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Chapter 11 - A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO IX

Cuando se despertó, estaba a la grisácea luz del falso amanecer al que los árabes llamaban la cola del lobo. Monat, Kazz y la niña seguían durmiendo. Se rascó un poco a causa de los picores producidos por la hierba de ásperos bordes, y luego se arrastró hacia afuera. El fuego estaba apagado; de las hojas de los árboles colgaban gotas de agua, y también de las puntas de las hierbas. Se estremeció por el frío. Pero no se sintió cansado ni notaba ningún mal efecto secundario de la droga, como había esperado. Encontró un montón de bambúes relativamente secos bajo algunas hierbas situadas debajo de un árbol. Con ellos volvió a reconstruir el

fuego y, en poco tiempo, se sintió a gusto. Entonces divisó los recipientes de bambú, y bebió agua de uno de ellos. Alice estaba sentada sobre un montón de hierba, mirándole ceñuda. Tenía la carne de gallina.

¡Ven a calentarte! -le dijo.

Se acercó a gatas, se puso en pie, caminó hasta el cubo de bambú, se inclinó, tomó agua con las manos y se mojó la cara. Luego se sentó sobre sus talones junto al fuego, calentándose las manos sobre las llamas. Si todo el mundo está desnudo, cuán rápidamente pierden su modestia aún los más modestos, pensó él.

Un momento más tarde, Burton oyó crujir la hierba hacia el este. Apareció una cabeza pelada, la de Peter Frigate. Salió de entre las hierbas, y fue seguido por la cabeza pelada de una mujer. Emergiendo de entre las hiebas, reveló un cuerpo húmedo pero hermoso. Sus ojos eran grandes y verde oscuro, y sus labios un poco demasiado gruesos para ser hermosos, pero sus otras facciones eran exquisitas. Frigate sonreía ampliamente. Se volvió y tiró de ella con la mano, acercándola al fuego.

Tienes la cara de un gato que se acaba de comer a un canario -comentó Burton-.

¿Qué te pasó en la mano?

Peter Frigate se miró a los nudillos de su mano derecha. Estaban hinchados, y tenía arañazos en el dorso de la mano.

Me metí en una pelea -dijo. Apuntó con un dedo a la mujer, que estaba acurrucada junto a Alice, calentándose-. La noche pasada, allá en el río, era una

casa de locos. Ese chiclé debe contener algún tipo de droga. No te creerías lo que

estaban haciendo la gente. ¿O sí? Después de todo, eres Richard Francis Burton. De cualquier forma, todas las mujeres, incluidas las feas, estaban ocupadas, de una forma u otra. Me asusté de lo que estaba sucediendo, y luego enloquecí. Golpeé a dos hombres con mi cilindro, dejándolos fuera de combate. Estaban atacando a una niña de diez años. Quizá los matase; espero que así fuese. Traté de conseguir que

la niña viniese conmigo, pero huyó en la noche.

»Decidi regresar aquí. Estaba comenzando a reaccionar bastante mal por lo que les había hecho a aquellos dos hombres, aunque se lo hubiesen merecido. La droga era la responsable; debió de liberarme de toda una vida de ira y frustración. Así que comencé a volver aquí, y entonces me encontré con otros dos hombres, solo que éstos estaban atacando a una mujer, ésta. Creo que ella no se oponía tanto a la

idea de la relación con ellos como a la perspectiva de un ataque simultáneo, si es que comprendes lo que quiero decir. De cualquier forma, estaba gritando, o tratando de hacerlo, y luchando. Y entonces comenzaron a golpearla. Así que les golpeé a ellos con el puño, les di patadas, y luego les di con mi cilindro.

»Entonces, cogí a la mujer, que por cierto se llama Loghu, y ésto es lo único que sé de ella, pues no pude entender ni una sola palabra de su idioma, y se vino

conmigo.

Sonrió de nuevo.

Pero no llegamos hasta aquí. Dejó de sonreír, y se estremeció.

Luego nos despertamos con la lluvia y los relámpagos y los truenos como si

fuera la ira de Dios. Pensé que quizá, y no te rías, era el Día del Juicio, que Dios nos había dado rienda suelta durante un día para que así nosotros mismos nos

juzgásemos, y que ahora íbamos a ser lanzados a las profundidades. -Rió secamente y añadió-: He sido agnóstico desde que tenía catorce años de edad, y morí como tal a la edad de noventa, aunque entonces estaba pensando en llamar a un sacerdote. Pero el niñito que se aterra ante la idea del Dios Padre, el Fuego del Infierno y la Condena Eterna aún sigue aquí dentro, dentro del viejo, o del joven alzado de entre los muertos.

¿Qué sucedió? -dijo Burton-. ¿Acabó el mundo en el retumbar de un trueno y a la luz de un relámpago? Veo que aún sigues aquí, y que no has renunciado a las

delicias de la carne en la persona de esta mujer.

Encontramos una piedra de cilindros cerca de las montañas. Más o menos a un kilómetro y medio de aquí. Nos perdimos, vagamos, fríos y mojados, saltando cada vez que el rayo caía cerca. Entonces encontramos la piedra. Estaba repleta de gente, pero se mostraban excepcionalmente amistosos, y había tantos cuerpos que se estaba muy caliente, aunque un poco de lluvia goteaba por entre la hierba. Finalmente, nos dormimos, mucho después de que dejase de llover. Cuando me desperté, busqué entre la hierba hasta que encontré a Loghu. De alguna manera se había perdido durante la noche. No obstante parecía complacida de verme, y a mí

me gusta ella. Hay una afinidad entre nosotros. Quizá lo averigüe cuando aprenda a hablar inglés. Probé en este idioma, y en francés, alemán, y frases hechas de ruso,

lituano, gaélico, todas las lenguas escandinavas, incluyendo finlandés, nahuatl

clásico, árabe, hebreo, iroqués onondaga, ojibway, italiano, español, latín, griego moderno y homérico, y una docena de otros. Resultado: una mirada de incomprensión.

Debes de ser un buen lingüista -dijo Burton.

No domino ninguno de ellos -dijo Frigate-. Puedo leer la mayor parte, pero solo puedo hablar unas pocas frases cotidianas. A diferencia de ti, no domino treinta y

nueve idiomas... incluyendo la pornografía.

El tipo parecía saber mucho de él, pensó Burton. Averiguaría cuánto en otro momento.

Seré franco contigo, Peter -dijo Burton-. El relato de tu agresividad me asombra. No hubiera pensado que fueras capaz de atacar y derrotar a tantos hombres. Tu

pusilanimidad...

Naturalmente, fue el chiclé. Abrió la puerta de la jaula.

Frigate se acurrucó junto a Loghu y le rozó el hombro con el suyo. Ella lo miró con sus ojos ligeramente oblicuos. La mujer sería hermosa cuando su cabello le volviera

a crecer.

Soy tan timorato y pusilánime porque temo la ira, el deseo de obrar violentamente, que yace no demasiado profundamente en mi interior -continuó Frigate-. Temo la violencia porque soy violento. Temo lo que sucedería si no temiese. Infiernos, he sabido eso durante cuarenta años. ¡Y para lo que me ha servido!

Miró a Alice y le dijo:

¡Buenos días!

Alice le replicó bastante afablemente, e incluso sonrió a Loghu cuando le fue presentada. Miraba a Burton, y contestaba a sus preguntas directas, pero no charlaba con él, y no le presentaba más que un rostro hosco.

Monat, Kazz y la niña, todos bostezando, se acercaron a la fogata. Burton recorrió los bordes del campamento y halló que los triestinos se habían ido. Algunos se

habían dejado olvidados los cilindros. Los maldijo por su descuido, y pensó en dejar

las cornucopias sobre la hierba para darles una lección. Pero, al fin, colocó los cilindros en las depresiones de la piedra.

Si sus propietarios no regresaban, pasarían hambre a menos que alguien compartiese con ellos su comida. Mientras tanto, la comida de sus cilindros no

podría ser tocada. Nadie podría abrirlos. Ayer había descubierto que solo su

propietario podía abrir un cilindro. La experimentación con un palo había demostrado también que el propietario tenía que tocar la cornucopia con sus dedos o alguna parte de su cuerpo antes de que se abriese la tapa. Frigate tenía la teoría

de que un mecanismo del cilindro estaba sintonizado a la configuración peculiar o al voltaje de la piel del propietario. O quizá contuviese un detector muy sensible de

las ondas cerebrales del individuo.

Por aquel entonces, el cielo se había vuelto brillante. El sol seguía aún al otro lado de la cordillera del este, de seis mil metros de altitud. Aproximadamente una media hora más tarde, la piedra de cilindros escupió llamas azules con el retumbar de un trueno. El trueno de las piedras a lo largo del río creó ecos en la montaña.

Las cornucopias les dieron huevos con tocino, mermelada, tostadas, mantequilla, jamón dulce, leche, un cuarto de melón, cigarrillos y una taza de cristales marrón oscuro que Frigate dijo que eran café instantáneo. Se bebió la leche que había en una taza, la limpió con el agua de uno de los recipientes de bambú, y la colocó sobre el fuego. Cuando el agua estaba hirviendo, puso una cucharadita de los cristales en el agua y los removió. El café era delicioso, y había bastantes cristales como para dar seis tazas. Luego, Alice puso los cristales en el agua antes de calentarla al fuego, y averiguó que no era necesario usar éste. El agua hirvió al cabo de tres segundos de que los cristales hubieran sido echados en el agua fría. Después de comer, limpiaron los recipientes y los volvieron a colocar en los cilindros. Burton se ató su cuerno de la abundancia a la muñeca. Pensaba ir a explorar, y ciertamente no iba a dejar el cilindro sobre la piedra. Aunque no podía servirle a nadie más que a él, algún tipo malévolo podía llevárselo simplemente por el placer de verlo morirse de hambre.

Burton comenzó sus lecciones de idiomas con la niña y Kazz, y Frigate hizo que Loghu asistiese a ellas. Frigate sugirió que deberían adoptar un lenguaje universal, a causa de los muchos lenguajes y dialectos, quizá de cincuenta a sesenta mil, que

la humanidad había usado en sus varios millones de años de existencia, y que

debían estar en uso a lo largo del río. Es decir, si era que toda la humanidad había sido resucitada. Después de todo, lo único que sabían era lo relativo a los pocos kilómetros cuadrados que habían visto. Pero sería una buena idea el comenzar a propagar el esperanto, el lenguaje sintético inventado por el oculista polaco doctor Zamenhof en 1887. Su gramática era muy simple y absolutamente regular, y sus combinaciones de sonidos, aunque no eran tan sencillos de pronunciar para todo el mundo como se afirmaba, eran relativamente fáciles, con muchas palabras del inglés, alemán y otros idiomas de la Europa occidental.

Oí hablar de él antes de morir -dijo Burton-, pero jamás vi ningún ejemplo. Quizá pueda convertirse en útil. Pero, mientras tanto, voy a enseñar a estos dos el

inglés.

¡Pero la mayor parte de la gente de por aquí habla italiano o esloveno! -dijo

Frigate.

Eso quizá sea cierto, pese a que aún no hemos hecho ninguna exploración. Sin embargo, puedes estar seguro de que no pienso quedarme aquí.

Podía haber predicho esto -murmuró Frigate-. Siempre fuiste un inquieto; tenias que estar en movimiento.

Burton lanzó una mirada hosca a Frigate, y luego inició las lecciones. Durante unos

quince minutos les enseñó a identificar y pronunciar quince sustantivos y algunos verbos: fuego, bambú, cilindro, hombre, mujer, niña, mano, pie, ojo, diente, comer, caminar, correr, hablar, peligro, yo, tú, ellos, nosotros. Deseaba aprender tanto de ellos como ellos de él. Con el tiempo, sería capaz de hablar sus idiomas, fueran los que fuesen.

El sol pasó sobre las cimas de la cordillera del este. El aire se hizo más cálido, y dejaron que se apagase el fuego. Ya estaba bastante adelantado el segundo día de la resurrección, y casi no sabían nada de este mundo o de cuál se suponía que

debía ser su destino final, o quién era el que determinaba este destino.

Lev Ruach sacó su rostro de gran nariz por entre las hierbas y preguntó:

¿Puedo unirme a ustedes? Burton asintió, y Frigate dijo:

Seguro, ¿por qué no?

Ruach salió de entre la hierba. Una pequeña mujer de piel pálida, con grandes ojos

marrones y encantadoras y delicadas facciones, lo siguió. Ruach la presentó como Tanya Kauwitz. Se había encontrado con ella la pasada noche, y habían permanecido juntos dado que tenían un cierto número de cosas en común. Ella era descendiente de judíos rusos, había nacido en 1958 en el Bronx, en la ciudad de Nueva York, se había convertido en profesora de inglés, casado con un hombre de

negocios que había ganado un millón y caído muerto cuando ella aún tenía cuarenta y cinco años, dejándola libre para que se casase con un hombre maravilloso del que había estado enamorada durante quince años. Seis meses después, ella había muerto de cáncer. Tanya, y no Lev, dio esta información, y en una sola frase.

Anoche, en la llanura, era un infierno -dijo Lev-. Tanya y yo tuvimos que correr hacia el bosque para seguir con vida, así que decidí que trataría de encontrarle y preguntarle si podía quedarme con usted. Señor Burton, me excuso por mis afirmaciones apresuradas de ayer. Creo que mis observaciones eran válidas, pero que las actitudes de que hablaba debieron ser consideradas en el contexto de sus otras actitudes.

Ya hablaremos de eso más extensamene en otro momento -dijo Burton-. Cuando escribí ese libro, estaba sufriendo a causa de las viles y maliciosas mentiras de los

prestamistas de Damasco, y...

Seguro, señor Burton -le cortó Ruach-. Como usted dice, ya hablaremos más tarde. Simplemente quería indicarle que le considero como una persona muy capacitada y fuerte, y que me gustaría unirme a su grupo. Estamos en un estado de anarquía, si es que se puede llamar estado a la anarquía, y muchos de nosotros necesitamos protección.

A Burton no le gustaba que le interrumpiesen. Resopló y dijo:

Por favor, permita que me explique. Yo... Frigate se puso en pie y dijo:

Ahí vienen los otros. Me pregunto dónde habrán estado.

Sin embargo, sólo habían regresado cuatro de los nueve originales. María Tucci les explicó que se había ido después de masticar la goma, y que al fin había llegado a uno de los grandes fuegos en la llanura. Entonces, habían sucedido muchas cosas: había habido luchas, y los hombres habían asaltado a las mujeres, otros hombres a hombres, algunas mujeres a hombres, otras mujeres a mujeres, e incluso se había atacado a niños. El grupo se había dispersado en un verdadero caos, y se había encontrado con los otros tres hacía tan sólo una hora, mientras estaba buscando la piedra de los cilindros por las colinas.

Lev añadió algunos detalles. El resultado de masticar la goma narcótica había sido trágico, divertido o satisfactorio, dependiendo, aparentemente, de la reacción

individual. El chiclé había tenido un efecto afrodisíaco sobre muchos, pero también

había tenido otros efectos. Por ejemplo, el marido y mujer que habían muerto en Opcina, un suburbio de Trieste, en 1899. Habían resucitado a un metro ochenta el uno del otro. Habían llorado de alegría al verse reunidos, cuando tantas otras parejas no podían decir lo mismo. Habían dado gracias a Dios por su buena suerte, aunque también habían comentado en voz bastante alta que aquel mundo no era el que se les había prometido. Pero habían pasado cincuenta años de dichoso matrimonio, y ahora podían contemplar el estar juntos durante toda la eternidad. Solo algunos minutos después de que ambos hubieran masticado la goma, el hombre había estrangulado a su esposa, lanzado su cadáver al río, cogido a otra mujer entre sus brazos, y escapado con ella a la oscuridad de los bosques.

Otro hombre había saltado sobre una piedra de cilindros y lanzado un discurso que duró toda la noche, a pesar de la lluvia. A los pocos que le podían oír, y a los aún menos que le escuchaban, había demostrado los principios de una sociedad

perfecta y cómo podían ser llevados a la práctica. Al amanecer, estaba tan ronco

que sólo podía croar unas pocas palabras. En la Tierra, pocas veces se había molestado en votar.

Un hombre y una mujer, ultrajados por las demostraciones públicas de carnalidad, habían tratado por la fuerza de separar parejas; el resultado: moretones, narices

ensangrentadas, labios partidos, y dos personas noqueadas, ellos. Algunos

hombres y mujeres habían pasado la noche de rodillas, rezando y confesando sus pecados.

Algunos niños habían sido golpeados de mala manera, violados o asesinados, o las tres cosas a la vez. Pero no todo el mundo había sucumbido a la locura. Un cierto

número de adultos había protegido a los niños, o intentado hacerlo.

Ruach describió la desesperación y disgusto de un croata musulmán y un judío austríaco debido a que sus cornucopias contenían cerdo. Un hindú gritó obscenidades porque la suya le ofrecía carne.

Un cuarto hombre, gritando que estaban en manos de los demonios, había lanzado sus cigarrillos al río.

Varios le habían dicho:

¿Por qué no nos dio los cigarrillos, si no los quería?

El tabaco es la invención del diablo; fue la hierba creada por Satán en el jardín del Edén.

Al menos nos podría haber dado los cigarrillos a nosotros -le dijo uno-. No le hubiera hecho daño alguno.

¡Me gustaría tirar todo ese producto infernal al río! -había gritado él.

Es usted un fanático, y además está loco -le había replicado otro, y le había golpeado en la boca. Antes de que el que odiaba el tabaco se hubiera podido

levantar del suelo, fue golpeado y pateado por otros cuatro.

Más tarde, el que odiaba el tabaco se había puesto en pie tambaleante y, llorando de rabia, había gritado:

¡Oh Dios, mi Dios, ¿qué he hecho para merecer esto?! Siempre he sido un hombre bueno. Di millares de libras para caridad. Te adoré en tu templo tres veces

por semana, luché toda mi vida en una guerra contra el pecado y la corrupción...

¡Te conozco! -había gritado una mujer. Era una muchacha alta de ojos azules, con un rostro hermoso y bien curvadas formas-. ¡Te conozco! ¡Eres Sir Robert Smithson!

El había dejado de hablar, y la miraba parpadeante.

¡Yo no la conozco a usted!

¡Claro que no! ¡Pero deberías! ¡Soy una de los millares de muchachas que tenían que trabajar dieciséis horas por día, seis días y medio por semana, para que tú pudieras vivir en tu gran casa de la colina, vestirte con tus ricas ropas y dar de

comer a tus perros y caballos mucho mejor de lo que yo jamás pude! ¡Era una de

las chicas de tus fábricas! Mi padre trabajó como un esclavo para ti, mi madre trabajó como una esclava para ti, mis hermanos y hermanas, aquéllos que no estaban demasiado enfermos o que no murieron a causa de la comida tan poca y tan mala, de las camas sucias, de las ventanas sin cristales y de las mordeduras de rata, trabajaron como esclavos para ti. Mi padre perdió una mano en una de tus máquinas, y lo echaste a patadas sin un penique. Mi madre murió de la peste blanca. Yo también me estaba muriendo a toses, mi encantador baronet, mientras tú te llenabas la tripa con excelentes comidas, te sentabas en blandos sillones y

dormitabas en tu grande y caro asiento de la iglesia y dabas millares para alimentar a los pobres desafortunados de Asia y para enviar misioneros para convertir a los

pobres paganos de Africa. Tosí hasta escupir mis pulmones, y tuve que ponerme de

puta para ganar el dinero bastante con que alimentar a mis hermanos y hermanas menores. Y agarré la sífilis, so marrano, bastardo piadoso, porque tú querías sacar hasta la última gota de sudor y sangre que yo y los otros pobres diablos como yo teníamos. Morí en prisión porque le dijiste a la policía que debían tratar duramente a la prostitución. ¡So... so...!

Smithson se había ruborizado al principio, luego palidecido. Al fin, se había erguido resoplándole a la mujer, y había dicho:

Ustedes, las mujeres de mala vida, siempre tienen a alguien a quien culpar de sus pasiones desatadas, por su mala conducta. Dios sabe que cumplí con sus

mandamientos.

Se había dado una vuelta para marcharse, pero la mujer corrió tras él blandiendo el cilindro. Cayó sobre su cabeza rápidamente, pero alguien gritó, y él se giró e hizo

una finta. La cornucopia casi le rozó la coronilla.

Smithson escapó corriendo de la mujer antes de que ésta pudiera recuperarse y, rápidamente, se perdió entre la multitud. Desafortunadamente, dijo Ruach, muy pocos comprendieron lo que estaba sucediendo, pues pocos de ellos hablaban

inglés.

Sir Robert Smithson -dijo Burton-. Si recuerdo correctamente, era propietario de hilanderías de algodón y acererias en Manchester. Era conocido por sus filantropías y sus buenas obras entre los paganos. Murió en 1860, o algo así, a la edad de ochenta años.

Y probablemente convencido de que sería recompensado en el cielo -dijo Lev

Ruach-. Naturalmente, nunca se le ocurrió que era el asesino de mucha gente.

Si no hubiera explotado a los pobres, hubiera sido otro el que lo hubiera hecho.

Esa es una excusa usada por muchos a lo largo de la historia de la humanidad - dijo Lev-. Además, hubo industriales en su país que procuraron que las condiciones y los salarios de sus fábricas mejorasen. Según creo, Robert Owen fue uno de ellos.