La niña caminó a través del mercado del pueblo, tal y como lo hacía cada semana cuando buscaba tanto medicinas como alimentos para su madre. Era una mujer enferma y débil, no podía trabajar ni tampoco salir de la cama, por eso su hija, de apenas nueve años debía salir de vez en cuando y hurgar entre los desechos del pueblo para hallar algo que comer. Incluso tuvo que aprender a robar de las panaderías y pasar desapercibida entre la multitud.
Su pelo, tan negro como la tinta fresca, brillaba al recibir la luz solar como la más pura de las gemas. Ni siquiera el más oscuro de los carbones podía compararse a la negrura de su cabello, lacio y largo hasta sus caderas. Si la chica tuviera la posibilidad de cuidar su higiene correctamente, seguramente su cabello se vería precioso y acapararía la mirada tanto de niños como adultos; sin embargo la mugre acumulada la privaban de su verdadera belleza.
Tanto su vestimenta como lo descuidado de su cabello le daban una apariencia de lo más común, y de no ser por un simple detalle en su cuerpo no llamaría la atención ni siquiera del gato más curioso: eso eran sus ojos.
Eran redondos y profundos, con largas pestañas que los decoraban. En el mundo existían tonalidades únicas y poco comunes en los irises de las personas, y ella era un caso excepcional. Desde un lila fosforescente, pasando por el violeta e incluso algún tono similar al rosado, sus ojos claros contrastaban con el oscuro de su cabello, y eso hacía parecer que éstos brillaban como dos focos de luz.
Solía caminar con la cabeza baja y cubría su frente con un flequillo, haciendo lo posible por ocultar sus ojos de los demás. Eran muy llamativos, y si le robaba a alguien y llegaban a reconocerla por sus ojos, se vería en gran aprieto del que no podría salir ilesa.
Ese día se encontraba paseando por el mercado, pero no tenía intenciones de buscar alimento alguno. La semana anterior su madre juntó fuerzas para levantarse y salir de su casa para, por una vez, sentir la brisa fresca de los finales de otoño abrazándola. Por un instante olvidó todo el dolor y la pobreza, y nuevamente se sintió sana. Se sintió en paz. No duró mucho, el frío era más del que su delicado cuerpo podía soportar, y sin fuerzas para hallar su camino de vuelta a casa cayó rendida sobre el helado prado. Las hojas fueron llevadas por las suaves corrientes y muchas quedaron varadas sobre ella, enfriando su cuerpo a una velocidad alarmante.
Cuando la niña la encontró ya habían pasado tres horas. Soltó sus ganancias del día y se las arregló como pudo para llevarla de vuelta a su cama. «La brisa...», susurró la enfermiza mujer, y esa fue la última vez que la escuchó hablar.
Recolectó todas las mantas y abrigos que pudo encontrar, y con ellas cubrió a su madre. Sin importar cuánto lo intentó, su temperatura nunca parecía estar próxima a estabilizarse. La mujer cerró sus ojos, y el movimiento ascendente y descendente de su pecho al respirar era lo único que mantenía a la niña con esperanzas. Ese día no se movió de su lado, durmió con su cabeza apoyada junto al lecho de su madre, esperando despertarse con la mujer acariciando su cabeza, susurrándole «mi niña querida» como solía hacerlo cuando gozaba de buena salud.
Los días transcurrieron, indiferentes a la situación de la pequeña, hasta que llegó el momento, la necesidad de volver al pueblo por provisiones. La comida se estaba agotado a un ritmo alarmante. No quería dejar el lado de la señora, pero debía alimentarla constantemente. Aun temiendo que su madre la necesitara en su ausencia, la niña se arregló y se dispuso a partir.
—Ya me voy —anunció—. Volveré antes del atardecer.
Aunque sabía que su madre no respondería, su decepción al no escuchar despidiéndola su voz fue tremenda. Al borde de las lágrimas, la niña partió con nada más que un sucio saco con el que cargaría lo que pudiera encontrar.
Esa colecta fue especialmente terrible. Los vendedores ya sospechaban desde hacía días que estaban siendo robados, y se mantenían alerta ante cualquier conducta sospechosa. La niña no pudo conseguir alimentos de calidad, y solo logró recolectar algo de sobras que los restaurantes desechaban en las pozas. A pesar de haber experimentado un montón de decepciones en su corta vida, la niña lloró como nunca antes.
Quiso convencerse de que era mejor que nada, pero el dolor que apretaba su pecho no desaparecería sólo con pensamientos auto reconfortantes.
Arrastrando sus pies, la niña caminó de vuelta a casa, y al estar frente a la puerta pudo escuchar grotescos zumbidos de aleteo provenientes del otro lado. Las moscas volaban de un extremo a otro, saliendo y entrando de la casa, todas posándose al menos una vez en el cuerpo que reposaba inerte sobre la única cama de la casa. Con una mirada carente de brillo, la niña se halló a sí misma a un lado de la cama. Vio el rostro pálido de su madre, carente de cualquier expresión, y notó como la punta de su lengua se asomaba entre los extremos de sus labios.
Ya había llorado tanto ese día que no pudo derramar una sola lágrima por su madre. No hasta notar que su pecho ya no ascendía ni descendía.
Al día siguiente, la niña abandonó la casa. Esta vez sin intenciones de volver, después de todo, ya no había nadie que esperara su regreso. Esta vez no buscaba, solo caminaba sin rumbo, esperando tropezar con un obstáculo que le brindara un nuevo sentido a su vida. Esperaba que tal vez... solo tal vez, alguien pudiera sacarla del abismo en el que ahora se encontraba, y pudiera darle un motivo a sus ojos violetas para brillar.
—¡Alto ahí! —escuchó a sus espaldas, pero no hizo caso.
Continuó caminando, hasta que una mano —casi tan grande como su cabeza— la agarró del hombro y la jaló con brusquedad. Dolió, pero apenas emitió un gimoteo. Pudo ver a un hombre grueso y fuerte, junto con dos niños; uno regordete y el otro tan delgado como la hoja de un sable. Vistiendo nada más que un delantal de cocina y unos pantalones de cuero, el panadero obligó a la niña a mirarlo a los ojos. Reconoció ese color, y supo que era ella quien hurtaba de su cocina. Uno de sus hijos, el regordete, la había visto en el acto, pero cuando le avisó a su padre ella ya había desaparecido.
—¡Mocosa andrajosa! ¿Tienes idea de cuánto me hiciste perder? —gruñó el hombre. Por cada palabra que decía, gotas de su saliva salpicaban desde su boca y hacían parada en el rostro de la niña—. El pan es caro, ¡pero los ingredientes para hornearlos lo son más! ¿Como piensas pagarme por las pérdidas? ¡¿Tienes con qué compensarme?!
La niña abrió la boca en un acto reflejo, pero no contestó. El hijo delgado comenzó a burlarse de la mirada vacía que ella estaba poniendo, y el regordete no se tardó en unírsele.
—Tal vez pueda pagar con su cuerpo —se burló el delgado, acercándose y quitándole el cabello de la cara sin cuidado alguno.
Ese comentario no pareció hacerle gracia al panadero, pero tampoco regañó a su hijo. Después de todo, eso lo llevó a la idea de vender a la niña. Era delgada y seguramente podían vérsele las costillas, pero quitando eso no contaba con ninguna discapacidad. Se veía bastante apagada, pero eso significaría una actitud sumisa, perfecta para una esclava.
Apretando su muñeca, el hombre la arrastró hasta su panadería, y a pesar del dolor ella no opuso ninguna resistencia. Podía notar como los chicos le hacían muecas y se burlaban del color de sus ojos. De pronto entendió su situación y sintió deseos de llorar y forcejear. No pudo hacerlo, no tenía la fuerza suficiente.
Cuando casi se hallaron frente a la panadería, la niña tropezó con sus propios pies. Cayó de rodillas, y los niños chocaron con ella, cayendo también. El panadero lanzó una maldición, junto con una bofetada hacia la chica. Algunos transeúntes lo notaron, pero nadie le dio importancia. El niño regordete lloró adolorido para que le dieran un castigo más fuerte, pero al ver su debilidad su padre lo regañó y también lo abofeteó. Al final, ya sin paciencia el panadero les ordenó a los niños llevarse a la chica al patio trasero mientras él volvía a sus labores. Luego conseguiría grilletes para evitar que huyera, aunque no parecía que fuera a necesitarlos.
El hombre desapareció dentro de su tienda, y los niños aprovecharon para desquitarse con la "mercancía": el regordete le jaló del cabello sin cuidado, obligándola a chocar su cara contra el suelo. Le gritó un montón de palabras que la niña no entendió, pero sabía que le echaba la culpa porque su padre lo hubiera golpeado. Por su parte, el chico delgado sólo se reía de lo patética que la niña era ante sus ojos. Exclamaba que era un fenómeno de ojos extraños, cosa que ya no podía molestarle a la chica. No había escuchado más que insultos y burlas hacia sus ojos desde que podía recordar. La única persona que llegó a alabar sus ojos fue su madre... pero ella ya no estaba ahí. Ya no quedaba nadie que pudiera valorarla.
Sumida en su tristeza, la niña no notó cuando el chico delgado dejó de reír.
—Iober, dale tu también una palmada. Que aprenda quien es su dueño ahora —ordenó el regordete, sin recibir respuesta de su hermano—. ¡Iober!
Alzó la mirada, encontrándose con aquello que distrajo a su hermano delgaducho. Comenzó a temblar, la niña pudo sentir como sus manos aflojaban el agarre sin soltar aún su cabello. Fue extraño incluso para ella, pero sintió curiosidad por aquello que logró callarlos. Trató de levantar la mirada, pero no alcanzó a ver nada, solo pudo escuchar como dos niños discutían.
—¡Esto es tu culpa! —le gritó Allen a su hermano, soltando su mano de un tirón—. ¡No debiste traernos si no conocías el camino!
—Nadie te obligó a venir, tonto Allen...
Seth rio por su propio comentario, y Allen estuvo a punto de responder con una patada a su tobillo. Se detuvo cuando Evan jaló de su brazo y le indicó que su discusión estaba poniendo a Saya nerviosa.
Los cuatro chicos, perdidos desde hacía horas, sintieron como sus pelos se erizaban al escuchar un chillido casi junto a ellos. Voltearon un tras otro, encontrándose con dos muchachos; uno gordo y otro delgado, ambos junto a una sucia niña. Viendo sus posiciones y la manera en que sujetaban a la chica, no les tomó mucho entender qué estaba pasado.
—¡Son esos niños, Haier! —chilló el muchacho delgado—. ¡Son de los que papá habló!
—L-L... Los... —tartamudeó el llamado Haier, soltando a la niña y tropezando de culo contra el suelo—. ¡Los hijos del diablo!
«¿Hijos del diablo...?» repitió la niña al escucharlo, ahora siendo capaz de levantar la mirada y verlos. Habían tres chicos y una chica, por lo que pensó que se referían a los cuatro. Cambió de idea cuando vio que dos de ellos parecieron reaccionar notablemente ante el término que los hijos del panadero utilizaron.
Evan se mordió el labio y, nervioso, hizo que Saya soltara la mano de Allen. Él y Seth estaban especialmente de mal humor luego de haber vagado en círculos por el pueblo, y no se encontraban capaces de aguantar ni siquiera la menor provocación. Evan ya sabía qué podía pasar si su paciencia llegaba al límite. Eran pocas las ocasiones, pero había veces en que sus peleas se salían de control, y ambos sacaban a relucir una agresividad comparable con la de un lobo acorralado con rabia.
Con un fuego en sus ojos, Seth dio un paso al frente. Los hijos del panadero respondieron con un leve chillido agudo cada uno.
—Repite eso, bolsa de sebo —gruñó Seth, con un brillo anormal en el celeste de sus ojos—. Hazlo y te golpearé tan fuerte que quedarás tan flaco como ese de ahí.
Haier empalideció, incapaz de hablar. Quiso salir corriendo y pedir ayuda al panadero, pero sus piernas no se movieron.
—¿No escuchaste, cerdo malcriado? —Allen avanzó a un lado de Seth—. Repite eso, o de lo contrario te usaré como carnada para pescar.
«Lo dejaron sin opciones», observó Evan. O hablaba y terminaba golpeado hasta el punto de adelgazar, o se quedaba callado y se convertía en un gusano carnada.
El chico regordete comenzó a llorar, y la niña que hace un momento era agredida por él ahora lo veía deformar su rostro por el miedo. Por otro lado, Iober, el delgado, estaba estático, con la boca entreabierta y sus párpados extendidos de lado a lado. El terror en su persona se veía reflejado de una manera muy distinta a la de su hermano. Entre lágrimas del regordete, Seth le dirigió la palabra a Iober.
—¿Y tú qué miras, fideo?
La niña, impresionada pero no asustada, se puso de pie, y centró sus ojos en el par de chicos. Su respiración comenzó a acelerarse, al igual que los latidos de su corazón. De pronto su mirada se desvió hacia Evan, el único del grupo que le tenía puestos los ojos encima. Él sonrió, y ella intentó corresponderle. No pudo hacerlo.
—¡Hermano! —gritó Saya de pronto, llamando la tensión del pelirrojo, así como la de Allen y Seth.
Ellos tres, y también la chica de ojos violetas dirigieron sus miradas a la entrada de la panadería, donde el dueño se asomaba atraído por los lloriqueos de sus hijos. Las miradas de los hermanos se relajaron al ver el tamaño de ese hombre, y ambos estuvieron de acuerdo en que buscar pelea con esa mole no sería prudente.
—¡A correr! —anunció Seth.
Saya se apresuró a su lado y ellos fueron los primeros en alejarse. Por su lado, Evan se le acercó a la chica de ojos violetas y le sujetó la mano. No sabía qué había pasado ni porqué la estaban humillando de esa forma, pero sí sabía que ellos no eran su familia o sus amigos, y que con ellos la chica correría peligro. Tiró con suavidad de su brazo para pedirle que los acompañara, pero ella no pareció ser capaz de reaccionar ante aquella secuencia de eventos.
—¡Vamos! —se escuchó gritar a Allen, quien le sujetó la otra mano a la niña y tiró con algo más de brusquedad, obligándola finalmente a moverse.
—¿No podrías ser más delicado? —le señaló Evan, cuando los tres ya habían comenzado a correr—. Se ve confundida.
—¡Podría ser más delicado si ese gorila no estuviera detrás nuestro!
Fue espontáneo, como un satisfactorio escape a la realidad. De pronto, los llantos del niño gordo y los gritos del panadero dejaron de ser importantes, y toda la atención de la niña se centró en los dos muchachos que le sujetaban las manos y la animaban a moverse hacia adelante, mientras que discutían entre ellos acerca de quién sabía qué. En ese momento sus pies se sentían más ligeros, y la brisa en su rostro provocó una sensación agradable.
El viento llevó a que su cabello se ondeara hacia atrás, despejando su rostro, dejando sus grandes y redondos ojos violetas al descubierto. Así tuvo una vista clara de aquello que tenía en frente, y sus ojos brillaron nuevamente con esperanza.
Allen y Evan dejaron de hablar, y ambos contemplaron el rostro despejado de la chica. Aunque no lo supieron en ese instante, los dos estuvieron de acuerdo en la misma cosa: ella tenía unos ojos preciosos.
Tal vez... solo tal vez podría encontrarle un nuevo sentido a su vida, y con ese presentimiento llenando su corazón, la chica de ojos violeta volvió a sonreír.