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Chapter 3 - 1. Inocencia

Ya eran finales de otoño.

El invierno estaba cada vez más cerca y el frío ya empezaba a invadir los hogares de aquel pueblo. Las hojas castañas danzaban al son del viento y la brisa congelaba a quienes eran descuidados. La mayoría de personas, tanto de ciudad como de áreas rurales cambiaban sus costumbres y vestimentas a unas más apropiadas para el clima, sin embargo, había una excepción; eran un niño pelirrojo y una niña rubia, tanto que su cabello parecía ser casi blanco. Eran hermanos, él era mayor por cuatro años, y ambos se hallaban bastante desabrigados a pesar del clima.

Él alegaba que tendría mucho calor si se abrigaba, y a ella el frío no le molestaba, por él contrario, lo disfrutaba.

Eran pocos los momentos como esos en los que podían relajarse y divertirse. No tenían madre, había muerto durante el parto de su segundo bebé. Ese hecho había herido al padre, quien culpaba a la pequeña por esa tragedia. Dejaba solos a los hermanos todo el día y llegaba borracho casi todas las noches. Siempre desquitaba su frustración con la pequeña, quien era incapaz de defenderse por sí misma. Era por eso que su hermano mayor se armaba de valor para defenderla, siendo también sometido ante su clara diferencia física con el adulto.

Odiaba a sus hijos. Los tachaba de fenómenos. Siempre buscaba calmar su pena con el alcohol, y eso sacaba a relucir la maldad en su corazón.

Los días eran torturas, donde su padre no se encontraba en casa y se quedaban encerrados, sin nada que hacer. Pero las noches eran peores, cuando su padre volvía a casa, las noches se volvían el mismo infierno.

Con el tiempo descubrieron que tenían casi toda la tarde para ellos y que no tenían problemas para abrir la puerta y salir. Sería poco tiempo, pero era suficiente para que la niña pudiera vivir un poco como una chica normal, y eso era lo que su hermano más deseaba, que ella pudiera olvidarlo todo un poco para ser feliz.

Ese día en especial el hermano mayor había decidido comprar un balón con algo de dinero que había robado de su padre. Jugaban inocentemente, simplemente se pateaban y lanzaban el balón el uno al otro. Eran pocas veces las que la pequeña sonreía, pero que cada vez que lo hacía su hermano sentía una calidez satisfactoria en su interior. Lo único que él quería era hacerla feliz, sin importar el costo.

—¡Ups...! —soltó la pequeña al dejar pasar accidentalmente balón por su lado.

Ambos vieron como el balón siguió rebotando hasta perderse de vista entre los arbustos. Seguido de eso, la pequeña dirigió su mirada suplicante hacia su hermano, quien supo al instante qué era lo que ella quería.

—Ni siquiera lo pienses, Saya —le dijo él, cruzándose de brazos—. Tú lo dejaste ir. Tú irás a buscarlo.

En desacuerdo con eso, Saya infló sus mejillas y cruzó sus brazos. Su hermano le mostró la misma mirada desafiante hasta que la pequeña cedió. Saya dio media vuelta para adentrarse entre los arbustos y buscar el balón.

Cuando estuvo a punto de llegar hasta su balón, éste se detuvo contra algo, o mejor dicho, alguien. Saya se paró en seco al darse cuenta de que frente a ella había un niño de pie, dándole la espalda. Ese chico parecía tener la edad de su hermano, su cabello era oscuro y se mantenía mirando al horizonte, pensativo, como si algo realmente desesperanzador lo atormentara. Una atmósfera solitaria lo rodeaba.

Ella no estaba acostumbrada a tener contacto con más personas además de su hermano y su padre, y por eso se sintió intimidada. Apenas lo vio comenzó a temblar.

Cuando el niño volteó, Saya pudo ver su rostro; estaba enrojecido y cortado, como si hubiera recibido una golpiza. Sus mejillas se veían ásperas, como si sus lágrimas se hubieran secado sobre su piel. Las heridas parecían ser viejas, pero las lágrimas eran recientes.

Saya pegó sus manos a su pecho y retrocedió unos pasos, viendo como el chico se agachaba para recoger el balón. Alzó la mirada, logrando así ver a la pequeña. Contrario de lo que ella pudo haber pensado, el chico le sonrió, a la vez que extendía sus brazos y le ofrecía el balón.

—Hola —dijo él—. ¿Esto es tuyo?

Ella no respondió, solo lo miró fijamente con duda y con temor. El chico se acercó un par de pasos, pero se detuvo al notar que ella retrocedía.

—No te asustes, no te haré daño.

Nuevamente, no hubo respuesta. El chico suspiró con molestia, para después rascarse la nuca, pensando en qué hacer o decir.

—Oye... relájate, ya te dije que...-

Un ruido que provino desde atrás de la chica interrumpió las palabras del niño. De entre los árboles apareció otra persona, un joven pelirrojo de ojos amarillentos. Era el hermano de la muchacha.

—¡Oye, Saya! —la llamó él—. ¿Por qué te tardas tanto...?

El chico se quedó callado al notar que alguien acompañaba a su hermana. Le frunció el ceño con desconfianza y se colocó en frente de Saya, quien se apegó a los brazos de su hermano.

—¿Qué quieres? —preguntó en tono amenazante.

—Esto es de ustedes, ¿verdad? —el chico se refería al balón—. ¿Puedo jugar con ustedes?

Eso tomó por sorpresa a ambos hermanos, quienes miraron atónitos al muchacho, sin saber qué contestar.

—Me llamo Allen, ¿y ustedes?

Estaban anonadados, pero no por la simpatía del niño, sino más bien porque mientras se presentaba, el tal Allen temblaba de pies a cabeza, a la vez que un tierno rubor se notaba en sus mejillas. No podía evitar estar nervioso, eran pocas las veces que Allen tenía la oportunidad de conocer a otros niños, y dar una buena primera impresión siempre le era difícil. Tendía a ser temperamental y se metía en muchas peleas, pero la realidad era que Allen estaba deseoso de tener más amigos además de su hermano, y mientras no los insultaran ni a ellos ni a su madre, él siempre veía una oportunidad.

Para Saya, Allen dio la impresión de ser inofensivo, inclusive algo tierno. Por eso mismo se relajó, soltando a su hermano.

—S... Soy... S-Saya... —murmuró, sorprendiendo al niño pelirrojo.

Notando que la pequeña parecía no percibir peligro, él también se relajó.

—Y yo Evan, ella es mi hermana menor —dijo, aún manteniéndose alerta—. Y ese es nuestro balón.

Con una sonrisa cargada en esperanza, Allen les dijo que vivía no muy lejos de ahí y que, si querían, podía llevarlos con su hermano. Así los cuatro podrían jugar juntos. Aunque aún estaban dudosos, los hermanos siguieron al recién conocido a través de un delgado camino trazado en la tierra. Estaba claro que el tal Allen no tenía intenciones ocultas, no obstante, incluso en esa tierra sin conflictos había gente peligrosa, como lo era su padre. Evan no bajaba la guardia, pero tampoco descartaba la posibilidad de que su hermanita pudiera hacer amigos.

Mientras avanzaban, Allen les contó un poco de sí mismo; tenía nueve años y pronto cumpliría los diez, y vivía junto a su madre y su hermano mayor. Su casa estaba algo alejada de los demás y no tenía vecinos, por eso no tenía mucho contacto con la gente. Al ver lo animado que era, Evan se sintió intrigado por los moretones, a lo que Allen respondió que tendía a meterse en peleas con niños mayores. Los insultaban a él y a su hermano por ser niños sin padre, y como ambos tenían poco temperamento tendían a ser muy violentos para su edad, por eso su madre fue tachada de Madre de demonios.

Los demonios, según decían, eran criaturas violentas por naturaleza, y preferían tirar a matar antes que analizar su entorno. El comportamiento de los niños se asemejaba mucho, y de ahí salió el mote para la madre.

Palabra tras palabra, Evan dejó de sentir dudas, y perdió razones para desconfiar de Allen. Él tampoco parecía tener una vida fácil, y por eso mismo tuvo el presentimiento de que podrían llegar a llevarse bien.

Al poco rato pudieron ver una pequeña cabaña, con sábanas y otros tipos de ropa secándose sobre un hilo tensado, algunas plantaciones y algunos juguetes de madera tirados en desorden.

—¡Ya llegamos! —exclamó Allen, apresurando el paso—. ¡Seth! ¡Ven aquí, Seth! ¡No vas a creer lo qué pasó!

Evan y Saya vieron como aparecía otro niño desde el interior de la casa. Era un poco más alto que ellos y tanto sus rasgos faciales como su complexión se asimilaban mucho a las de Allen. Estaba claro que eran familiares. Había una gran diferencia en su cabellos, y esta era el color que tenían. El de Allen era de tonos oscuros, mientras que el de Seth era más claro, mucho más claro que el cabello de Saya.

Con ojos molestos, el niño dirigió su mirada hacia el grupo. Asustada, Saya sujetó la mano de Evan, mientras que Allen los arrastraba hacia su hermano.

—¡Mira, hermano! ¡Hice amigos!

—¿Amigos? —repitió Seth.

Con una mueca de desagrado, el chico jaló la oreja de Allen con fuerza, alejándolo de los otros dos.

—¿Eres necio? —le gritó Seth, directamente en su oído—. ¿Cuántas veces te he dicho que no le hables a desconocidos si yo no estoy?

—Pero... son buenas personas —lloriqueó Allen.

—Eso mismo dijiste la última vez que "hiciste un amigo", y terminamos rompiéndole la nariz.

Ese último comentario puso en una mayor tensión a Saya. Tanto ella como Evan se quedaron estáticos cuando Seth se les acercó. Con ojos de pocos amigos los estudió, dando un vistazo rápido de pies a cabeza de ambos niños. Desafió a Evan con la mirada, quien respondió con un fulminante ceño fruncido.

—Somos gente simple —comenzó Seth—. No esperes nada de nuestra parte.

—No espero nada.

—Nuestra madre es llamada Madre de Demonios...-

—Eso no me importa —interrumpió el pelirrojo—. Tu hermano nos invitó a jugar, y aquí estamos.

Ese simple comentario cambió el semblante de Seth y bajó la guardia. Sus ojos tomaron algo de brillo y,  a gusto, le agarró la mano a Evan para estrecharla.

—¡En ese caso, es un placer! Me llamo Seth, y si te burlas de mi cabello o de mi madre te haré añicos.

«Linda presentación.»

Aunque pensó eso, Evan no pudo evitar soltar una sonrisa. Convenció a Saya de presentarse y así, tan pronto como llegaron, su amistad comenzó. No tardó mucho. Ambos grupos eran solitarios y desde el fondo de sus corazones añoraban el contacto con otros. Allen, Seth, Evan y Saya eran niños que tenían muchas cosas en común, y ese fue el porqué no hubieron problemas en crear un vínculo.

La casa de los chicos rápidamente fue inundada con euforia y risas, dándole a los pequeños lo que todo niño necesitaba. La pelota voló de un lado a otro, recibiendo manotazos y patadas, hasta el punto de abollarse en varias zonas.

Los minutos se volvieron horas, el azul se volvió anaranjado, y antes de que se dieran cuenta cayó el atardecer. Cansado, Evan anunció que era hora de que se marcharan a casa, y aunque sus nuevos amigos insistieron para que se quedaran un rato más, el pelirrojo declaró que ya debían irse.

Los vieron desaparecer en la distancia, perdiéndose en la oscuridad que consumía los prados. Allen, exhausto, se lanzó de espaldas contra el suelo, mientras que su hermano se sentaba a su lado; ambos jadeando empapados de sudor. Aunque hacía un frío desorbitaste, sentían como sus cuerpos ardían. Por primera vez en su vida sentían que realmente podrían tener amigos.

—Mamá estará encantada cuando le contemos... eh, tal vez podamos visitarlos los tres la próxima vez.

—Ya veremos, tonto Allen —respondió Seth, recostándose junto a su hermano, viendo las estrellas—. Ya veremos, hermanito.

Sarah, su madre, no regresó a casa sino hasta unas dos horas después, encontrándose a sus dos hijos durmiendo profundamente en el exterior. Quiso molestarse, pero notó expresiones cargadas de felicidad en sus rostros. Sus niños solían verse siempre angustiados y molestos, incluso en sueños. Supo entonces que algo bueno les había pasado.

***

A la mañana siguiente, los hermanos se levantaron haciendo un escándalo. Sarah escuchó con desbordante felicidad lo que sus hijos habían hecho el día anterior, y aceptó con gusto organizarse para visitar ellos tres a sus nuevos amigos. No sería pronto, ya que ella tenía trabajo que hacer y estaría muy ocupada los siguientes días.

Sin embargo, Allen no quería esperar para ver a Evan y Saya de nuevo. Terminó su desayuno y, sin esperar a Seth, se encaminó hacia el mismo lugar donde conoció a los hermanos con la esperanza de descubrir donde vivían. Cuando llegó comenzó a llamar a los nombres de los hermanos, esperando que estuvieran cerca y lo oyeran. Solo hubo silencio en respuesta. Se sentó junto a un viejo árbol durante varios minutos, esperando que alguno de los dos se le apareciera, pero al cabo de un rato decidió levantarse y buscar.

Confiaba en su instinto y se sentía orgulloso de su sentido de la orientación. Con Seth realizaba muchos paseos en los bosques, por lo que sabía moverse en esos terrenos. Recordaba desde dónde Evan había aparecido cuando lo conoció, así que se encaminó en esa misma dirección. A medida que avanzaba sus pasos se volvían más veloces y respiración de notaba más agitada.

Vio una casa no muy lejos y en un instante su sonrisa desapareció. Se alejó de los arbustos y ramas que obstruían su visión, teniendo una vista perfecta de un hombre robusto saliendo de la casa, jalando el cabello de una niña para obligarla a salir con él. Detrás de ellos estaba Evan, tirando de las ropas de su padre, intentando liberar a su hermana. Saya estaba llorando, mientras que el hombre gritaba palabras que Allen jamás había escuchado.

En un brusco movimiento, lanzó a Saya contra el suelo, y ella permaneció allí, cubriéndose la cabeza con sus manos. Evan se interpuso entre los dos, determinado en recibir los golpes en lugar de su hermana. Ambos gritaban, Evan y su padre, hasta que éste último levantó su mano contra su hijo, derribándolo de un golpe.

Aunque lloraba, Evan volvió a encarar al hombre. Esa mirada irritó aún más al sujeto, y Evan estuvo a punto de recibir un segundo golpe.

—¡Alto! —gritó Allen, quien se había acercado, antes de darse cuenta, lo suficiente como para ser visto.

Tres cabezas voltearon hacia el autor de ese grito. Allen enrojeció de vergüenza al sentirse observado, pero se las arregló para dar otro paso al frente. Le dio una mirada a los hermanos; Saya estaba empapada en lágrimas, con el pelo pegado a su cara; Evan, por su parte, tenía un ojo morado.

Esa escena produjo una rabia en Allen, la cual se entrecruzaba con tristeza. Él no tenía padre ni nunca lo había conocido... pero si lo hubiera hecho ¿sería así para él también?

—¿Qué quieres? —gruñó el hombre, acercándose a Allen.

El rostro del niño formó una mueca. Pudo sentir un desagradable olor a alcohol proviniendo del aliento y ropa de ese hombre. La diferencia de tamaño era evidente y pudo intimidarlo. Saya entonces aprovechó para levantarse y resguardarse a espaldas de Evan. Vieron como Allen, a pesar de su tamaño, no retrocedía ni un paso ante ese peligro.

—Déjalos en paz —dijo—. Son mis amigos.

—¿Amigos?

El hombre soltó una carcajada ante esa declaración. Sus dientes eran amarillentos y estaban algo torcidos. Allen jamás había sentido tanto asco o repulsión hacia una persona, y solo acrecentaba su ira.

El hombre detuvo su risa en seco cuando sus ojos se cruzaron con los de Allen. Fue tenue, pero dio la impresión de que su tono celeste se había acentuado, ensombrecido por sus negras y alargadas pestañas. Esta vez era el hombre quien estaba intimidado, la diferencia era que no entendía porqué.

El duelo de miradas duró unos eternos segundos, hasta que el hombre, en silencio, dio la vuelta y se encaminó hasta su casa. Sus pasos eran tanto torpes como lentos, producto de la borrachera. No le dirigió ninguna mirada ni palabras a sus hijos, solamente entró en su casa y se encerró con un portazo.

Los hermanos, impresionados, dirigieron sus miradas hacia Allen, encontrándose con aquello que logró ahuyentar a su padre: ojos celestes, brillantes, rodeados por una oscura sombra. Era una expresión que demostraba más que simple ira, era más que un niño haciendo una rabieta. Escondido en esa mirada inocente, había maldad.