La tenue luz de la luna bañó hasta el más remoto rincón de aquel prado. La casa y el pasto sintieron el frío rocío de la noche, mientras que una refrescante brisa hacía danzar sus cabellos al son del silbido del viento.
Con ojos solitarios, Él alzó su mirada hacia la luna. Verla tan pequeña estando ésta tan lejos le hizo pensar en las posibilidades, ya que si a esa distancia aquel cuerpo celeste se veía así, seguramente en la cercanía sería enorme. Se sintió pequeño, sabía que él mismo era capaz de grandes hazañas, pero nunca podría compararse a la belleza y majestuosidad de la luna.
Su imaginación intentó ir más allá. Si la luna era así de impresionante, ¿qué más encontraría más allá de lo que sus ojos veían? Incluso Él tenía un límite en su imaginación, y en lugar de frustrarse se sintió a gusto. Tantas cosas que aún restaban por descubrir, tantas que eran imposibles de contar. No era su trabajo, ni su deber ni su meta, pero saber que existía la posibilidad de hacerlo era dichoso. Teniendo eso en mente supo que todos tenían la opción de elegir qué hacer y quiénes ser en su vida. Todos y cada uno tenían ese derecho y ese privilegio. Todos, excepto Él.
Su destino ya estaba marcado, sentenciado al arrepentimiento y a la soledad, condenado a pasar una eternidad recordando las voces que lo hicieron feliz alguna vez, voces que ya nunca podría volver a escuchar.
Eso era seguramente lo que más lo diferenciaba de su hermano. Él sabía que existían cosas, seres y lugares más grandes que él, y lo aceptaba en lugar de luchar contra ello. Su hermano era lo contrario, negaba la grandeza de otras cosas y, en lugar de buscar la buena convivencia, luchaba contra ello, desesperado por alzarse entre todo y todos como el más poderoso.
Seguramente fue esa diferencia la que los llevó a ambos a tan ruin destino.
Cerró los ojos y apretó sus puños, en un esfuerzo silencioso por dejar atrás sus tormentos.
Entonces, en medio de su callada agonía, una dulce voz le llamó por su nombre. Cuando dio la vuelta pudo verla de frente, a aquella persona que le abrió sus brazos aún sabiendo quién era, lo que era y las atrocidades que había hecho. Aquella que le otorgó calefacción cuando su corazón se congelaba, y aquella que le mostró la luz cuando su visión se oscurecía.
En mitad de la noche, Ella notó que ya no estaba junto a su lecho, y alarmada salió a buscarlo.
—Puedo sentirlo —dijo Él, guiando nuevamente su mirada hacia las estrellas—. La puerta abriéndose poco a poco, la oscuridad escurriéndose por las grietas del abismo, su voz resentida clamando por mi vida. Se está acercando... y no sé si podré pararlo una segunda vez.
La chica no habló, escuchó aquellas preocupaciones sin mostrar pena alguna. Aunque su corazón lloraba por su enamorado, quiso mantenerse serena por su bien.
—¿Que harás entonces? —preguntó Ella.
Él la vio a la cara, iluminada bajo la luz de la luna, una luz similar a la que los empapó a ambos la noche que se conocieron.
—¿Te irás otra vez?
—No tengo opción —respondió—. Su presencia es cada vez más fuerte, si me mantengo en movimiento no me encontrarán... y lo que es más importante, no los encontrarán a ustedes.
—Así estaremos a salvo —continuó Ella, a lo que Él asintió—. ¿Pero a qué costo? ¿Te crees capaz de aguantar esa carga tú solo?
—Si lo soy o no, es irrelevante. Si viene clamando por mi cabeza, me veré obligado a enfrentarlo otra vez, pero eso es algo que no podré hacer contigo cerca.
Ella abrió la boca, pero no habló. No pudo. No podía imaginar la vida sin él, pero sabía que su separación era algo inevitable, y aunque no quería aceptarlo, sabía que debía hacerlo. Debía separar el deseo del deber, y ahora mismo Ella tenía un deber del que encargarse.
Ambos tenían un deber del que encargarse, pero debían hacerlo solos, separados el uno del otro.
—¿Volverás? —preguntó Ella.
—Si el destino así lo quiere —contestó—. Pero el destino siempre ha tenido algo en contra mía.
Ella apretó sus puños contra la tela de su pantalón, arrugándolo con rabia suprimida. Mordió su labio y recordó a sus dos tesoros, aquellos que aún eran demasiado jóvenes como para recordar el rostro y la voz de su padre.
—¿No podrías esperar un poco más? —preguntó Ella, desesperada por aplazar lo inevitable—. El primer cumpleaños de Allen será dentro de una semana, y sería lindo que...-
Sus palabras se cortaron en medio de su oración. Alzó la mirada esperando ver la conmovida expresión de su enamorado, pero cuando lo hizo notó que frente suyo no había nadie. Él, sin deseos de continuar alargando su despedida, desapareció sin siquiera decir adiós.
Observó con ojos humedecidos el punto donde Él estaba hace un instante. Allí se quedó, mientras que sus lágrimas descendían por sus mejillas con delicadeza. Pasó así varios minutos, hasta que el sonido de una personita llorando la alertó. Venía desde su casa, aquella inocente criatura lloraba por su madre, por tenerla a su lado esa fría noche de invierno.
Su instinto la obligó a moverse, buscando calmar a su pequeño, darle un mensaje desde una temprana edad; decirle que sin importar qué, aunque las cosas vayan mal, aunque se sienta triste, solo, aunque crea que ha sido abandonado y que ya no queda esperanza, Ella siempre iba a estar presente para él. Siempre iba a cuidarlo y velar por él, aunque tuviera que hacerlo desde la lejanía.
Al estar en los brazos de su madre, el pequeño cesó su llanto, y Ella también. Aunque sintiera que su alma era desgarrada con salvajismo, Ella sería fuerte por el bien de ellos.
Cayó dormida, sin saber que ese hombre, al cual Ella entregó su cuerpo y alma jamás volvería a casa. Esa fue la ultima vez que ellos dos estarían frente a frente, el uno con el otro.
Esa fría noche, una semana tras haber comenzado el invierno, quinientos años después de que el Rey de los demonios fuera derrotado, Ryubik abandonó a su familia, sin siquiera haber tenido la oportunidad de ser recordado ni amado por sus hijos.
Y ahora, casi diez años después de aquella separación, nuestra historia da comienzo...