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Chapter 16 - A Vuestros Cuerpos Dispersos CAPITULO XV

Fueron llevados a tierra cerca de un gran edificio tras una tapia de troncos de pino. A Burton le palpitaba la cabeza de dolor a cada paso. Le dolían las heridas en su hombro y costillas, pero ya habían dejado de sangrar. La fortaleza estaba construida con troncos de pino, tenía un segundo piso que sobresalía, y muchos centinelas. Los cautivos fueron llevados a través de una puerta que podía ser cerrada con una enorme empalizada de troncos. Caminaron por unos veinte metros de patio cubierto de hierba y a través de otra gran puerta, hasta una sala de unos quince metros de largo y nueve de ancho. Exceptuando a Frigate, que estaba muy débil, se quedaron en pie frente a una gran mesa redonda de cedro. Parpadearon en el oscuro y frío interior antes de poder ver con claridad a los dos hombres sentados tras la mesa.

Por todas partes había hombres con lanzas, mazas y hachas de piedra. En un extremo de la sala, una escalera de madera llevaba a una pasarela con altas barandillas. Desde ella les miraban mujeres.

Uno de los hombres de la mesa era bajo y musculoso. Tenía un cuerpo peludo, cabello negro y rizado, la nariz de un halcón, y los ojos marrones tan feroces como los de dicha ave. El segundo hombre era más alto, tenía el cabello rubio, ojos cuyo color exacto era difícil de ver en la luz de la penumbra, pero que probablemente eran azules, y un ancho rostro teutón. Su panza y el inicio de una papada hablaban del alimento y licor que había tomado de los cilindros de los esclavos.

Frigate se había sentado sobre la hierba, pero fue puesto en pie de un tirón cuando el rubio hizo una señal. Frigate miró al rubio y comentó:

Se parece usted a Hermann Goering cuando era joven. Luego cayó de rodillas,

aullando de dolor por el impacto del mango de una lanza en los riñones. El rubio habló en un inglés con mucho acento alemán:

Basta de eso a menos que lo ordene. Dejadles hablar. Los contempló durante varios minutos, y luego dijo:

Sí, soy Hermann Goering.

¿Y quién es Goering? -dijo Burton.

Tu amigo te lo puede explicar luego -dijo el alemán-. Si es que hay un luego para vosotros. No estoy irritado por la espléndida lucha que habéis llevado a cabo.

Admiro a los hombres que pueden luchar bien. Siempre puedo usar más lanzas,

especialmente dado que habéis matado a tantos de mis hombres. Os ofrezco una oportunidad. Es decir, a los hombres: uníos a mí y viviréis bien, con todo el alimento, licor, tabaco y mujeres que podáis desear. O trabajad para mí, como esclavos.

Para nosotros -dijo el otro hombre en inglés-. Te olvidas, Hermann, que tengo tanto que decir en esto como tú.

Goering sonrió, cloqueó y dijo:

Naturalmente. Hablaba por los dos. Bueno, por nosotros. Si juráis servirnos, y sería lo mejor para vosotros, deberéis sernos leales a mí, Hermann Goering, y al otrora rey de la antigua Roma, Tulio Hostilio.

Burton miró fijamente a aquel hombre. ¿Podía ser en realidad el legendario rey de la antigua Roma? ¿De Roma cuando era un pequeño poblado amenazado por las

otras tribus itálicas, los sabinos, los aecios y los volsios? ¿Aquéllos que a su vez

estaban siendo acosados por los umbrios, quienes por su parte eran hostigados por los poderosos etruscos? ¿Era realmente aquel Tulio Hostilio, el belicoso sucesor del pacífico Numa Pompilio? No había nada que lo distinguiese de un millar de personas a las que Burton había visto en las calles de Siena. Sin embargo, si era quien decía ser, podía convertirse en un verdadero tesoro, histórica y lingüísticamente

hablando. Dado que posiblemente fuera etrusco, conocería este lenguaje, además del latín preclásico y el sabino, y quizá el griego de la Campania. Incluso tal vez hubiera conocido a Rómulo, el supuesto fundador de Roma. ¡La de historias que podría contar aquel hombre!

¿Y bien? -preguntó Goering.

¿Qué es lo que tenemos que hacer si nos unimos a vosotros? -preguntó Burton.

En primer lugar, quier... queremos estar seguros de que sois hombres del temple que deseamos. En otras palabras, hombres que obedezcan inmediatamente y sin dudarlo cualquier cosa que les ordenemos. Tendréis que pasar por una pequeña prueba.

Dio una orden, y un minuto más tarde fue traído un grupo de hombres. Todos ellos estaban muy delgados, y todos con mutilaciones.

Les ocurrió mientras picaban piedra y construían nuestras murallas -dijo

Goering-, excepto un par que fueron atrapados mientras intentaban escapar. Tendrán que sufrir el castigo. Los demás morirán porque ahora no nos sirven de nada. Así que no debéis dudar en matarlos para demostrar vuestra determinación en servirnos.

Luego añadió:

Además, todos son judíos. ¿Por qué preocuparse por ellos?

Campbell, el pelirrojo que había echado a Gwenafra al Río, tendió hacia Burton una gran clava cubierta de hojas de calcedonia. Los guardias tomaron a un esclavo y lo

obligaron a arrodillarse. Era un rubio enorme con ojos azules y perfil griego; lanzó

una mirada de odio a Goering, y luego le escupió. Goering se echó a reír.

Tiene toda la arrogancia de su raza. Podría reducirlo a una masa informe que suplicase su muerte, si lo desease.

Pero realmente no me gustan las torturas. Mi compatriota le haría probar el fuego pero yo soy, básicamente, humanitario.

Mataré en defensa de mi vida, y en defensa de aquelíos que necesiten protección

-dijo Burton-. Pero no soy un asesino.

El matar a este judío sería un acto de defensa de tu vida -le replicó Goering-. Si no lo haces, de todas maneras morirás, sólo que te costará mucho tiempo.

No lo haré -replicó Burton.

Goering suspiró.

¡Estos ingleses! Bueno, preferiría tenerte a mi lado, pero si no quieres hacer lo racional, que así sea. ¿Qué hay acerca de ti? -le preguntó a Frigate.

Frigate, que aún seguía muy dolorido, le dijo:

Tus cenizas acabaron en un basurero de Dachau por lo que hiciste y por lo que eras. ¿Vas a repetir los mismos actos criminales en este mundo?

Goering se echó a reír y le contestó:

Ya sé lo que me pasó. Bastantes de mis esclavos judíos me lo han explicado. - Señaló a Monat-. ¿Qué clase de monstruo es ese?

Burton se lo explicó. Goering adoptó un aire grave, y luego dijo:

No me podría fiar de él. Irá al campo de los esclavos. Tú, hombre mono, ¿qué es lo que dices?

Kazz, para sorpresa de Burton, dio un paso hacia adelante.

Mataré por ti. No quiero ser esclavo.

Tomó la clava mientras los guardias alzaban sus lanzas, dispuestos a atravesarle con ellas si tenía alguna idea rara sobre su uso. Los miró con odio bajo sus pobladas cejas, y luego alzó el arma. Se oyó un crac, y el esclavo cayó de bruces sobre el polvo. Kazz le devolvió la clava a Campbell, y dio un paso hacia un lado. No miró a Burton.

Todos los esclavos serán reunidos esta noche, y verán lo que les sucederá si intentan escapar -dijo Goering-. Los que quisieron fugarse serán asados por un tiempo, y luego se acabarán sus penas. Mi distinguido colega utilizará

personalmente la maza. Le gustan esas cosas.

Señaló a Alice.

Esa, me la quedo yo. Tulio se puso en pie.

No, no. Me gusta. Quédate con las otras, Hermann. Te doy las dos. Pero ésa la

deseo mucho. Tiene aspecto, ¿cómo se dice?, aristócrata. ¿Es una... reina?

Burton rugió, arrancó la clava de las manos de Campbell, y saltó sobre la mesa. Goering cayó hacia atrás, con la punta del arma fallando por escasa distancia su nariz. Al mismo tiempo, el romano le dio un lanzazo a Burton, hiriéndolo en el hombro. Burton siguió aferrando la clava, se volvió, y arrancó el arma de las manos de Tulio de un golpe.

Los esclavos, gritando, se abalanzaron sobre los guardias. Frigate arrebató una lanza y dio con el mango de la misma en la cabeza de Kazz. Este se desplomó. Monat pateó a un guardia en el bajo vientre y recogió su lanza.

Después de eso Burton no recordó nada más. Se despertó varias horas después del anochecer. Le dolía la cabeza aún más que antes. Tenía las costillas y ambos

hombros rígidos de dolor. Yacía sobre la hierba en un recinto de paredes de troncos

de pino con un diámetro de unos cincuenta metros. A unos cinco metros sobre la hierba, rodeando el interior de la cerca, había una pasarela de madera por la que hacían su ronda guardias armados.

Gruñó al levantarse. Frigate, acurrucado junto a él, dijo:

Me temía que nunca despertases.

¿Dónde están las mujeres? -preguntó Burton.

Frigate comenzó a llorar. Burton agitó la cabeza y dijo:

Deja de gimotear. ¿Dónde están?

¿Dónde infiernos crees que pueden estar? -le contestó Frigate-. Oh, Dios mío.

No pienses en las mujeres. No hay nada que se pueda hacer por ellas. Al menos por ahora. ¿Por qué no me mataron después de que ataqué a Goering?

Frigate se secó las lágrimas y dijo:

Es algo que no entiendo. Quizá te estén guardando, y a mí también, para el fuego. Como ejemplo. Me gustaría que nos hubieran matado.

¿Cómo es éso? ¿Hace tan poco que has ganado el paraíso, y quieres perderlo tan pronto? -dijo Burton. Comenzó a reírse, pero lo dejó, porque sentía punzadas en la

cabeza.

Habló con Robert Spruce, un inglés nacido en 1945 en Kensington. Este le dijo que hacía menos de un mes desde que Goering y Tulio se habían hecho con el poder.

Por el momento, estaban dejando en paz a sus vecinos. Claro que, más tarde,

intentarían conquistar los territorios adyacentes, incluido el de los indios onondaga al otro lado del río. Pero hasta el momento ningún esclavo había escapado para correr la voz acerca de las intenciones de Goering.

Pero la gente de las fronteras puede ver por sí misma que los muros están siendo construidos por esclavos -indicó Burton.

Spruce sonrió tristemente y dijo:

Goering ha hecho correr la voz de que son todos judíos, y que solo está interesado en esclavizar a los judíos, así que ¿a quién le importa? Pero, como

podéis haber visto por vosotros mismos, no es cierto. La mitad de los esclavos son

gentiles.

Al anochecer, Burton, Frigate, Ruach, de Greystock y Monat fueron sacados de la empalizada y llevados a una piedra de cilindros. Allí había unos doscientos esclavos custodiados por unos doscientos goeringuistas. Sus cilindros fueron colocados en la roca, y esperaron. Después de que las llamas azules rugieron, fueron bajados los recipientes. Cada esclavo abrió el suyo, y los guardias les quitaron el tabaco, el licor, y la mitad de la comida.

Frigate tenía heridas en la cabeza y hombros que necesitaban ser cosidas, aunque habían cesado de sangrar. Había mejorado mucho de color, aunque le dolían la espalda y los riñones.

Así que ahora somos esclavos -dijo Frigate-. Dick, tú tenias una gran opinión acerca de la institución de la esclavitud. ¿Qué piensas de ella ahora?

Aquello era la esclavitud oriental -dijo Burton-. En este tipo de esclavitud, no hay oportunidad alguna de que un esclavo gane su libertad, ni tampoco hay ningún

sentimiento personal entre el esclavo y su propietario, excepto el odio. En el oriente, la situación era distinta. Claro que, como cualquier institución humana,

tenía sus abusos.

Eres un hombre testarudo -exclamó Frigate-. ¿Te has dado cuenta de que al menos la mitad de los esclavos son judíos? Israelitas de finales del siglo XX en su mayor parte. Aquella muchacha de allí me explicó que Goering logró iniciar la esclavitud de los cilindros en esta área fomentando el antisemitismo. Pero, naturalmente, tenía que existir antes de que pudiera ser fomentado. Luego, cuando hubo llegado al poder con ayuda de Tulio, esclavizó a muchos de sus antiguos partidarios.

Luego prosiguió su discurso:

Lo verdaderamente infernal del asunto es que, relativamente hablando, Goering no es un genuino antisemita. Intervino personalmente ante Himmler y otros para

salvar a algunos judíos. Pero es algo aún peor que un genuino enemigo de los

judíos. Es un oportunista. El antisemitismo era una enorme fuerza en Alemania, y para llegar a algún lugar uno ha de apoyarse en esas fuerzas. Así que Goering fue con los antisemitas, tal como ha utilizado ese odio aquí. Un antisemita como Goebbels o Frank creía en los principios que profesaba. Unos principios perversos y odiosos, cierto, pero de todas maneras eran principios. Mientras que al gordinflón jovial de Goering no le importaban én lo más mínimo los judíos. Simplemente, quería usarlos.

Todo esto me parece muy bien -dijo Burton-, pero ¿qué tiene que ver conmigo?

¡Oh, ya veo! ¡Esa mirada! Estás a punto de sermonearme.

Dick, te admiro como a pocos hombres. Incluso siento por ti todo el afecto que un hombre puede sentir por otro. Soy feliz y me siento dichoso por haber tenido la rara suerte de encontrarme contigo tal como, digamos, hubiera tenido Plutarco de haberse encontrado con Alcibíades o Teseo. Pero no estoy ciego. Conozco tus faltas, que son muchas, y las lamento.

¿De cuál me vas a hablar esta vez?

De ese libro: El judío, el gitano y el Islam. ¿Cómo pudiste escribirlo? Un documento de odio repleto de tonterías, estupideces, cuentos y supersticiones.

¡Mira que hablar de asesinatos rituales! Yo seguía irritado a causa de las

injusticias que había sufrido en Damasco. El ser expulsado del consulado a causa de las mentiras de mis enemigos, entre los cuales...

Eso no excusa que escribieses mentiras acerca de todo un grupo de personas - replicó Frigate.

¡Mentiras! Escribí la pura verdad.

Quizá tú creyeses que eran verdades. Pero yo provengo de una época en la que se sabía definitivamente que no lo eran. De hecho, ni siquiera nadie que estuviera lo bastante cuerdo en tu propia época se hubiera creído todas esas memeces.

Los hechos son -le contestó Burton- que los prestamistas judíos de Damasco estaban cobrando a los pobres un interés del mil por ciento en sus préstamos. Los

hechos son que estaban infligiendo esta monstruosa usura no sólo a la población

musulmana y cristiana, sino a su propio pueblo. Los hechos son que, cuando mis enemigos de Inglaterra me acusaron de antisemitismo, muchos judios de Damasco surgieron en mi defensa, y es un hecho que protesté ante los turcos cuando vendieron la sinagoga de los judíos de Damasco al obispo griego ortodoxo para que pudiera convertirla en una gran iglesia. Y también es un hecho que logré encontrar a dieciocho musulmanes para que testificasen en pro de los judíos, y es un hecho que protegí a los misioneros cristianos de los drusos. Y es un hecho que advertí a los drusos que aquel grueso y seboso cerdo turco, Rachid Pachá, estaba tratando

de incitarlos a la revuelta para poder hacer una matanza entre ellos. Y es un hecho que cuando fui llamado de mi puesto consular, debido a las calumnias de los sacerdotes y misioneros cristianos, de Rachid Pachá y de los usureros judíos,

millares de cristianos, musulmanes y judíos corrieron en mi ayuda, aunque ya por

aquel entonces fuera demasiado tarde.

»¡Y también es un hecho que no tengo que responder ni ante ti ni ante nadie por mis acciones!

Era muy propio de Frigate el sacar a colación un tema tan irrelevante en un

momento tan poco apropiado. Quizá estuviera tratando de evitar culparse a sí

mismo a base de dirigir todo su miedo e ira contra Burton. O tal vez creyese realmente que su héroe le había fallado.

Lev Ruach había estado sentado, con la cabeza entre las manos. La alzó y dijo con voz hueca:

¡Bienvenido al campo de concentración, Burton! Lo conoces por primera vez.

Pero para mí es un viejo amigo, y estoy ya harto de verlo. Estuve en un campo nazi, y escapé. Estuve en un campo ruso, y escapé. En Israel fui capturado por los árabes, y escapé. Así que quizá ahora pueda escapar de nuevo. Pero ¿adónde? ¿A otro campo? No parece que vayan a acabarse. El hombre está siempre construyéndolos y metiendo en ellos al prisionero perenne, al judío, o a quienquiera que se le ocurra. Incluso aquí, que hemos tenido un nuevo comienzo, donde todas las religiones, todos los prejuicios, debieran haber sido resquebrajados en el

yunque de la resurrección, no ha cambiado casi nada.

Cierra la boca -dijo el hombre cerca de Ruach. Tenía un cabello rojo tan rizado que casi parecía el de un negro, ojos azules, y un rostro que podría haber sido elegante de no ser por su nariz rota. Tenía un metro ochenta de alto, y el cuerpo de un luchador-. Soy Dov Targoff -dijo con un claro acento de Oxford-. Ex comandante del Ejército Israelí. No presten atención a ese hombre. Es uno de los judíos

antiguos. Un pesimista, un quejica. Prefiere lamentarse contra la pared en lugar de plantar cara y luchar como un hombre.

Ruach se atragantó y luego dijo:

¡Sabra arrogante! ¡Luché y maté! ¡Y no soy un quejica! ¿Qué es lo que estás haciendo tú, bravo guerrero? ¿Acaso no eres tan esclavo como nosotros?

Es la vieja historia -dijo una mujer. Era alta, de cabello oscuro, y probablemente hubiera sido una belleza de no haber estado tan delgada-. La vieja historia.

Luchamos entre nosotros mientras nuestros enemigos nos derrotan. Tal como luchamos cuando Tito sitió Jerusalén y nosotros mismos matamos a más de nuestra

gente que lo que hicieron los romanos. Tal como...

Los dos hombres se volvieron contra ella, y los tres discutieron a gritos hasta que un guardia comenzó a pegarles con un palo.

Después, con los labios hinchados, Targoff dijo:

No puedo soportar esto por mucho más tiempo. Pronto... Bueno, a ese guardia lo mato yo.

¿Tienes un plan? -le preguntó Frigate ansiosamente. Pero Targoff no le contestó. Poco después del amanecer, los esclavos fueron despertados y llevados a la piedra

de cilindros. De nuevo se les dio una cantidad módica de comida. Tras haber

comido, fueron divididos en grupos y llevados a sus respectivas tareas. Burton y Frigate fueron conducidos a la frontera norte. Allí, se les puso a trabajar con otro millar de esclavos, y se atarearon desnudos todo el día, bajo el sol. Su único descanso fue cuando llevaron los cilindros a la roca, al mediodía, y se les dejó comer.

Goering quería construir un muro entre la montaña y el río; también pensaba erigir una segunda muralla que se extendiese a lo largo de los quince kilómetros de orilla del lago que dominaba, y una tercera pared en el extremo sur.

Burton y los otros tenían que cavar una profunda trinchera y luego amontonar la tierra sacada del agujero formando una pared. Era una tarea dura, dado que solo

tenían azadas de piedra con las que cavar el suelo. Y dado que las raíces de la

hierba formaban una maraña muy tupida de material muy duro, que solo podía ser cortada con golpes repetidos. La tierra y las raíces eran arrancadas con palas de madera y apiladas en grandes trineos de bambú. Estos eran arrastrados por equipos hasta la parte superior de la pared, en donde la tierra era amontonada para hacer que la pared aún fuera más alta y gruesa.

Por la noche, los esclavos fueron conducidos de nuevo a la empalizada. Allí, la mayor parte de ellos cayeron dormidos casi en seguida. Pero Targoff, el israelita pelirrojo, se puso en cuclillas junto a Burton.

De vez en cuando, corren algunas noticias -dijo-. He oído hablar de la lucha que sostuvisteis tú y tu tripulación. También he oído que rehusasteis uniros a Goering y

su piara.

¿Has oído hablar también de mi infame libro? -preguntó Burton. Targoff sonrió y le contestó:

Jamás había oído hablar de él hasta que Ruach me lo contó. Pero tus acciones hablan por sí mismas. Además, Ruach es muy estricto para estas cosas; y no es

que uno pueda culparle después de lo que tuvo que soportar. Pero no creo que te hubieras comportado como lo hiciste si fueras lo que él dice que eres. Creo que

eres un buen hombre, del tipo que necesitamos. Así que...

Siguieron días y noches de duro trabajo y pequeñas raciones. Burton se enteró, por los rumores, de lo que sucedió a las mujeres. Wilfreda y Fátima estaban en el

apartamento de Campbell. Loghu estaba con Tulio. Alice había sido guardada por

Goering durante una semana, y luego se la había entregado a un lugarteniente, un tal Manfred von Kreyscharft. Los rumores decían que Goering se había quejado de su frialdad, y había pensado entregársela a sus guardaespaldas para que hicieran con ella lo que quisiesen. Pero von Kreyscharft se la había pedido.

Burton vivía en una agonía. No podía soportar la imagen mental de ella con Goering y von Kreyscharft. Tenía que detener a aquellas bestias o, al menos, morir en el

intento. A última hora de aquella noche, reptó desde la gran cabaña que ocupaba

con otros veinticinco esclavos, se dirigió a la de Targoff, y lo despertó.

Me dijiste que sabías que yo estaría a tu favor -susurró- ¿Cuándo vas a darme tu confianza? Te advierto que si no lo haces en seguida, pienso preparar una fuga

para mi propio grupo y cualquiera que quiera unírsenos.

Ruach me ha hablado más acerca de ti -le contestó Targoff-. En realidad, no había comprendido de lo que estaba hablando. ¿Podría un judío fiarse de alguien que escribió un libro así? O ¿quién nos asegura que, de fiarnos de un hombre así, no se iba a volver en nuestra contra después de que el enemigo común hubiera sido derrotado?

Burton abrió la boca para hablar irritadamente, luego la cerró. Durante un momento quedó en silencio. Cuando habló, fue con calma:

En primer lugar, mis acciones en la Tierra hablan más fuerte que cualquiera de mis palabras impresas. Fui amigo y protector de muchos judíos, tuve muchos

amigos judíos.

Esta última afirmación es siempre el prefacio a un ataque a los judíos -indicó

Targoff.

Quizá. No obstante, incluso si lo que Ruach afirma fuese cierto, el Richard Burton que tienes ante ti en este valle no es el Burton que vivió en la Tierra. Creo que cada hombre ha sido algo cambiado por sus experiencias de aquí. Si no ha sido así, es que le es imposible cambiar. Sería mejor que hubiese permanecido muerto.

»Durante los cuatrocientos setenta y seis días que he vivido en este Río, he aprendido muchas cosas. No soy incapaz de cambiar mi mente. He escuchado a Ruach y a Frigate. He discutido frecuentemente y apasionadamente con ellos. Y, aunque no quería admitirlo en aquel momento, pensé mucho en lo que me dijeron.

El odio a los judíos es algo que crece con los niños -dijo Targoff-. Se convierte en parte de sus personas. Ningún acto de voluntad puede eliminarlo, a menos que no

esté muy profundamente embebido, o que la voluntad sea extraordinariamente

fuerte. Suena la campana, y el perro de Pavlov insaliva. Se menciona la palabra judío, y el sistema nervioso asalta la ciudadela de la mente del gentil. Tal como la palabra árabe asalta la mía. Pero yo tengo una base realista para mi odio a todos los árabes.

Ya he suplicado bastante -dijo Burton-. O me aceptas, o me rechazas. En cualquier caso, ya sabes lo que haré.

Te acepto -dijo Targoff-. Si tú puedes cambiar tu mente, también puedo hacerlo yo. He trabajado contigo, compartido el pan contigo. Me gusta creer que soy un

buen juez de los caracteres. Dime, si fueses tú el que planeases la acción ¿qué es

lo que harías?

Targoff escuchó pacientemente. Al final de la explicación de Burton, asintió:

Se parece mucho a mi plan. Ahora...