¡Dos semanas pasadas! ¡Dos semanas perdidas!
Una semana para llegar a Askone, en
el borde extremo de la Galaxia, del que las naves guerreras de vigilancia surgieron en considerable número para enfrentarse con él. Cualquiera que fuese su sistema de detección, funcionaba y bien.
Le rodearon lentamente, sin ninguna señal, manteniendo la distancia, y encaminándose duramente hacia el sol central de Askone.
Ponyets podía haberse librado de ellas en un abrir y cerrar de ojos. Aquellas naves eran reliquias del desaparecido imperio galáctico pero eran cruceros deportivos, no naves de guerra; y, sin armas atómicas, eran pintorescos e impotentes elipsoides. Pero Eskel Gorov
estaba prisionero en sus manos, y Gorov no era un rehén que pudiera perderse. Los askonianos debían saberlo.
Y después otra semana una semana para conseguir abrirse camino entre las nubes de oficiales menores que formaban el cojín entre el gran maestre y el mundo exterior. Cada pequeño subsecretario requería suavidad y conciliación. Cada uno de ellos requería cuidados tiernos y nauseabundos para la historiada firma que era el medio de llegar al oficial superior.
Por vez primera, Ponyets descubrió que sus documentos de identidad como comerciante eran inútiles.
Al fin, el gran maestre se hallaba al
otro lado de la puerta dorada flanqueada por varios guardias y habían pasado dos semanas.
Gorov seguía estando prisionero y el cargamento de Ponyets se pudría inútilmente en las bodegas de su nave.
El gran maestre era un hombre pequeño; un hombre pequeño con una cabeza calva y un rostro muy arrugado, cuyo cuerpo parecía reducido a la inmovilidad por la enorme y brillante boa de piel que le rodeaba el cuello.
Sus dedos se movieron a un lado y otro, y la hilera de hombres armados retrocedió hasta formar un pasillo, a lo
largo del cual Ponyets llegó hasta el pie de la silla ceremonial.
No hable exclamó el gran maestre, y los labios abiertos de Ponyets se cerraron fuertemente.
»Eso es. El gobernante askoniano se relajó visiblemente. No resisto las charlas inútiles. Usted no puede amenazarme y yo no soporto las lisonjas. Tampoco es el momento de quejas y lamentaciones. Ya he perdido la cuenta de todas las veces que hemos advertido a sus vagabundos que en Askone no queremos sus diabólicas máquinas.
Señor dijo Ponyets, serenamente
, no intento justificar al comerciante en cuestión. No es política de los comerciantes introducirse donde no les quieren. Pero la Galaxia es grande, y ya ha sucedido más de una vez que se han traspasado fronteras involuntariamente. Es un error deplorable.
Deplorable, ciertamente graznó el gran maestre. Pero ¿error? Su gente de Glyptal IV me ha estado bombardeando con ruegos para negociar desde dos horas después de que el miserable sacrílego fuera apresado. Me han avisado de su propia llegada varias veces. Parece una campaña de rescate bien organizada. Pero también parece que se han anticipado en muchas cosas quizá un poco demasiado, para tratarse de errores, deplorables o no.
Los ojos negros del askoniano eran despectivos. Prosiguió:
Y ustedes, los mercaderes, revoloteando de un mundo a otro como mariposillas alocadas, ¿están tan locos o tan seguros de sus derechos que pueden aterrizar en el mundo mayor de Askone, en el centro de su sistema, y considerarlo como una involuntaria confusión de fronteras? Vamos, seguro que no.
Ponyets se sobresaltó, pero no lo demostró. Dijo, obstinadamente:
Si el intento de comerciar fuera deliberado, excelencia, sería lo más alocado y contrario a las más estrictas reglas de nuestro Gremio.
Alocado, sí dijo el askoniano,
concisamente. Tan alocado, que su camarada es probable que dé su vida a cambio.
Ponyets sintió un nudo en el estómago. No había irresolución en aquellas palabras. Dijo:
La muerte, excelencia, es un fenómeno tan absoluto e irrevocable, que ciertamente debe haber alguna otra alternativa.
Hubo una pausa antes de que llegara la cauta respuesta:
He oído decir que la Fundación es rica.
¿Rica? Desde luego. Pero nuestra riqueza es la que ustedes se niegan a aceptar. Nuestras mercancías atómicas
valen
Sus bienes no valen nada porque carecen de las bendiciones ancestrales. Sus bienes son impíos y están anatematizados porque caen bajo la maldición ancestral. Las frases eran inexpresivas; parecía una fórmula aprendida de memoria.
El gran maestre abatió los párpados, y dijo con intención:
¿No tiene alguna otra cosa de valor?
El comerciante no captó el sentido de la pregunta.
No lo comprendo. ¿Qué es lo que quiere?
El askoniano separó las manos.
Me pide que entre en tratos con usted, y supone que conoce mis necesidades. Yo creo que no. Al parecer, su colega debe sufrir el castigo establecido por sacrilegio por el código askoniano. La muerte por gas. Somos un pueblo justo. El campesino más pobre, en un caso similar, no sufriría más. Yo mismo no sufriría menos.
Ponyets murmuró desesperadamente:
Excelencia, ¿me permitiría hablar con el prisionero?
La ley askoniana dijo fríamente el gran maestre no permite ningún tipo de comunicación con un condenado.
Mentalmente, Ponyets contuvo la respiración.
Excelencia, le ruego que sea misericordioso con el alma de un hombre, cuando su cuerpo está ya perdido. Ha estado apartado de todo consuelo espiritual durante todo el tiempo que su vida ha estado en peligro. Incluso ahora, se enfrenta con la perspectiva de marchar sin prepararse al seno del Espíritu que lo gobierna todo.
El gran maestre dijo lenta y sospechosamente:
¿Es usted un servidor del alma? Ponyets inclinó humildemente la
cabeza.
Me han enseñado a serlo. En las vacías extensiones del espacio, los comerciantes necesitan a un hombre
como yo para ocuparse del aspecto espiritual de una vida así dedicada al comercio y los éxitos mundanos.
El gobernante askoniano se mordió pensativamente el labio inferior.
Todos los hombres deben preparar su alma para el viaje hasta donde están sus espíritus ancestrales. Sin embargo, no sabía que ustedes, los comerciantes, fueran creyentes.