Acabaron de comer, y volvieron a colocar los recipientes en sus lugares dentro de los cilindros. Dado que no había agua cerca, tendrían que esperar hasta la mañana para lavarlos. Sin embargo, Frigate y Kazz habían hecho varios cubos con secciones de bambú gigante. El estadounidense se prestó voluntario para caminar de regreso al río, si alguno le acompañaba, para llenar las secciones con agua. Burton se preguntó por qué se habría ofrecido. Luego, mirando a Alice, supo el porqué.
Frigate debía de estar esperando hallar alguna compañía femenina amistosa. Evidentemente, daba por supuesto que Alice Hargreaves prefería a Burton, y las otras mujeres: Tucci, Malini, Capone y Fiorri, habían elegido respectivamente a Galleazzi, Brontich, Rocco y Giunta. Babich se había marchado, probablemente por la misma razón que tenía Frigate para desear irse.
Monat y Kazz fueron con Frigate. El cielo estuvo de repente poblado con gigantescas chispas y grandes nubes de gases luminosos. El brillo de las apretadas estrellas, algunas tan grandes que parecían ser trozos de la Luna de la Tierra, y la luz de las nubes, les asombraban y les hacían sentirse penosamente microscópicos e incongruentes.
Burton se recostó sobre un montón de hojas de árbol y chupó un cigarro. Era excelente, y en el Londres de su tiempo le habría costado al menos un chelín.
Ahora, ya no se sentía tan diminuto e insignificante. Las estrellas eran materia inanimada, y él estaba vivo. Ninguna estrella podría saber jamás cuál era el sabor
de un cigarro caro, ni podría conocer el éxtasis de abrazar a una cálida y bien
formada mujer.
Al otro lado del fuego, medio o totalmente perdidos entre la hierba y las sombras, estaban los triestinos. El licor les había hecho perder las inhibiciones, aunque parte
de su sensación de libertad podía surgir de la alegría al verse vivos y jóvenes de
nuevo. Reían y retozaban sobre la hierba, y hacían mucho ruido mientras se besaban. Y luego, pareja por pareja, se retiraron hacia la oscuridad. O, al menos, ya no siguieron emitiendo sonidos.
La niña se había quedado dormida junto a Alice. La luz de la fogata chisporroteaba sobre el hermoso y aristocrático rostro y la pelada cabeza de Alice, y sobre su magnífico cuerpo y sus largas piernas. De pronto, Burton supo que todo él había sido resucitado. Definitivamente, no era el viejo que, durante los últimos dieciséis años de su vida, había pagado tan duramente las muchas fiebres y enfermedades que lo habían agostado en los trópicos. Ahora era joven de nuevo, saludable, y poseído por el viejo demonio gritón.
No obstante, había dado su promesa de protegerla. No podía hacer ningún movimiento ni decir ninguna palabra que ella pudiera interpretar como insinuantes. Bueno, no era la única mujer del mundo. De hecho, tenía a todas las mujeres del
mundo, si no a su disposición, al menos a su alcance para un intento. Es decir, así
era si todo el mundo que había muerto en la Tierra estaba en aquel planeta. Ella
era únicamente una entre muchos miles de millones, posiblemente treinta y seis mil millones, si el cálculo de Frigate era correcto. Pero, claro está, no había prueba
alguna de que así fuera.
Lo peor del asunto era que, para el caso, Alice podría haber sido la única mujer del mundo, al menos en ese momento. No podía ponerse en pie y caminar en la oscuridad buscando a otra mujer, porque eso las dejaría a ella y a la niña sin protección. Ciertamente, no se sentiría segura con Monat y Kazz, y no la podía culpar por ello. Eran aterradoramente feos. Ni podía confiársela a Frigate, si es que regresaba aquella noche, lo cual dudaba, dado que aquel tipo era aún una incógnita.
De repente, Burton lanzó una carcajada ante su situación. Había decidido que aquella noche podía considerarla perdida. Eso le hizo reírse de nuevo, y no se detuvo hasta que Alice le preguntó si se sentía bien.
Más bien de lo que podría imaginarse -dijo, dándole la espalda. Buscó en su
cilindro, y sacó el último artículo. Era una barra plana y pequeña de una sustancia gomosa. Frigate, antes de irse, había indicado que sus desconocidos benefactores debían ser estadounidenses. De lo contrario, no habrían pensado en proporcionarles goma de mascar.
Tras apagar el cigarro aplastándolo contra el suelo, Burton se metió la barra en la boca.
Esto tiene un sabor extraño, pero bastante delicioso -dijo-. ¿Ha probado el suyo?
Me he sentido tentada, pero me imagino que parecería una vaca rumiando.
Olvídese de que fue una dama -le dijo Burton-. ¿Cree que unos seres con el poder de resucitarnos iban a tener unos gustos tan vulgares?
Alice sonrió levemente y contestó:
Realmente, no lo sé -y se metió la barra en la boca. Por un momento, masticaron indiferentemente, mirándose el uno al otro por encima del fuego. Ella no podía mantener su mirada durante más de unos segundos cada vez.
Frigate mencionó que la conocía a usted -dijo Burton-. Mejor dicho, que había oído hablar de usted. ¿Y quién es usted, si es que me permite que tenga esta curiosidad indiscreta?
No hay secretos entre los muertos -replicó ella humorísticamente-. O, al menos, entre los ex-muertos.
Alice Pleasance Liddell había nacido el 25 de abril de 1852. (Burton tenía entonces
treinta años). Era descendiente directa del rey Eduardo III y de su hijo John de Gaunt. Su padre era el decano del Christ Church College de Oxford, y coautor de un famoso diccionario griego-inglés. (¡Liddell y Scott!, pensó Burton). Había tenido una feliz infancia, una excelente educación, y había conocido a mucha gente famosa de su tiempo: Gladstone, Matthew Arnold, el príncipe de Gales, que fue puesto bajo el cuidado de su padre mientras estaba en Oxford. Su esposo había sido Reginald Gervis Hargreaves, y lo había amado mucho. Había sido un «caballero campesino», le gustaba cazar, pescar, jugar al cricket, plantar árboles y leer literatura francesa. Había tenido tres hijos, todos capitanes, dos de los cuales murieron en la primera guerra mundial, de 1914 a 1918. (Aquélla era la segunda vez en el día que Burton oía hablar de la primera guerra mundial).
Habló y habló, como si la bebida le hubiera soltado la lengua. O como si quisiera establecer una barrera de conversación entre ella y Burton.
Habló de Dinah, el gatito al que había amado cuando era niña, los grandes árboles de la plantación de su esposo, de cómo su padre, mientras trabajaba en su
diccionario, daba siempre una dormidita a las doce en punto del mediodía, sin que
nadie supiera por qué... A la edad de ochenta años, le habían dado un doctorado honorífico de letras en una universidad estadounidense, la de Columbia, a causa de la importante parte que había tenido en la génesis del famoso libro del señor Dodgson. (No mencionó el título, y Burton, aunque había sido un voraz lector, no recordó ninguna obra de un tal señor Dodgson).
Aquella fue, desde luego, una tarde memorable -dijo-, a pesar del informe meteorológico oficial. El 4 de julio de 1862, yo tenía diez años... Mis hermanas y yo llevábamos zapatos negros, calcetines blancos, trajecitos blancos de algodón, y sombreros de ala ancha.
Sus ojos eran muy grandes, y se estremecía de vez en cuando como si estuviese luchando consigo misma, y comenzó a hablar aún más deprisa:
El señor Dodgson y el señor Duckworth llevaban las cestas de la merienda... Salimos en nuestro bote desde el puente de Folly, subiendo por el Isis, yendo por
una vez contra corriente. El señor Duckworth remaba; las gotitas caían de su remo como lágrimas de vidrio sobre el liso espejo del Isis, y...
Burton oyó las últimas palabras como si las hubieran rugido. Asombrado, contempló
a Alice, cuyos labios parecían estarse moviendo como si conversase a un nivel normal de charla. Sus ojos estaban ahora fijos en él, pero parecían estarle atravesando para mirar a un espacio y a un tiempo situados más allá. Sus manos estaban medio erguidas, como si estuviera sorprendida por algo y no pudiera moverlas.
Cada sonido estaba amplificado. Podía oír la respiración de la niña, el latido de su corazón y el de Alice, el gorgoteo de los intestinos de Alice mientras trabajaban, y
la brisa mientras se deslizaba por entre las ramas de los árboles. De muy lejos llegó un grito.
Se alzó y escuchó. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué aquella amplificación de sus
sentidos? ¿Por qué podía oír los corazones de ellas y no el suyo propio? También se daba cuenta de la forma y textura de la hierba bajo sus pies. Casi podía notar las moléculas individualizadas del aire cuando golpeaban contra su cuerpo.
También Alice se había alzado.
¿Qué está pasando? -dijo, y su voz cayó sobre él como un gran soplo de viento. No le contestó, pues estaba mirándola. Ahora, le parecía, podía ver realmente su cuerpo, por primera vez. Podía verla a ella. A la verdadera Alice.
Alice corrió hacia él con los brazos extendidos, con los ojos entrecerrados y los labios húmedos. Se tambaleaba y canturreaba:
¡Richard! ¡Richard!
Entonces, se detuvo; sus ojos se agrandaron. El dio un paso hacia ella, con los brazos extendidos. Ella gritó:
«¡No!», se volvió, y corrió a la oscuridad entre los árboles. Por un segundo, él se
quedó inmóvil. No le parecía posible que ella, a quien amaba como nunca había amado a nadie, no le devolviese ese amor.
Debía de estar incitándole. Eso era. Corrió tras ella, y gritó su nombre una vez tras otra.
Debió de ser horas más tarde cuando la lluvia cayó sobre ellos. O bien el efecto de la droga había pasado, o bien el agua fría ayudó a disiparlo, pues ambos parecieron
emerger del éxtasis y de su estado somnoliento al mismo tiempo. Ella le miró
cuando un relámpago iluminó sus facciones, gritó, y lo apartó de un violento empellón.
El cayó sobre la hierba, pero extendió una mano y asió su tobillo mientras ella escapaba de él a gatas.
¿Qué es lo que te pasa? -gritó.
Alice dejó de forcejear. Se sentó, ocultó la cara entre las rodillas, y su cuerpo fue estremecido por los sollozos. Burton se alzó y colocó su mano bajo la barbilla de ella, obligándola a mirarle. El rayo volvió a caer cerca, mostrándole su rostro
torturado.
¡Prometiste protegerme! -sollozó ella.
No actuaste como si deseases que te protegiese -le respondió él-. No te prometí protegerte contra un impulso natural humano.
¡Impulso! -exclamó ella-. ¡Impulso! ¡Dios mío, nunca he hecho nada así en mi
vida! ¡Siempre he sido buena! ¡Era virgen cuando me casé, y fui fiel a mi marido durante toda mí vida! ¡Y ahora... con un completo desconocido! ¡Y así! ¡No sé qué es lo que me sucedió!
Entonces, he fracasado -dijo Burton, y se rió. Pero estaba comenzando a sentir pena y remordimientos. Si hubiera sido por su propia voluntad, por su propio deseo, entonces no sentiría el menor remordimiento de conciencia. Pero el chiclé contenía alguna droga poderosa, y les había hecho comportarse como amantes cuya pasión no conocía límites. Ciertamente, ella había cooperado tan entusiásticamente como cualquier mujer experimentada de un harén turco. No tienes por qué sentirte apenada en lo más mínimo o reprocharte nada -le dijo suavemente-. Estabas como poseída. Echa las culpas a la droga.
¡Fui yo! -dijo ella-. ¡Yo... yo! ¡Quería hacerlo! ¡Oh, qué vil y sucia puta soy!
No recuerdo que te ofreciese ningún dinero.
No quería mostrarse despiadado. Quería que se irritase tanto que se olvidase de su autocompasión. Y lo logró. Saltó y le arañó el cuello y el rostro. Le dijo cosas que
una gentil dama de alta alcurnia de los tiempos victorianos no debía haber conocido
jamás.
Burton le aferró las muñecas para evitar que le causara mayor daño, y la mantuvo asida mientras ella le escupía más suciedades. Finalmente, cuando se quedó en silencio y comenzó a llorar de nuevo, la llevó hacia el lugar de acampada. El fuego era cenizas mojadas. Apartó la capa superior, y dejó caer un puñado de hierba que había resultado protegida de la lluvia por un árbol sobre los rescoldos. A su luz vio que la niña estaba durmiendo acurrucada entre Kazz y Monat, bajo un montón de hierba debajo del árbol de hierro. Se volvió hacia Alice, que estaba sentada bajo otro árbol.
Quédate lejos -le dijo ella-. ¡No quiero volver a verte jamás! ¡Me has deshonrado, envilecido! ¡Y después de haber dado tu palabra de protegerme!
Si quieres, puedes congelarte -dijo él-. Simplemente te iba a sugerir que seria
mejor que nos agrupásemos para conservar el calor. Pero, si deseas pasarlo mal, allá tú. Vuelvo a repetirle que lo que hiciste fue ocasionado por la droga. No, no fue ocasionado. Las drogas no ocasionan deseos o acciones. Simplemente permiten que se manifiesten. Nuestras habituales inhibiciones desaparecieron, y ninguno de nosotros puede acusarse a si mismo o al otro. Sin embargo, sería un mentiroso si dijera que no disfruté con ello, y tú también lo serías si lo afirmases, así que, ¿por qué herirte con los puñales de la conciencia?
¡No soy una bestia como tú! ¡Soy una mujer virtuosa, buena cristiana y temerosa de Dios!
Sin duda -dijo secamente Burton-. No obstante, déjame que vuelva a remarcar una cosa. Dudo que hubieras hecho lo que hiciste si no hubieras deseado hacerlo
en lo profundo de tu corazón. La droga suprimió tus inhibiciones, pero ciertamente no te puso en la cabeza la idea de lo que debías hacer. Esa idea ya estaba allí.
Cualquier acción resultante de la toma de la droga surgió de ti, de lo que deseabas hacer.
¡Eso ya lo sé! -aulló ella-. ¿Te crees que soy una estúpida e ignorante sirvienta?
¡Tengo un cerebro! ¡Sé lo que hice, y por qué! ¡Es simplemente que nunca soñé que pudiera ser una tal... una tal persona! ¡Pero debo de haber sido así! ¡Debo de haberlo sido!
Burton trató de consolarla, de demostrarle que todos tenían en su naturaleza algunos elementos no deseados. Le señaló que, con toda seguridad, el dogma del pecado original se aplicaba a esta situación; que era humana, y por consiguiente tenía en sí deseos pecaminosos, etc. etc. Cuanto más trataba de arreglar las cosas, peor se sentía ella. Luego, estremeciéndose de frío, y cansado de la inútil argumentación, lo dejó correr. Se arrastró entre Monat y Kazz, y tomó a la niña entre sus brazos. El calor de los tres cuerpos, y la cobertura del montón de hierbas, así como el tacto de los cuerpos desnudos, lo calmó. Se durmió con los sollozos de Alice llegándole débilmente a través de las hojas.