EL año había oscurecido con el invierno y había venido la primavera y después otro otoño antes de que se celebrase la boda. Había que tener en cuenta el final del curso. Terminado éste, en el calor del verano, cuando el roble blanco decaía a la luz del sol y el río se encogía hasta hacerse un arroyuelo, Elizabeth entró en tratos con las modistas. Las montañas estaban cuajadas de semillas de grano; el ganado abandonaba cada noche la maleza para pastar y al salir el sol se refugiaba en la sombra empapada de aroma a salvia para rumiar adormecido durante el día. En el granero, los hombres apilaban el heno en montones que llegaban al tejado.
Durante el otoño, Joseph iba una vez por semana a Nuestra Señora y se sentaba con
Elizabeth en el salón o la llevaba a pasear en el carro. Siempre le hacía la misma pregunta:
¿Cuándo nos casaremos, Elizabeth?
¡Uf!, tiene que acabar el curso respondía y hay un millar de cosas por hacer. Tengo que ir a Monterrey unos días. Mi padre querrá verme antes de que me case.
Es verdad replicaba Joseph lacónico. Podrías estar muy cambiada después.
Lo sé Elizabeth rodeó la muñeca de Joseph con sus dedos y se quedó mirándolos. Fíjate, Joseph, qué difícil es mover el dedo que quieres. No se sabe cuál es.
Joseph sonrió ante el modo que tenía Elizabeth de fijarse en cualquier cosa para evitar pensar.
Me asusta cambiar le confesó Elizabeth. Lo quiero, pero me asusta. ¿Crees que engordaré?, ¿me convertiré de la noche a la mañana en otra persona y recordaré a Elizabeth como alguien conocido pero ya muerto?
No lo sé repuso Joseph, pasando un dedo por un pliegue del hombro de la blusa de Elizabeth. Quizá no haya nunca cambios en nada. Quizá las cosas que no pueden cambiar, no hacen más que pasar.
Un día, Elizabeth visitó el rancho. Joseph le fue enseñando todo, alardeando levemente por la parte que él tenía en todo aquello.
Ésta es la casa. La mía fue la primera. Al principio era lo único construido en muchas millas a la redonda, sólo estaba mi casa bajo el roble.
Elizabeth se reclinó sobre el árbol y acarició la corteza.
Se puede sentar uno en el árbol, fíjate, Joseph, ahí donde nacen esas ramas. ¿Te importa que me suba al árbol, Joseph? Miró a Joseph a la cara y le sorprendió la extraña intensidad de su mirada. Un mechón de pelo le caía sobre los ojos. A Elizabeth le vino una idea repentina a la cabeza: «¡Ojalá tuviera el cuerpo de un caballo, entonces le podría querer más!»
Joseph avanzó hasta ella con rapidez y le tendió la mano.
Tienes que subirte al árbol, Elizabeth. Quiero que te subas. ¡Vamos!, yo te ayudo.
Juntó las manos para que ella apoyase un pie y la aguantó hasta que se sentó en la horquilla del árbol donde nacían las ramas grandes. Cuando Joseph vio cómo se ajustaba Elizabeth al hueco y cómo la protegían los enormes brazos grises del árbol, gritó:
¡Soy feliz, Elizabeth!
¿Feliz, Joseph? Se te ve feliz. Tienes los ojos brillantes. ¿Qué te hace tan feliz? Joseph bajó la mirada y se rió en su interior.
Son cosas extrañas las que me hacen ser feliz. Soy feliz porque tú estás sentada en mi árbol. Hace un momento me pareció notar que mi árbol te quiere.
Apártate un poco, Joseph le gritó desde arriba Elizabeth. Voy a trepar a la rama siguiente para poder ver más allá del granero.
Joseph se apartó, porque las faldas de Elizabeth se habían hinchado.
Joseph, ¿por qué no habré visto antes los pinos de la sierra? Ahora me encuentro en mi casa. Nací entre los pinos de Monterrey. Cuando vayamos allí a casarnos ya los verás, Joseph.
Aquél es un pinar extraño. Te llevaré allí después de la boda.
Elizabeth se bajó con mucho cuidado del árbol y se quedó de pie ante él durante un rato. Se arregló el pelo con dedos diestros que buscaban afanosamente mechones sueltos para colocarlos en su lugar.
Cuando sienta nostalgia, iré a esos pinos, Joseph, y será como volver a casa.