El niño gritó.
Una almohadilla remojada en alcohol se posó en su labio, provocando un ardor tan grande que el joven se estremeció para después alejarse.
Luego de lo sucedido, Allen llevó a los hermanos a su casa para que Sarah los tratara, después de todo, ambos tenían moretones que se veían bastante graves.
—¡Quédate quieto! —pidió Sarah, limpiando la almohadilla— Tu labio tiene un corte muy profundo...
De mala gana, Evan se acercó. Sentía la necesidad de aguantar el dolor, después de todo, ya habían tratado a Saya, y ella pudo soportar el ardor casi sin quejas. La pequeña se encontraba ahora a un lado, jugando junto a Allen con unas figuras de madera, mientras que Sarah limpiaba las heridas de Evan, con Seth a un lado mirándolos.
El joven pelirrojo podía sentir la mirada de Seth encima suyo, y aunque no lo podía ver directamente, supo que se estaba burlando de su debilidad.
Sarah continuó, y esta vez Evan se quedó quieto. Por su parte, Allen se detuvo para mirar los moretones de Saya. Él había sido testigo de qué había pasado, sin embargo, Evan le pidió que no se lo contara a nadie. Era claro que estaba asustado de lo que pudiera pasarle a él o a su hermana si corría la voz de lo que su padre les hacía. No por su padre, sino por lo que él podría hacerles a ellos si se enteraba.
Allen no estuvo de acuerdo, pero pudo sentir el temor en las palabras de su amigo. Se vio en la obligación de aceptar, y dieron la excusa de que habían resbalado y caído en el bosque, de ahí sus heridas. Por supuesto, que Sarah no se creyó esa historia.
—¡Ya está! —anunció la mujer, cerrando la botella de alcohol— La próxima vez tengan más cuidado cuando jueguen.
—Sí, señora...
Evan se toqueteó el labio y las mejillas, rozando sus dedos con las vendas que le habían colocado. Se sentía incómodo, pero ya casi no le dolía. Sarah tenia algo de conocimientos en primeros auxilios, así que sabía tratar heridas de ese tipo.
Volvió a preguntar el origen de los golpes, pero la respuesta fue la misma de antes. Sarah conocía a su hijo y podía reconocer cuando mentía. Por un momento incluso temió que hubiera sido él el autor de esos golpes, pero Allen no se mostraría tan simpático de haber sido ese el caso.
Aunque estaba angustiada, no podía evitar sentirse feliz. Después de todo, era la primera vez que sus hijos hacían amistades, y se notaba lo satisfechos que estaban con solo ver sus sonrisas.
Esa noche los hermanos no volvieron a su casa; Allen pidió permiso para que se quedaran a dormir y Sarah aceptó con gusto. Por su parte, Evan y Saya tenían demasiado miedo como para volver a casa, no sabían cómo encarar a su padre después de lo sucedido, así que decidieron no volver esa noche. Ni tampoco la siguiente, o la siguiente a esa.
No solo tenían miedo de volver, también se sentían bastante cómodos junto a Sarah y sus hijos. Ella era una mujer joven, inexperta y descuidada, pero también era dulce, atenta y cariñosa; y sus hijos, aunque discutían entre ellos a casi todas horas, eran simpáticos y se notaba que heredaron el buen corazón de su madre.
Su padre tampoco los buscó, o al menos esa impresión dio, ya que no supieron de él desde aquel día. Por un tiempo se sintieron a salvo y fueron felices.
Cuando pasaron cuatro días, Sarah preguntó si realmente estaban sus padres de acuerdo en que se quedaran tanto tiempo. Evan sintió una puñalada cuando escuchó eso, y en pago por la amabilidad de la señora, decidió ser totalmente sincero con respecto a sus heridas y el hecho de no querer volver a casa.
Sarah escuchó en silencio la historia, con rostro inmutable. La voz del pequeño se entrecortaba por cada palabra que decía, y al notarlo hizo un esfuerzo inútil para que sus lágrimas no escaparan de sus ojos. Cuando terminó de hablar bajó la cabeza, esperando alguna clase de regaño; en su lugar, los brazos de Sarah rodearon con delicadeza al chico, y ella apretó con poca fuerza su cuerpo contra el de él. A partir de ese día, tanto Evan como Saya se mudaron a la casa de Sarah y sus hijos. Si el hombre que decía ser su padre los reclamaba, Sarah le negaría el derecho y declararía ante los cielos que los chicos eran ahora hijos suyos.
Eso puso algo nervioso a Evan, pero Allen lo calmó diciendo que su madre sabía defenderse sola. Y le aseguró que si ese hombre le intentaba poner un dedo encima, terminaría de cara al piso con más de un hueso roto.
Para los cuatro niños esa fue una secuencia de eventos maravillosos, pero aunque Sarah estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ellos sabía que su acto era irresponsable. A duras penas podía mantener ella sola a sus dos hijos legítimos, no quería ni imaginar qué tendría que hacer para mantener ahora a dos más. Seth ya era mayor, en un par de años podría ayudarla y trabajar también, pero durante ese tiempo, ¿qué se supone que haría?
Una semana pasó desde aquello, y no pasaba un momento en que los cuatro no estuvieran juntos. Saya cada vez sonreía más y comenzó a hablar más que de costumbre. Incluso iniciaba conversaciones en lugar de sólo contestar. Evan estaba más feliz de lo que podía haber imaginado.
Con cada día transcurrido llegaban a conocer más a los llamados hijos del diablo, y podían afirmar que ese apodo era injustificado; ambos eran chicos cariñosos y simpáticos. Y aunque tenían poco temperamento y también tendían a ser malhablados, podían ser de lo más agradable.
Aún así, se dieron cuenta de que Allen y Seth solían discutir mucho entre ellos por las cosas más insignificantes, más de una vez recurrían a los golpes y las patadas, pero a las pocas horas se reconciliaban. La última vez fue porque Allen robó el collar de Seth y lo usó como si fuera suyo.
—¡Ya tienes el tuyo! —le gritó Seth cuando lo descubrió.
—¡También quiero el tuyo! ¿Sabes? —respondió mientras le enseñaba la lengua.
Según palabras de Sarah, esos collares fueron el único regalo que el padre de los chicos les dejó antes de desaparecer, y que por eso guardaba un significado emocional; en especial para Seth. Eran extraños, y de un material negro y resistente. El de Allen era una curiosa cruz con extremos puntiagudos; el de Seth se trataba de un extraño símbolo que ni siquiera Sarah reconocía. Tal vez era parte de un alfabeto antiguo, o quizá carecía de significado alguno.
Quisieron saber quién era su padre, y qué había pasado con él, pero siempre que preguntaban Sarah cambiaba el tema o directamente decía que no quería hablar de ello.
Hacía un esfuerzo por no mostrarse sensible al respecto, pero a veces la oían llorar en sueños, suspirando un nombre que no alcanzaban a reconocer. Sus hijos sabían que ella aún lo amaba y lo extrañaba, pero que no podían hacer nada al respecto. Aun con lo feliz que se mostraba siempre, Sarah tenía un hueco en su corazón que sus hijos jamás podrían llenar.
Con el tiempo, dejaron de preguntarse quién era su padre, y se convencieron de que, si fue capaz de abandonar a Sarah, entonces no podía ser una buena persona. No lo necesitaban.
Era una familia pequeña y algo fracturada. Evan llegó a preguntarse si había sido Bueno conocerlos después de todo. Tuvo una respuesta la noche del séptimo día; Saya dormía, con las manos contra su pecho. Tenía el rostro limpio y su cabello peinado. Respiraba a un ritmo tranquilizado, mientras que mostraba la sonrisa más grande que Evan le había visto jamás.
Estuvo seguro entonces; era una familia extraña y curiosa, pero ahora también era su familia.
La felicidad lo desbordó, y Evan lloró por primera vez por algo ajeno al dolor. Entre lágrimas y risas ahogadas, se quedó dormido...