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Chapter 13 - C A P Í T U L O 1 0

LA boda se celebró en Monterrey. Fue una ceremonia de tristes presagios en una capilla protestante. La iglesia había sido tantas veces testigo de la muerte de dos cuerpos maduros en el proceso del matrimonio, que más parecía celebrar una doble muerte mística con su ritual. Elizabeth y Joseph sintieron ambos la lugubrez de la sentencia. «Debéis aguantar», decía la iglesia, y la música era como una profecía sombría.

Elizabeth miró la figura encorvada de su padre, quien miraba hoscamente el envoltorio del cristianismo porque insultaba lo que él llamaba su inteligencia. No había bendición en los dedos de cuero de su padre. Miró de reojo al hombre que se hallaba junto a ella y que segundo a segundo se iba convirtiendo en su esposo. La cara de Joseph estaba rígida y parecía de piedra. Veía cómo le temblaba el mentón. Sintió pena por él. Pensó con cierta tristeza nerviosa: «Si mi madre estuviera aquí, le diría: "Aquí tienes a Elizabeth. Es una muchacha buena y yo la quiero. Será buena esposa cuando aprenda sus deberes. Espero que se te pase pronto ese ceño, Joseph, para que te muestres cariñoso con Elizabeth. Eso es todo lo que ella quiere y no es imposible"».

En los ojos de Elizabeth brillaron unas lágrimas.

Sí, quiero dijo con voz firme y, por lo bajo: «Tengo que rezar. Señor Jesús, hazme todo esto fácil, porque estoy asustada. En todo este tiempo que he tenido para conocerme, no he aprendido nada. Sé bueno conmigo, Señor Jesús, al menos hasta que sepa cómo soy». Le hubiera gustado ver algún crucifijo en la iglesia, pero la capilla era protestante y cuando le vino a la mente la imagen de Cristo, él tenía el rostro, la barba juvenil y los ojos asombrados y penetrantes de Joseph, que estaba a su lado.

La cabeza de Joseph estaba tensa de miedo. «Esto es una infamia», pensaba. «¿Por qué tenemos que pasar por esto para vernos casados? Creía que aquí, en la iglesia, había belleza para el hombre que sabía descubrirla, pero no se trata más que de un culto chocho al demonio». Se sentía decepcionado tanto por él como por Elizabeth. Le azoraba que Elizabeth tuviera que presenciar la entrada manchada al matrimonio.

Elizabeth le tiró de la manga y susurró:

Ya ha terminado. Tenemos que salir. Gírate hacia mí muy despacito.

Le ayudó a darse la vuelta y cuando iniciaron la salida por el pasillo de la iglesia, las campanas se lanzaron al vuelo en el campanario. Joseph suspiró estremecido. «Es Dios que llega tarde a la boda. Al menos el dios de hierro». Sintió que era un momento para rezar, pero no sabía cómo hacerlo. «Esto lo rubrica. Esto es el matrimonio, la voz de hierro». Y pensó:

«Esto es lo mío y lo sé. Queridas campanas, que golpeáis vuestros cuerpos con vuestros corazones locos. Son los rayos de sol que hacen sonar cada mañana la campana del cielo; es

el golpear hueco de la lluvia sobre el vientre hinchado de la tierra, naturalmente lo sé, es lo

que azota el aire atormentado con el relámpago. Y a veces es el suave viento cálido que da tirones a las copas de los árboles en una tarde amarilla».

Miró a los lados y después al suelo y susurró:

Las campanas son buenas, Elizabeth. Son sagradas.

Elizabeth se paró y lo miró asombrada, pues su visión no había cambiado. El rostro del Cristo seguía teniendo la cara de Joseph. Se rio incómoda y se confesó a sí misma: «Estoy rezando a mi propio marido».

McGreggor el guarnicionero se puso melancólico cuando llegó la despedida. Besó con torpeza a Elizabeth en la frente.

No te olvides de tu padre le dijo, aunque no sería nada raro que te olvidaras de mí. Hoy en día es casi una costumbre.

¿Vendrás a vernos al rancho, verdad que sí, padre?...

Yo no visito a nadie replicó MacGreggor enfadado. El hombre se hace más débil y no obtiene ningún placer con las obligaciones.

Nos alegrará verlo si viene intervino Joseph.

Pues tendréis que esperar mucho, tú y tu rancho de mil acres. Preferiría veros a los dos en el infierno antes que ir a visitaros.

Llamó después a Joseph aparte, donde Elizabeth no les pudiera oír y le dijo con tono quejumbroso:

La razón por la que te odio es porque eres más fuerte que yo. Me gustaría que me cayeras bien, pero no lo consigo porque soy un hombre débil. Lo mismo me ocurre con Elizabeth y me ocurrió con la loca de su madre. Ambas sabían que soy débil y por eso las he odiado a las dos.

Joseph sonrió al guarnicionero y sintió pena por él y cariño.

No es propio de alguien débil lo que está haciendo ahora observó.

No gritó McGreggor, es propio de los fuertes. Oh, en mi mente sí sé cómo ser fuerte, pero no logro ponerlo en práctica.

Joseph le dio unas palmaditas en el brazo.

Nos alegrará verle cuando venga a visitarnos.

Al oír esto, la boca de McGreggor se torció en una mueca de ira.

Hicieron el viaje de vuelta desde Monterrey en tren, pasando por el valle de Salinas, un camino gris y oro entre dos líneas musculosas. Desde el tren veían el viento soplando en el valle, dirigiéndose al mar, doblando con su fuerza seca el grano contra la tierra hasta que tumbado, parecía el pelo lustroso de un perro; conduciendo manadas de maleza caída hacia la boca del valle y soplando los árboles que había hecho crecer torcidos. En las estaciones pequeñas del recorrido, Chualar, Gonzales y Greenfield, vieron partidas de campesinos que esperaban para llevar los sacos llenos de grano a los almacenes. El tren avanzaba pegado al río Salinas, seco por el estiaje. En su ancho cauce amarillento andaban majestuosamente garzas azules desconsoladas, buscando aguas en las que pescar. De vez en cuando, se veía huir un coyote gris, mirando hacia atrás en su carrera, con aprensión, al tren. Las montañas hacían el viaje con ellos, como dos enormes vías externas para un descomunal Juggernaut.

Se apearon en King City, una ciudad pequeña, y se dirigieron a la cuadra de alquiler donde se habían quedado los caballos de Joseph mientras ellos estaban fuera. Joseph y Elizabeth se sentían nuevos y radiantes y curiosamente jóvenes al abandonar King City para iniciar el regreso al valle de Nuestra Señora. Los baúles que iban en el carro estaban llenos de vestidos y trajes nuevos. Sobre la ropa, llevaban grandes paños de lino para protegerse del polvo del camino. Elizabeth se cubría la cara con un velo azul oscuro, detrás del cual, sus ojos recorrían todo, almacenando detalles en la memoria. Joseph y Elizabeth se encontraban azorados, sentados hombro con hombro y mirando al frente de la soleada carretera, pues parecía que tomaban parte en un juego presuntuoso. Los caballos, tras un reposo de cuatro días y saciados de cebada, levantaban constantemente la cabeza y trataban de correr, pero Joseph tensó la cuerda del freno y los contuvo diciendo: «Tranquilo, Blue, tranquilo, Pigeon. Ya tendréis tiempo de cansaros antes de que lleguemos a casa».

Unas millas adelante se veía la frontera de sauces del arroyo que pasaba por sus tierras en el punto donde se apresuraba a unirse al río Salinas. Los sauces vestían de amarillo en esta época y la enredadera abrazada a sus ramas se había tornado escarlata y tenía un aire amenazador. En el punto donde confluían los dos ríos, Joseph detuvo el carro para contemplar el agua reluciente que venía desde Nuestra Señora hundiéndose con aire cansino hasta desaparecer entre las arenas blancas de su nuevo lecho. Se decía que el río discurría puro y fresco bajo la tierra y que se podía comprobar cavando unos pocos pies en la arena. Alrededor de la confluencia de los ríos se veían grandes agujeros practicados en el lecho del río para que abrevara el ganado.

Joseph se desabrochó la chaqueta, pues la tarde era calurosa y se aflojó el pañuelo protector que llevaba al cuello. Se quitó el sombrero negro y limpió con un pañuelo la cinta de cuero.

¿Quieres bajar, Elizabeth? le preguntó. Puedes meter las manos en el agua y refrescarte.

Elizabeth dijo que no con la cabeza. Era curioso ver la cabeza cubierta diciendo que no.

No, estoy bien, cariño. Llegaremos tarde a casa. Prefiero que sigamos.

Joseph blandió las riendas sobre el lomo de los caballos y comenzaron a avanzar siguiendo el río. Los altos sauces que se alineaban en el camino les fustigaban la cabeza y de vez en cuando las ramas les golpeaban descuidadamente los hombros como un látigo dócil.

Los grillos cantaban sus penetrantes notas en la maleza y los saltamontes brincaban con un destello de blanco y amarillo en las alas, repiqueteaban sus alas en el aire un instante y volvían a la seguridad de la hierba seca. De cuando en cuando un conejillo salía a escape presa del pánico y, una vez a salvo, se apoyaba en sus patas traseras y miraba a hurtadillas al carro. El aire tenía el olor quemado de la hierba seca y el aroma amargo de la corteza del sauce y el perfume de los laureles del río.

Joseph y Elizabeth se apoyaban en el asiento de cuero, atrapados en la cadencia del día y adormecidos por el traqueteo de los cascos de los caballos. Sus hombros y espaldas absorbían complacientes las vibraciones del carro. Su estado era similar al sueño, aunque más profundo, algo cercano a la irreflexión. El camino y el río señalaban en línea recta las montañas. La salvia cubría las cumbres más altas como una piel espesa, excepto en las cicatrices del agua, que eran grises y calvas como las heridas causadas por la silla en el lomo del caballo una vez curadas. El sol se retiraba hacia el oeste y camino y río apuntaban al lugar de la puesta del sol. Para los dos viajeros que cabalgaban detrás de los afanados caballos, el tiempo del reloj se disolvió en intervalos discontinuos entre pensamiento y pensamiento. Las montañas y el río se extendían grandiosamente y el camino comenzó a ascender. Los caballos avanzaban con dificultad, golpeando el aire con sus cabezas que subían y bajaban como martillos. Subieron una larga ladera. Las ruedas rechinaban contra los trozos desparramados de caliza, de la que estaban hechas las montañas. Las llantas de hierro chirriaban desabridas sobre la roca.

Joseph se echó hacia delante y meneó la cabeza para sacudirse el hechizo, como un perro que se quita el agua de las orejas.

Elizabeth dijo, nos estamos acercando al desfiladero.

Elizabeth se desató el velo y lo recogió detrás del sombrero. Sus ojos volvieron lentamente a la vida.

He debido quedarme dormida.

Yo también. Tenía los ojos abiertos, pero estaba dormido. Aquí está el desfiladero.

La montaña estaba hendida. Dos estribaciones de caliza lisa caían limpiamente, juntándose y en el fondo sólo quedaba sitio para el cauce del río. La misma carretera se veía expulsada de la vertiente diez pies por encima de la superficie del agua. En el centro del desfiladero, donde el río encajonado corría veloz, profundo y silencioso, sobresalía en el agua un monolito áspero, que cortaba y rompía el agua como la proa de un barco navegando a toda máquina contra corriente, produciendo un turbulento ruido de enojo. El sol se había ocultado tras la montaña, pero a través del desfiladero se distinguía su luz trémula iluminando el valle de Nuestra Señora. El carro se encontraba ya en la sombra azulada y fría de las paredes blancas. Los caballos, tras haber coronado la cima de la larga ladera, caminaban sin dificultad, pero estiraban el cuello y resoplaban al ver el río al fondo, bajo la carretera.

Joseph acortó las riendas y movió el pie derecho, haciéndolo descansar ligeramente sobre el freno. Posó la mirada en la serena corriente y sintió una sacudida de gozo anticipando la visión del valle que les esperaba al otro lado. Se volvió para mirar a Elizabeth, pues quería comunicarle su alegría. Joseph vio que la cara de Elizabeth estaba muy pálida y que sus ojos mostraban horror.

Elizabeth gritó:

Quiero parar, Joseph. Tengo miedo. Miraba fijamente a través de la hendidura al valle inundado de sol.

Joseph hizo parar a los caballos y echó el freno. La miró interrogante.

No lo sabía. ¿Te asusta lo estrecho que es el camino y el río ahí abajo?

No, no es eso.

Joseph saltó a tierra y ayudó a bajar a Elizabeth, pero cuando se disponía a conducirla al paso, Elizabeth se soltó y se refugió temblando en la sombra. Joseph se dijo en su interior:

«Tengo que intentar decírselo. Nunca he tratado de decirle nada como esto. Siempre me ha resultado difícil, pero no tengo más remedio que intentar decírselo ahora», y ensayó

mentalmente lo que debía decirle. «Elizabeth», la llamó mentalmente, «¿me oyes? Tengo que decirte algo y rezo para encontrar cómo hacerlo». Los ojos de Joseph se abrieron

desmesuradamente y cayó en trance. «He pensado sin palabras», prosiguió en su interior, «un hombre me dijo en una ocasión que no era posible, pero yo lo he hecho. Elizabeth, escúchame.

Cristo clavado en la cruz podría ser algo más que un símbolo del dolor universal. Ciertamente, él podría contener todo el dolor. Igualmente, un hombre en la cumbre de una montaña con los brazos abiertos en cruz, símbolo del símbolo, también podría ser un depósito de todo el dolor que haya existido».

Elizabeth interrumpió los pensamientos de Joseph con un grito:

Joseph, tengo miedo.

Pero la mente de Joseph continuó: «Escucha, Elizabeth. No tengas miedo. Te digo que he pensado sin palabras. Déjame ahora andar a tientas entre las palabras, gustándolas, probándolas. Éste es un lugar entre lo real y lo puro, inquebrantablemente real, sin distorsión por los sentidos. Aquí hay una frontera. Ayer celebramos nuestra boda, pero no hubo matrimonio. Éste es nuestro matrimonio atravesando el desfiladero, cruzando juntos como el espermatozoide y el óvulo que se han hecho uno al brotar la vida. Es el símbolo de la realidad sin distorsión. Tengo un momento en mi corazón, distinto en forma, textura y duración a cualquier otro momento. Sí, Elizabeth, aquí están todos los matrimonios de todos los tiempos contenidos en nuestro momento». Y añadió todavía para sus adentros: «Cristo en el breve tiempo que permaneció clavado en la cruz asumió en su cuerpo todos los sufrimientos de los hombres de todos los tiempos y en él no había distorsión».

Joseph había estado sobre una estrella pero, al terminar, las montañas surgieron de nuevo rápidamente y le arrebataron su soledad y su pensamiento desvelado. Sentía los brazos y las manos pesados y muertos, como pesas colgando de cuerdas desde los hombros, ya cansados del esfuerzo.

Elizabeth vio que Joseph la miraba con la boca abierta en un gesto de desesperanza y que sus ojos habían perdido el brillo que tenían un momento atrás. Elizabeth le dijo sollozando:

Joseph, ¿qué quieres?, ¿qué quieres que haga?

Dos veces trató de responder Joseph, pero un nudo en la garganta le impidió hacerlo. Tosió para dejar vía libre:

Quiero que cruces el desfiladero le dijo con voz ronca.

Tengo miedo, Joseph. No sé por qué, pero estoy muy asustada.

Joseph salió de su letargo entonces y pasó una de las pesas que sentía colgadas de sus hombros alrededor de la cintura de Elizabeth.

No hay nada de qué tener miedo, cariño. No es nada. Yo he estado mucho más solo. Es importante para mí atravesar el desfiladero contigo.

Elizabeth sintió un escalofrío y se apretó contra Joseph, mirando con horror la sombra azulada del pasadizo.

Iré, Joseph dijo resignadamente. Sé que tengo que pasar, pero parte de mí se quedará a este lado. Recordaré haber estado aquí mirando a la nueva Elizabeth que habrá al otro lado.

Recordó con claridad cómo en una ocasión había servido té de Cambray en tacitas de juguete a tres niñas pequeñas que se decían: «Ahora somos damas. Las damas cogen la taza así», y se acordó también de la vez que había tratado de atrapar el sueño de su muñeca con un pañuelo.

Joseph le dijo, es amargo ser mujer. Me da miedo serlo. Lo que he sido y lo que he creído hasta ahora se quedará a este lado del desfiladero. Seré una mujer adulta al otro lado. Creí que el cambio sería gradual. Esto es repentino.

Recordó que su madre le decía: «Cuando seas mayor, Elizabeth, sabrás lo que es el dolor, pero no el que conoces. Será un dolor que no se puede curar con un beso».

Iré, Joseph dijo quedamente. He sido una tonta. Tendrás que soportar muchas tonterías como ésta.

La sensación de llevar colgadas unas pesas abandonó a Joseph en ese momento. Rodeó la cintura de su esposa con brazo firme y la estrechó contra sí con delicadeza. Elizabeth, aunque tenía la cabeza agachada, sabía que Joseph la miraba y la miraba con ojos amables. Cruzaron el desfiladero muy despacio, atravesando la sombra. Joseph dijo quedamente, sonriendo:

Puede haber dolor más agudo que el placer, como es beber una infusión de menta que quema los labios. La amargura de ser mujer puede ser un éxtasis.

Calló Joseph y sonaron sus pasos sobre el camino rocoso, reverberando en las paredes del desfiladero. Elizabeth cerró los ojos, dejándose guiar por Joseph. Trató de no pensar nada, de sumergirse en la oscuridad, pero oía el refunfuño malhumorado del río y sentía el frío helado de la roca en el aire.

De repente, el aire se tornó cálido; sus pies ya no pisaban roca. Sus párpados se tiñeron de blanco y rojo y después amarillo y rojo sobre sus ojos. Joseph se detuvo y la abrazó.

Ya hemos pasado. Ya pasó todo.

Elizabeth abrió los ojos y contempló el valle cerrado. La tierra danzaba bajo la luz del sol y los árboles, grupitos exclusivistas de robles blancos, se agitaban levemente bajo el viento que aportaba emoción a la tarde que moría. El pueblecito de Nuestra Señora se ofrecía ante sus ojos, parduzco con sus casas a la intemperie y verde con las vides, con las vallas de estacas ardiendo con un fuego suave de capuchinas. Elizabeth dio un grito de alivio.

He tenido una pesadilla. Estaba dormida. Me olvidaré del sueño. No era real. Los ojos de Joseph estaban radiantes.

No es tan amargo ser mujer, ¿eh? le preguntó.

No hay ninguna diferencia. No cambia nada. No me había dado cuenta hasta ahora de lo hermoso que es el valle.

Aguarda aquí le dijo Joseph. Voy por los caballos.

Cuando Joseph se había marchado, Elizabeth lloró de pena porque tuvo una visión de una niñita con falda corta almidonada y trenzas que esperaba fuera del desfiladero y miraba con ansia, apoyándose en un pie y luego en el otro, saltando nerviosa y tiraba una piedra a la corriente. Durante un tiempo, la visión esperó como recordó Elizabeth haber esperado a su padre en una esquina, y después la niña se daba media vuelta muy triste y regresaba despacio a Monterrey. Elizabeth sintió lástima de ella. «Es amargo ser niña», pensó. «Hay tantas superficies lisas nuevas por arañar».