó en dirección al granero. Tenía que pensar mucho en el traje y en el reloj de bolsillo. El modo de llevar tal indumentaria requería consideración y algo de práctica.

Joseph se apoyó en el árbol y lentamente se borró la sonrisa de sus labios. Volvió a mirar las ramas. Un grupo de avispas había hecho un botón en una rama, justo encima de su cabeza, y preparaba su nido, que parecía de papel, alrededor. Vino a su memoria el claro circular entre ios pinos del bosque. Recordaba cada detalle, la roca curiosamente vestida de musgo, la oscura cueva ribeteada por heléchos y la silenciosa corriente cristalina que brotaba de ella para alejarse rápidamente. Veía cómo crecía el berro en el agua y cómo se movían sus hojas en la corriente. Sintió un deseo repentino de volver a aquel lugar, de sentarse junto a la roca y tocar el musgo suave.

«Es un lugar al que escapar, lejos del dolor, de la pena, del desengaño o del miedo», pensó. «Pero ahora no tengo tal necesidad. No tengo que escapar de ninguna de estas cosas. No obstante, conviene que recuerde este lugar. Si en alguna ocasión necesito librarme de algo que me atormente, iré ahí». Recordó lo altos que eran los troncos y cómo incluso la paz era algo tangible en aquel lugar. «Tengo que mirar dentro de la cueva para descubrir dónde está el manantial».

Juanito pasó todo el día siguiente trabajando con el arnés, los dos caballos bayos del tiro y el carruaje. Lavó y pulió, fregó y cepilló. Después, temiendo que no había logrado todo el brillo posible, repitió toda la operación. El pomo de cobre del palo relucía con fiereza; las hebillas parecían de plata; el arnés brillaba como el charol. Un arco de cinta roja ondeaba en medio del látigo.

Antes del mediodía del gran día, sacó fuera el carro para asegurarse de que las ruedas recién engrasadas no chirriaban. Finalmente, deslizó la brida y ató los caballos a la sombra antes de ir a almorzar con Joseph. Ninguno de ellos comió mucho, tan sólo un par de rebanadas de pan migadas en leche. Terminaron, se hicieron una seña con la cabeza y se levantaron de la mesa. En el carro, esperando pacientemente, estaba Benjy. Joseph se enfadó.

No deberías venir, Benjy. Acabas de estar enfermo.

Ya estoy bien repuso Benjy.

Me llevo a Juanito. No hay sitio para ti. Benjy lució una de sus mejores sonrisas.

Iré en la parte de atrás y saltando sobre el asiento, se sentó sobre el suelo de madera.

Se pusieron en marcha siguiendo las rugosas marcas de ruedas del camino, pero la presencia de Benjy había empañado su alegría. Joseph se dio media vuelta en el asiento.

No debes beber ni una gota, Benjy. Has estado enfermo.

Oh, no. Voy a comprar un reloj nuevo.

Recuerda lo que te digo. No quiero que bebas.

No tragaría una gota, Joseph, ni aunque la tuviera en la boca.

Joseph lo dejó por imposible. Sabía que Benjy se emborracharía nada más llegar y él no podía hacer nada para evitarlo.

Los plátanos que bordeaban el río habían empezado a perder las hojas y el camino estaba cubierto de hojas rojas secas. Joseph alzó las riendas y los caballos se pusieron a trotar. Los cascos chocaban con suavidad contra las hojas.

Elizabeth oyó la voz de Joseph en el porche y subió corriendo para poder bajar otra vez. Joseph Wayne la asustaba. Desde su última visita, no había dejado de pensar en él. ¿Cómo podía rehusar casarse con él aunque lo odiara? Podría ocurrir algo terrible si lo rechazaba: Joseph podría morir; o quizá le propinaría un puñetazo. En su habitación, antes de bajar al salón, Elizabeth hizo acopio de toda su sabiduría para sentirse protegida el álgebra y cuando César desembarcó en Inglaterra y el Concilio de Nicea y el verbo être. Joseph no sabía cosas como aquéllas. Seguramente, la única fecha que conocería sería 1776. Un ignorante,

ciertamente. Una sonrisa de desprecio apareció en sus labios. Sus ojos endurecieron la mirada. Pondría a Joseph en su lugar, de la misma manera que lo haría con un chiquillo sabelotodo en la escuela. Elizabeth se pasó la mano por la cintura, por dentro de la falda, para cerciorarse de que la blusa estaba bien puesta. Se atusó el pelo, se frotó los labios enérgicamente con la mano para enrojecerlos y apagó de un soplo la lámpara. Bajó majestuosamente las escaleras y entró en el salón donde se hallaba Joseph.

Buenas tardes fue su saludo. Estaba leyendo cuando me dijeron que había llegado.

Pippa Passes, de Browning. ¿Le gusta Browning, señor Wayne?

Joseph se pasó la mano por el pelo, deshaciendo la raya meticulosa con la que se había peinado.

¿Se ha decidido ya? preguntó a Elizabeth. Eso es lo primero que tengo que preguntarle. No sé quién es Browning.

Miraba a Elizabeth con ojos tan hambrientos y suplicantes que la joven sintió que su superioridad la abandonaba y que todos sus conocimientos se batían en retirada.

Sus manos hicieron un gesto de desamparo.

Yo no sé fue la respuesta de Elizabeth.

Entonces me marcho otra vez. No está usted preparada todavía. Es decir, a no ser que lo que quiera sea hablar de Browning. O quizá le apetezca salir a dar una vuelta. He venido en el carro.

Elizabeth tenía la mirada fija en la alfombra verde, en la marca oscura donde el pelo se había desgastado. De ahí, sus ojos pasaron a mirar las botas de Joseph, tan relucientes por el exceso de betún que no eran negras, sino de un color tornasolado, azul y verde y púrpura. La mente de Elizabeth se aferró a las botas y se sintió a salvo por un momento. «El betún era viejo», pensó. «Seguramente lo tiene desde hace mucho tiempo y no lo ha tapado bien. Por eso salen esos colores. Pasa lo mismo con la tinta negra cuando no se cierra bien el tintero. Supongo que no lo sabrá y yo no se lo voy a decir. Si se lo dijera, ya no tendría intimidad nunca más». Se preguntaba también por qué no movía los pies.

Podríamos ir hasta el río le explicaba Joseph. Es un sitio agradable y muy bonito, pero es peligroso cruzarlo a pie. Las piedras resbalan, ¿sabe? No se debe cruzar a pie. Podríamos ir con el carro hasta allí.

Joseph deseaba contarle también cómo sonaban las ruedas, aplastando las hojas secas y cómo al chocar contra las piedras, disparaban chispas azuladas, con cabezas como la lengua de una serpiente. Quería decirle que el cielo estaba muy bajo esa tarde, tan bajo que se podía meter la cabeza. No encontraba la manera de decirle todas esas cosas.

Me gustaría que viniera fue lo único que dijo. Dio un paso hacia Elizabeth y minó la seguridad que había haliado la mente de Elizabeth.

Elizabeth sintió un impulso súbito de estar alegre. Puso su mano sobre el brazo de

Joseph con cierta timidez y le dio unos golpecitos en la manga.

Iré le dijo, notando que hablaba más alto de lo necesario. Creo que me va a gustar. Enseñar agota. Necesito tomar el aire.

Subió rápidamente a buscar su abrigo, cantando para sus adentros y al llegar a lo alto de la escalera estiró el pie con las puntas hacia fuera dos veces, como hacen las niñas en el baile de Maypole. «Con esto me comprometo», pensó. «La gente nos verá juntos y eso significará que estamos prometidos».

Joseph se quedó al pie de la escalera y miraba hacia arriba, esperando que reapareciera Elizabeth. Sentía el deseo de mostrarle su cuerpo para que lo inspeccionara y pudiera ver todo lo que ocultaba, incluso aquello que ni él sabía que estaba.

Eso sería justo razonaba Joseph. Entonces sabría el tipo de hombre que soy, y si lo supiera, sería parte de mí.

Elizabeth se detuvo en el rellano y le sonrió. Se había puesto una capa larga azul y le caían sobre los hombros algunos mechones de pelo sueltos del recogido, atrapados en la nuca por la capota de lana azul. Una corriente de ternura se apoderó de Joseph al ver los cabellos sueltos. Rió abiertamente.

Baja antes de que se desvanezcan los caballos dijo Joseph o antes de que pase el momento. Oh, naturalmente me refiero al betún que dio Juanito al arnés.

Abrió la puerta para dejarla pasar y al llegar al carro, ayudó primero a sentarse a Elizabeth y después desató los caballos y apretó los enganches de marfil de sus riendas falsas. Los caballos se agitaron ligeramente, y Joseph se alegró de ello.

¿Tienes frío? le preguntó a Elizabeth.

No, voy bien.

Los caballos iniciaron un trote. Joseph vio cómo con un simple gesto de brazos y manos podía abarcar e indicar y simbolizar las estrellas y toda la bóveda del cielo, la tierra cuajada de árboles oscuros y las olas encrestadas que formaban las montañas bajo una tormenta de tierra plasmada en su momento culminante, o los rompeolas de piedra desplazándose hacia el este con lentitud infinita. Joseph trataba de encontrar las palabras adecuadas para expresar todo aquello. Dijo:

Me gusta la noche. Tiene más fuerza que el día.

Desde el primer momento de su relación con Joseph, Elizabeth se había mantenido en guardia para rechazar sus ataques contra su intimidad, acotada y fortificada. Pero había ocurrido algo extraño y repentino. Quizá el tono, el ritmo o quizá alguna implicación personal de sus palabras lo había logrado, había derribado sus murallas. Tocó el brazo de Joseph con la punta de los dedos y tembló de excitación y lo retiró. El aire se agolpó en su garganta. Pensó:

«Me va a oír jadear como un caballo. ¡Qué mala suerte!», y le acometió una risita nerviosa, bajo la respiración, sabiendo que no le importaba. Siempre había mantenido estos pensamientos, pálidos y débiles, escondidos en lo más recóndito de su mente, excluidos de su pensamiento. Pero ahora salieron a la luz y vio que no eran sucios ni asquerosos como una babosa, como siempre los había considerado, sino ligeros y alegres y buenos. «Si pusiera sus labios sobre mi pecho, me sentiría feliz», pensó. «No podría soportar una felicidad tan intensa. Con mis dos manos le ofrecería mi pecho para que lo besara». Se imaginó haciéndolo y experimentó el placer que sentiría al pasar a sus labios la cálida corriente de sí misma.

Los caballos resoplaron con energía y se echaron a un lado, al ver surgir ante ellos una figura en la oscuridad. Juanito se acercó corriendo al carro y se dirigió a Joseph.

¿Vuelve ya a casa, señor? Le estaba esperando.

No, Juanito, tardaré un rato.

Seguiré esperando, señor. Benjy está borracho. Joseph se agitó en el asiento.

Ya lo sabía yo.

Está por ahí, señor. Hace un rato le oí cantar. Willie Romas también está borracho. Willie está contento. Willie matará a alguien esta noche. Quizá.

Las manos de Joseph se veían blancas a la luz de las estrellas, sujetando con fuerza las riendas y echándose hacia delante cada vez que los caballos movían la cabeza para aliviar el dolor de los bocados.

¡Búscalo! dijo Joseph en tono amargo. Estaré dispuesto para regresar en un par de horas.

Los caballos reanudaron la marcha y Juanito desapareció en la oscuridad.

Ahora que su muralla había caído, Elizabeth sintió que Joseph no era feliz. «Me lo contará y entonces podré ayudarlo».

Joseph se mantenía erguido y los caballos, sintiendo la inflexible fuerza de sus manos en las riendas, redujeron el paso a un trote cuidadoso y selectivo. Se encontraban cerca de la barrera oscura y desgarrada de los árboles que flanqueaban el río cuando de repente se oyó la voz de Benjy al abrigo de la maleza.

Estando bebiendo de vino

Pedro, Rodarte y Simón...

Joseph cogió el látigo de un manotazo y azotó con furia a los caballos. Después tuvo que reunir todas sus fuerzas para refrenar con las riendas el galope. Elizabeth sollozaba, entristecida por la voz de Benjy. Joseph frenó a los caballos hasta que el golpeteo de sus cascos sobre el irregular camino derivó al ritmo complejo de un trote.

No te había dicho que mi hermano es un borracho. Tienes que saber cómo es mi familia. Mi hermano es un borracho. No me refiero a que sale de vez en cuando y se emborracha como hacen los demás. En Benjy es una enfermedad. Ahora ya lo sabes. Se quedó mirando fijamente al frente. Ése que cantaba era mi hermano. Joseph sintió que Elizabeth se agitaba a su lado, sollozando. ¿Quieres que te lleve a casa?

Sí.

¿Quieres que me mantenga alejado de ti?

Al no recibir respuesta, Joseph hizo dar media vuelta a los caballos y emprendió el regreso.

¿Quieres que me mantenga alejado de ti? preguntó por segunda vez.

No respondió Elizabeth. Me estoy comportando como una boba. Quiero volver a casa y dormir. Quiero saber qué es lo que siento. Esa es la verdad.

Joseph sintió que una oleada de júbilo le subía de nuevo por la garganta. Se inclinó y besó a Elizabeth en la mejilla. Después atizó a los caballos. Al llegar ante la casa de Elizabeth, la ayudó a bajar del carro y la acompañó a la puerta.

Voy a ver si encuentro a mi hermano. Volveré dentro de un par de días. Buenas noches.

Elizabeth no se esperó a verlo marchar. Se encontraba metida en la cama antes de que el ruido de las ruedas se apagara. Su corazón latía con tanta fuerza que sacudía su cabeza contra la almohada. Era difícil escuchar nada con los latidos de su corazón, pero finalmente distinguió el sonido que aguardaba. Se acercaba lentamente a su casa, la dulce voz borracha. Elizabeth sacó fuerzas de flaqueza para resistir el dolor ardiente que le provocaba aquella voz.

Se dijo a sí misma, quedamente: «Es un inútil, lo sé. Un inútil tonto y borracho. Debo hacer algo, algo mágico». Esperó a que la voz llegara delante de su casa. «Ahora es el momento. Es mi única oportunidad». Metió la cabeza bajo la almohada y susurró: «Amo a este hombre, aun siendo un inútil, lo amo. Nunca lo he visto, pero lo quiero más que a nada en este mundo. Señor Jesús, ayúdame a lograr mi deseo. Ayúdame a poseer a este hombre».

Se quedó esperando, quieta, sin moverse, a que llegara la respuesta a su magia. Llegó finalmente, tras una última sacudida de dolor. La pena se alivió con el odio hacia Benjy, un odio tan intenso que su mandíbula se apretó y los labios quedaron aprisionados entre los dientes. Sentía que su piel se carcomía de odio y sus uñas ansiaban atacarlo. Después el odio se desvaneció. Oyó sin interés la voz de Benjy haciéndose cada vez más débil en la distancia. Elizabeth se tumbó boca arriba, apoyando la cabeza sobres las manos cruzadas.

Ahora me casaré pronto dijo tranquilamente.