Burton examinó la roca a lo largo de la base de la montaña. La piedra negro azulada y muy granulada de la montaña propiamente dicha era algún tipo de basalto, pero había trozos de calcedonia desparramados por la superficie del suelo o que se proyectaban de la base de la montaña. Parecía como si hubieran caído de alguna proyección de arriba, así que era posible que la montaña no fuera una sólida masa de basalto. Utilizando un trozo de calcedonia que tenía un borde afilado, raspó un poco el liquen. La piedra que había debajo parecía ser una dolomita
verdosa. Aparentemente, los trozos de calcedonia habían venido de la dolomita, aunque no había evidencia alguna de descomposición o fractura en la veta.
El liquen podía ser Parmelia saxitilis, que también crecía en los huesos viejos, incluyendo los cráneos, y que, por consiguiente, según la Doctrina de las Firmas, era una cura para la epilepsia y podía usarse para obtener pomada curativa para las heridas.
Escuchando golpear piedras, regresó al grupo. Todos estaban rodeando al subhumano y al estadounidense, que estaban en cuclillas, espalda contra espalda,
trabajando la calcedonia. Ambos habían logrado unas burdas hachas de
mano. Mientras los otros miraban, produjeron seis más. Luego, cada uno tomó un gran nódulo de calcedonia y lo partió en dos con una piedra usada como martillo. Utilizando una mitad del nódulo, comenzaron a obtener largas y delgadas esquirlas de la capa exterior de la otra. Hicieron girar el nódulo y lo golpearon hasta que cada uno tuvo alrededor de una docena de hojas.
Continuaron trabajando, uno un tipo de hombre que había vivido un centenar de millares de años o más antes de Jesucristo, el otro el refinado final de la evolución humana, un producto de la más alta civilización, tecnológicamente hablando, de la Tierra, y, aún más, uno de los últimos hombres de ella, si es que se podía creer en sus palabras.
De pronto, Frigate aulló, se irguió de un brinco, y dio saltitos acariciándose el pulgar izquierdo. Uno de sus golpes había fallado su objetivo. Kazz sonrió, mostrando enormes dientes parecidos a lápidas. También se puso en pie, y caminó
sobre la hierba con su curioso andar. Regresó unos minutos más tarde con seis
bambúes con extremos aguzados y varios otros con extremos romos. Se sentó y trabajó uno de los bambúes hasta que hubo hendido el extremo e insertado una punta triangular de piedra en la hendidura. Luego, la ató con algunas hierbas largas.
Al cabo de media hora, el grupo estaba armado con hachas de mano, hachas con mango de bambú, dagas y lanzas con puntas de madera y puntas de piedra.
Para entonces, la mano de Frígate ya no le dolía tanto, y la sangre había dejado de fluir. Burton le preguntó cómo era que parecía tan versado en los trabajos en
piedra.
Era un antropólogo aficionado -le contestó-. Mucha gente, es decir, mucha hablando relativamente, aprendió cómo hacer herramientas y armas de piedra por afición. Algunos de nosotros llegamos a ser lo bastante buenos en ello, aunque no creo que ningún hombre moderno llegase a ser tan hábil y rápido como un especialista neolítico. ¿Sabe?, esa gente se pasaba la vida haciéndolo... Y también resulta que sé mucho sobre trabajos en bambú, así que puedo ser de algún valor para ustedes.
Comenzaron a caminar de regreso al río. Se detuvieron un momento en la cima de una alta colina. El sol estaba casi directamente encima. Podían ver a muchos kilómetros a lo largo del río, y también al otro lado del mismo. Aunque estaban demasiado lejos para divisar con claridad cualquiera de las figuras del otro lado del río, de una anchura de un kilómetro y medio, podían ver las estructuras en forma de seta que había allí. En el otro lado, el terreno era igual que el de donde se hallaban: una llanura de un par de kilómetros, luego quizá cuatro o cinco kilómetros de colinas cubiertas de árboles. Más allá, la ladera vertical de una
inescalable montaña negra y verdeazulada.
Al norte y al sur, el valle corría recto durante unos quince kilómetros, luego se curvaba, y el río se perdía de vista.
El sol debe de salir tarde y se debe de poner pronto -dijo Burton-. Bueno, tendremos que aprovechar al máximo las horas de luz.
En aquel momento, todo el mundo saltó, y muchos gritaron. Una llama azul se alzó de la parte superior de cada estructura de piedra, llegó al menos a una altura de
seis metros, y luego desapareció. Unos segundos más tarde, el sonido de un trueno lejano llegó hasta ellos. El bum golpeó la montaña tras ellos, y produjo ecos.
Burton alzó a la niña en brazos y comenzó a trotar colina abajo. Aunque mantenía un buen paso, se vieron obligados a caminar de vez en cuando, para recuperar el
aliento. No obstante, Burton se sentía maravillosamente. Habían pasado muchos años desde que le fuera posible utilizar sus músculos con tal perfección, de forma
que no deseaba dejar de disfrutar las sensaciones. Apenas si podía creer que, sólo hacía poco, su pie derecho hubiese estado hinchado por la gota, y su corazón
hubiera palpitado locamente si subía unos pocos escalones.
Llegaron a la llanura, y continuaron trotando, pues pudieron ver que había mucha excitación alrededor de una de las estructuras. Burton maldijo a los que estaban en su camino y los empujó a un lado. Recibió malas miradas, pero nadie trató de devolverle los empujones. De pronto, se encontró en el espacio libre de alrededor de la base y vio lo que les atraía. También lo olió.
Frigate, tras él, exclamó:
¡Oh, Dios mío! -y trató de vomitar con su estómago vacío.
Burton había visto demasiado en su vida para sentirse afectado con facilidad por las visiones desagradables. Además, podía distanciarse de la realidad cuando las cosas se tornaban demasiado repugnantes o dolorosas. A veces hacía este movimiento, este salirse a un lado de las cosas tal como eran, con un esfuerzo de la voluntad. Pero habitualmente sucedía automáticamente. En este caso, el distanciamiento se produjo de una forma automática.
El cadáver yacía de costado y medio oculto bajo el borde de la parte superior de la seta. Su piel había ardido totalmente, y sus músculos desnudos estaban chamuscados. La nariz y las orejas, los dedos de las manos y los pies, y los genitales, habían ardido totalmente, o eran tan solo muñones sin forma.
Cerca de él, de rodillas, había una mujer murmurando una oración en italiano. Tenía enormes ojos negros que hubieran sido hermosos de no estar enrojecidos e
hinchados por las lágrimas. Tenía una figura magnífica que hubiera llamado toda su
atención bajo distintas circunstancias.
¿Qué sucedió? -preguntó él.
La mujer dejó de rezar y lo miró. Se puso en pie y susurró:
El padre Giuseppe estaba apoyado contra la roca; dijo que tenía hambre. Dijo que no veía que tuviese mucho sentido el ser devuelto a la vida sólo para morir de hambre. Yo le contesté que no podíamos morir, ¿no era así? Habíamos sido
resucitados de entre los muertos, y nuestras necesidades serían provistas. El me
contestó que quizá estuviéramos en el infierno, y que permaneceríamos desnudos y hambrientos para siempre. Le dije que no blasfemase, que de todas las gentes él debía ser el último en blasfemar. Pero él me contestó que no era eso lo que le
había estado contando durante cuarenta años a la gente, y entonces... y entonces...
Burton esperó unos segundos, y luego preguntó:
¿Y entonces?
El padre Giuseppe dijo que al menos no había el fuego del infierno, pero que eso sería mejor que morirse de hambre durante toda la eternidad. Y entonces surgieron las llamas y lo envolvieron, y hubo un sonido como el estallido de una bomba, y entonces estuvo muerto, abrasado. Fue horrible, horrible.
Burton se movió hacia el norte del cadáver para dejar el viento tras él, pero aún así el hedor era mareante. Pero no era el olor lo que más le molestaba, sino la propia idea de la muerte. Sólo había pasado la mitad del primer día de la resurrección, y
un hombre ya estaba muerto. ¿Quería eso decir que los resucitados eran tan vulnerables a la muerte como en su vida terrenal? Y si así era, ¿qué sentido tenía aquello?
Frigate había dejado de intentar vomitar con un estómago vacío. Pálido y tembloroso, se puso en pie y se aproximó a Burton. Le daba la espalda al muerto.
¿No sería mejor que nos deshiciésemos de eso? -dijo, señalando con su pulgar por encima del hombro.
Supongo que sí -respondió friamente Burton-. No obstante, es una pena que la piel esté estropeada.
Le sonrió al estadounidense. Frigate aún pareció más asqueado.
Vamos -dijo Burton-, cójalo por los pies, yo lo tomaré por el otro extremo. Lo tiraremos al río.
¿Al río? -preguntó Frigate.
Ajá. A menos que desee llevarlo a las colinas y cavarle un agujero allí.
No puedo -dijo Frigate, y se apartó. Burtón lo miró disgustado, y luego hizo una señal al subhumano. Kazz gruñó y se adelantó hacia el cadáver con aquel paso tan peculiar que parecía que caminase sobre los lados de sus pies. Se inclinó y, antes de que Burton pudiera tomar los ennegrecidos muñones de los pies, Kazz hubo levantado el cadáver sobre su cabeza, caminado unos pasos hacia el borde del río, y lanzado el muerto al agua. Se hundió inmediatamente, y fue arrastrado por la corriente a lo largo de la costa. Kazz decidió que esto no era suficiente, vadeó tras él hundiéndóse hasta la cintura, y lo tomó, sumergiéndose durante un minuto. Evidentemente estaba empujando el cadáver hacia la parte más profunda.
Alice Hargreaves lo había contemplado horrorizada. Entonces exclamó:
¡Pero esa es el agua que vamos a beber!
El río parece lo bastante grande como para purificarse a sí mismo -le dijo Burton-. De cualquier forma, tenemos otras cosas de las que preocuparnos antes que en los procedimientos adecuados de higiene.
Burton se volvió cuando Monat le tocó el hombro y le dijo:
¡Mire eso! -el agua estaba hirviendo hacia donde debería hallarse el cadáver. Repentinamente, un lomo plateado con aletas blancas surgió a la superficie.
Parece como si su preocupación acerca de que el agua se contaminase sea en vano -le dijo Burton a Alice Hargreaves-. El río tiene peces carnívoros. Me
pregunto... me pregunto si será seguro nadar en él.
Al menos, el subhumano había salido sin ser atacado. Estaba de pie ante Burton, sacudiéndose el agua de su piel sin pelo y sonriendo con aquellos enormes dientes. Era terriblemente feo, pero tenía los conocimientos de un hombre primitivo, conocimientos que ya les habían servido de mucho en un mundo de condiciones primitivas. Y sería un compañero maravilloso para protegerle a uno las espaldas en una pelea. Por pequeño que fuera era inmensamente poderoso. Aquellos gruesos huesos le daban una amplia base para sus fuertes músculos. Resultaba evidente que, por alguna razón, se había sentido atraído por Burton. A Burton le gustaba pensar que el salvaje, con su instinto primitivo, «sabía» que Burton era el hombre al que seguir si es que quería sobrevivir. Además, un subhumano o prehumano, siendo más cercano a los animales, también sería más psíquico, así que detectaría los bien desarrollados poderes psíquicos del propio Burton, y sentiría una afinidad por éste aunque fuera un homo sapiens.
Luego Burton se recordó a sí mismo que su reputación psíquica había sido creada por él mismo, y que era un medio charlatán. Había hablado tanto de sus poderes, y había escuchado tanto a su esposa, que había llegado a creérselo él mismo. Pero había momentos en que recordaba que sus «poderes» eran, al menos, medio mentira.
Sin embargo, era un hipnotizador capacitado, y creía que sus ojos irradiaban un peculiar poder extrasensorial cuando deseaba que lo hicieran. Podía haber sido esto lo que hubiera atraído al semihombre.
La roca descargó una energía tremenda -dijo Lev Ruach-. Debió ser eléctrica. Pero, ¿por qué? No puedo creer que la descarga fuera sin motivo alguno.
Burton miró por encima de la forma de seta de la roca. El cilindro gris de la depresión del centro parecía no haber sido dañado por la descarga. Tocó la piedra. No estaba más caliente de lo que podría haberse esperado por estar al sol.
¡No la toque! -dijo Lev Ruach-. Podría haber otra... -y se detuvo cuando vio que su aviso llegaba demasiado tarde.
¿Otra descarga? -dijo Burton-. No lo creo. Al menos, no por algún tiempo. Ese cilindro quedó ahí, así que quizá podamos aprender algo del mismo.
Colocó sus manos sobre la parte superior de la seta, y saltó hacia arriba. Subió a ella con una facilidad que le encantó. Hacía muchos años que no se sentía tan joven
y poderoso. Ni tan hambriento.
Algunos de la multitud le gritaron que bajase de la roca antes de que volviesen las llamaradas azules. Otros parecieron esperar que ocurriese otra descarga. La
mayoría se sentían contentos con dejar que fuera él quien corriera con los riesgos.
No sucedió nada, aunque no había estado demasiado seguro de que no fuera a ser incinerado. La piedra se notaba tan solo agradablemente cálida bajo sus plantas desnudas.
Caminó sobre las depresiones hacia el cilindro, y puso sus dedos bajo el borde de la tapa. Se abrió fácilmente. Con el corazón latiendo por la excitación, miró en el interior. Había esperado un milagro, y allí estaba. Los estantes del interior
contenían seis recipientes, cada uno de los cuales estaba lleno.
Indicó a su grupo que subieran. Kazz lo hizo con facilidad. Frigate, que se había recuperado de su mareo, saltó con la gracilidad de un atleta. Si el tipo no tuviera un estómago tan delicado, podría ser una buena baza, pensó Burton. Frigate se volvió y tiró de Alice, subiéndola sobre el borde a pulso.
Cuando se agruparon a su alrededor, con sus cabezas inclinadas hacia el interior del cilindro, Burton dijo:
¡Es una verdadera cornucopia! ¡El cuerno de la abundancia! ¡Miren! ¡Un filete, un
filete grueso y jugoso! ¡Pan y mantequilla! ¡Mermelada! ¡Ensalada! Y, ¿qué es eso?
¿Un paquete de cigarrillos? ¡Ajá! ¡Y un cigarro! ¡Y un vaso de bourbon, y realmente bueno por su aroma! Algo mas... ¿qué es eso?
Parecen como barritas de chiclé -dijo Frigate-. Sin envoltura. Y eso debe ser...
¿qué? ¿Un encendedor para el tabaco?
¡Comida! -gritó un hombre. Era un hombre enorme, que no formaba parte de lo que Burton pensaba como «su grupo». Los había seguido, y otros estaban apresurándose a subir a la roca. Burton extendió la mano por debajo de los recipientes, en el interior del cilindro, y asió un pequeño objeto plateado y rectangular del fondo. Frigate había dicho que aquello podía ser un encendedor. Burton no sabía lo que era un «encendedor», pero sospechaba que debía suministrar una llama para encender los cigarrillos. Mantuvo el objeto en la palma de su mano y, con la otra, cerró la tapa. La boca se le hacía agua, y el estómago le rugía. Los otros estaban tan ansiosos como él; sus expresiones mostraban que no podían comprender por que no sacaba la comida.
El hombretón dijo, con voz muy alta y en italiano de los barrios bajos de Trieste:
¡Tengo hambre, y mataré a cualquiera que trate de detenerme! ¡Abre eso!
Los otros no dijeron nada, pero era evidente que esperaban que Burton tomase la iniciativa en la defensa. En lugar de eso, dijo:
Abralo usted mismo- y se apartó. Los otros dudaron. Habían visto y olido la
comida. Kazz estaba babeando. Pero Burton les explicó-: Miren a esa muchedumbre. En un instante habrá aquí una lucha. Yo digo que dejemos que luchen por esta menudencia. Y no es que esté tratando de evitar una pelea, compréndanlo -añadió, mirándolos con fiereza-. Pero estoy seguro de que todos nosotros tendremos nuestros cilindros llenos de comida para la hora de cenar. Esos cilindros solo tienen que dejarse en la roca para que sean llenados. Esto es obvio, y por eso fue colocado el de muestra.
Caminó hacia el borde de la piedra cercano al agua, y bajó. Para entonces la parte alta estaba repleta de gente, y más estaban tratando de subir a ella. El hombretón había agarrado un filete, mordiéndolo, pero alguien trató de arrancárselo. Aulló con
furia y, de pronto, se abalanzó a través de los que estaban situados entre él y el río. Saltó sobre el borde y cayó al agua, emergiendo un momento más tarde. Mientras tanto, hombres y mujeres gritaban y se golpeaban los unos a los otros por el resto de la comida y artículos del interior del cilindro.
El hombre que había saltado al río flotó sobre su espalda mientras se comía el resto del filete. Burton lo contempló detenidamente, medio esperando que fuera atrapado
por los peces. Pero siguió flotando río abajo, sin ser molestado.
Las piedras al norte y al sur, a ambos lados del río, estaban atestadas de seres humanos en lucha.
Burton caminó hasta que hubo salido de la muchedumbre y se sentó. Su grupo se acurrucó junto a él, y contemplaron la chillona y estremecida masa. La piedra de
los cilindros parecía como un taburete cubierto de pálidos gusanos. Gusanos muy gritones. Y algunos de ellos estaban ahora rojos, pues había comenzado a
derramarse sangre.
El aspecto más deprimente de la escena era la reacción de los niños. Los más pequeños habían permanecido apartados de la roca, pero sabían que había comida en el cilindro. Estaban llorando de hambre y por el terror producido por los gritos y peleas de los adultos de encima de la piedra. La niñita que estaba con Burton tenía los ojos secos, pero se estremecía. Estaba de pie junto a él, y le echó los brazos al cuello. El le palmeó la espalda y murmuró palabras de ánimo que no podía comprender, pero cuyo tono ayudó a calmarla.
El sol estaba descendiendo. En unas dos horas quedaría oculto por las enormes montañas del oeste, aunque probablemente la verdadera oscuridad no llegaría aún en bastantes horas. No había forma en que determinar lo largo que sería el día allí.
La temperatura había aumentado, pero el estar sentados al sol no era insoportable,
y la continua brisa ayudaba a refrescarlos.
Kazz hizo signos indicando que le agradaría un fuego, y también indicó la punta de su lanza de bambú. Sin duda quería endurecerla al fuego.
Burton había inspeccionado el objeto metálico tomado del cilindro. Era de un metal
plateado y duro, rectangular, plano, de unos cinco centímetros de largo y casi uno de ancho. Tenía un pequeño agujero en un extremo, y una regleta en el otro. Burton colocó la uña de su pulgar contra la proyección al extremo de la regleta, y empujó. La regleta se movió hacia abajo un tercio de centímetro, y un alambre de más o menos un cuarto de centímetro de diámetro y poco más de un centímetro de largo surgió por el agujero del extremo. Aún a la brillante luz del sol, lucía con un color blanco. Tocó una hoja de la hierba con la punta del alambre; ésta se arrugó y ennegreció inmediatamente. Aplicada a la punta de la lanza de bambú, quemó un pequeño agujero. Burton empujó la regleta de vuelta a su posición original, y el alambre se ocultó, como la ardiente cabeza de una tortuga con concha plateada. Tanto Frigate como Ruach se preguntaron en voz alta qué energía contendría el pequeño artefacto. Para hacer que el alambre estuviese tan caliente se requería mucho voltaje. ¿Cuántas cargas daría la batería o la pila radiactiva que tuviera en
el interior? ¿Cómo podría ser renovada la carga del encendedor?
Había muchas preguntas que no podían ser contestadas en seguida, o quizá nunca. La más grande era cómo podían haber sido devueltos a la vida en cuerpos rejuvenecidos. Quien lo hubiera hecho poseía una ciencia casi infinita. Pero la especulación acerca de aquello, aunque les daría algo sobre lo que hablar, no iba a resolver nada.
Al cabo de un tiempo, la multitud se dispersó. El cilindro quedó caído de costado encima de la piedra. Varios cuerpos yacían también allí, y un cierto número de hombres y mujeres que habían bajado de la roca estaban heridos. Burton atravesó
la multitud. El rostro de una mujer había sido arañado, especialmente alrededor de
su ojo derecho. Estaba sollozando, pero nadie le hacía caso.
Otro hombre estaba sentado en el suelo, cubriéndose el bajo vientre, que había sido ensangrentado por afiladas uñas.
De los cuatro que yacían sobre la piedra, tres estaban inconscientes. Se
recuperaron cuando les echó agua sobre el rostro con el cilindro. El cuarto, un
hombre bajo y delgado, estaba muerto. Alguien le había retorcido el cuello hasta rompérselo.
Burton miró de nuevo al sol y dijo:
No sé exactamente cuándo será la hora de cenar. Sugiero que regresemos no demasiado después de que el sol se oculte tras la montaña. Colocaremos nuestras cornucopias, o cuernos de la abundancia, o cilindros de la comida, o como quieran llamarlos, en esas depresiones, y entonces esperaremos. Mientras tanto...
Podía haber tirado también aquel cadáver al río, pero ahora había pensado en un uso, o quizá varios, para el mismo. Les dijo a los otros lo que quería, y bajaron el cuerpo de la piedra y comenzaron a llevarlo a través de la llanura. Frigate y Galeazzi, un antiguo importador de Trieste, tomaron el primer turno. Evidentemente, Frigate no había deseado mucho hacer aquel trabajo, pero cuando Burton le preguntó si quería hacerlo asintió con la cabeza. Tomó los pies del hombre y abrió camino con Galeazzi, sosteniendo al muerto por las axilas. Alice caminaba detrás de Burton, llevando a la niña de la mano. Algunos de la multitud miraron con curiosidad o hicieron preguntas y comentarios, pero Burton los ignoró. Tras un kilómetro, Kazz y Monat tomaron el cadáver. La niña no parecía estar preocupada por el muerto. Se había mostrado curiosa por el primer cadáver, en lugar de sentirse horrorizada por su aspecto abrasado.
Si realmente es una habitante de la antigua Galia -dijo Frigate-, debe de estar acostumbrada a ver cuerpos abrasados. Si recuerdo con exactitud, los galos
quemaban vivas a sus víctimas rituales en enormes cestas de mimbre en las
ceremonias religiosas. No recuerdo a qué dios o diosa estaban dedicadas las ceremonias. Desearía tener una biblioteca de referencia. ¿Cree que tendremos alguna vez una aquí? Me parece que enloqueceré si no dispongo de libros para leer.
Esto está por ver -dijo Burton-. Si no se nos suministra una biblioteca, podemos hacérnosla nosotros mismos, si es posible.
Pensó que la pregunta de Frigate era bastante tonta, pero después de todo no todo el mundo estaba en su estado normal en aquel momento.
¡Si todos aquellos que vivieron alguna vez han sido resucitados aquí, piense en las investigaciones que se pueden hacer! ¡Piense en los misterios históricos que
podrían solucionarse! Uno podría hablar con John Wilkes Booth y averiguar si
Staton, el Secretario de la Guerra, estaba realmente tras el asesinato de Lincoln. Y uno podría lograr averiguar la identidad de Jack el Destripador, averiguar si la doncella de Orleáns pertenecía realmente a un grupo de brujas. Hablar con el mariscal Ney del Imperio Napoleónico; ver si escapó al pelotón de fusilamiento y se convirtió en un maestro de escuela en América; lograr la verdadera historia de
Pearl Harbor. Ver el rostro del hombre de la máscara de hierro, si es que existió alguna vez tal persona. Entrevistar a Lucrecia Borgia y a quienes la conocieron, y
determinar si fue la envenenadora que cree la gente. Averiguar la identidad del
asesino de los dos principitos en la Torre de Londres. Quizá Ricardo III los mató.
»Y usted, Richard Francis Burton, hay muchas preguntas acerca de su propia vida que sus biógrafos querrían que les fueran contestadas. ¿Tuvo realmente un amor persa con el que se iba a casar y por el que estaba dispuesto a renunciar a su verdadera identidad y convertirse en un nativo? ¿Murió ella antes de que pudiera casarse, y realmente su muerte lo amargó a usted, y siguió sintiendo amor por ella durante el resto de su vida?
Burton lo miró severamente. Acababa de conocer a aquel hombre, y ahí estaba, haciendo preguntas entrometidas y muy personales. No había excusa para ello. Frigate se echó hacia atrás, diciendo:
Y... y... bueno, todo esto tendrá que esperar. Ya lo veo. Pero, ¿sabía usted que su esposa hizo que le administrasen la extremaunción poco después de que falleciese, y que lo enterraron en un cementerio católico... a usted, el infiel?
Lev Ruach, cuyos ojos habían estado agrandándose mientras Frigate hablaba, intervino:
¿Es usted Burton, el explorador y lingüista? ¿El descubridor del lago Tanganika?
¿El que hizo un peregrinaje a la Meca disfrazado de musulmán? ¿El traductor de las
Mil y una Noches?
No tengo necesidad ni deseos de mentir. Ese soy.
Lev Ruach escupió a Burton, pero el viento se llevó el salivazo.
¡Hijo de puta! -gritó-. ¡Asqueroso bastardo nazi! He leído acerca de usted.
¡Supongo que en muchos aspectos fue usted una admirable persona, pero era un antisemita!