Hace aproximadamente quince años, en el mundo Origin, una reina acaba de abandonar a su única hija y heredera...
Opal
Nunca antes había saboreado el miedo, ni mucho menos había sentido vergüenza por ser quien era. Yo era la reina del reino de los cálidos, el cual se extendía por la mayor parte del mundo Origin, salvo aquellos territorios fríos y los que mis enemigos habían ido conquistando durante los últimos dos mil años, congelándolos cada vez más, convirtiendo los verdes prados en montañas de nieve y los ríos con prominente agua corriente en hielo. Todos temían y amaban mi poder, prácticamente me besaban los pies. Me veían casi como una Diosa y su deber era obedecerme y morir por mí en la lucha contra los fríos. En parte, sus vidas me pertenecían y debían hacer lo que yo quisiera con ellas. Al menos, así era cómo me habían inculcado que debía ser, sobre todo teniendo en cuenta que mis súbditos estaban inhibidos por los Dioses de la posibilidad de desobedecerme.
Sin embargo, todo mi poder parecía haberse disipado por completo con el nacimiento de esa niña, ya que había pasado de ser increíblemente fuerte y orgullosa a ser incapaz incluso de comer o salir al jardín para sentir la calidez de la estrella que iluminaba mi mundo.
Había dado luz a un monstruo y lo peor de todo era que no entendía cómo. No recordaba nada que pudiera concluir a crear ese espécimen en mi vientre.
Quería olvidar lo que había ocurrido y empezar a actuar de nuevo como la soberana que era y había sido siempre. Mi reino necesitaba a su reina, no a la sombra de lo que había sido, pero no podía borrar la imagen de la niña que se suponía que debería haber sido la próxima reina de los cálidos.
Habían pasado varias semanas y su frío tacto todavía persistía en mi memoria, torturándome. Recordaba también la forma en que sus ojos nublosos y fríos se habían clavado en los míos, intentando reconocerme, pero no lo había podido soportar. Yo, la reina Opal, no sería recordada como la más fuerte y cálida, sino como aquella que parió a una abominación. ¿Acaso había hecho algo para enfadar a los Dioses y ese era mi castigo? ¿Y si había molestado a Astarté, la Diosa de la fertilidad, al exigirle que me diera un heredero o una heredera al trono?
No sabía el motivo por el cual mi hija había resultado ser repugnante, quizá había enfadado a algún Dios entonces, pero ahora muchos más estaban furiosos. Y no entendía el por qué. ¿Qué había hecho? Me culpaba constantemente por lo ocurrido y me avergonzaba.
Tampoco había sido fácil enviar a una de mis servidoras más fieles a otro mundo con un monstruo en brazos, ni mucho menos haberla amenazado con matarlas a ambas si osaban regresar. En ese momento, no me di cuenta, pero lo que había hecho había sido amenazar a mi sirvienta, en lugar de ordenarle que no volviera e intuía que mis palabras habían sido modificadas por algún Dios. Tal vez fuera este quien quería castigarme con la posibilidad de que mi única vergüenza regresara y ensuciara mi buen nombre. Cada día que pasaba, temía que la comadrona regresara con la niña y sentía que me moría poco a poco. Esa abominación había conseguido arrebatarme mi fuerza. Nunca me había sentido tan débil.
Por si todo esto fuera poco, les había cedido mi anillo más poderoso y tendría que pedir a los Dioses otro elemento que me permitiera viajar por la inmensidad del universo. En ese momento, no estaba completamente segura de que ellos me concedieran un don que había pasado de generación en generación hasta ahora.
Sentía vergüenza de mi misma y sentí que quería morir antes que ver a aquel monstruo que había salido de mi vientre, crecido. ¿Por qué no la había matado? ¿Por qué condenar a una sirvienta, la única testigo, a una vida horrible? Es probable que aquella niña la acabara matando y aun así, no había podido matarla. Por mucho que no quisiera aceptarlo, esa niña era mi vergüenza, pero también era mi hija, un alma que todavía no sabía si era inocente y no quería convertirme en alguien como Sophie, la creadora de los fríos. Su historia nos había dejado claro a toda nuestra especie que eliminar un alma inocente podía tener la peor de las repercusiones y no tenía ninguna intención de comprobarlo.
Tenía que sacar valor de donde pudiera y seguir adelante. Tal vez, con el tiempo, fuera capaz de volver a concebir y engendrara a una persona digna de ser llamada soberano o soberana.
Pero los días pasaban y poco a poco, iba perdiendo la cabeza. En mis ratos libres, ignoraba a mi marido y prefería pasar tiempo a solas, de rodillas en un templo y mientras borbotones de lágrimas corrían por mis mejillas como cascadas sin fin, llamaba a los Dioses con desesperación. Suplicaba que escucharan mis plegarias y que me perdonaran por haber engendrado a un monstruo. Pero mis súplicas jamás fueron respondidas y pensé que quizá ya no fuera digna para que los Dioses me escucharan y me hablaran.
En silencio, me guardé para mí mis sentimientos y pensamientos y me convertí en el fantasma de lo que había llegado a ser. Había perdido toda mi carisma, vitalidad e incluso me sentía más fría. No sabía qué había hecho para merecer que mi vida se hubiera convertido en una pesadilla, pero lo que sí que sabía era que los Dioses estaban furiosos. Lo sentía en el aire. Llovió durante semanas que parecieron eternas, relámpagos se visualizaban constantemente en el cielo, el cual nunca había visto tan gris.
Solo dejaba que me vieran mis sirvientas más cercanas y les ordené que no osaran comentar nada sobre mi terrible estado. Ni siquiera dejaba que mi marido entrara en mi habitación. Él era la última persona que quería ver, ya que si me había casado con él había sido precisamente para que mis hijos fueran enormemente cálidos y poderosos. Había renunciado al amor para hacer un bien a mi reino y los Dioses me lo devolvían... ¿con qué? ¿Silencio? ¿Ira? No podía entenderlos.
No solo yo sufría las consecuencias, sino que mi reino también. Era evidente que algo extraño estaba sucediendo y mi pueblo no tardó en darse cuenta, igual que mi enemigo.
Una tarde lluviosa, me encontraba en la oscuridad de mi habitación, completamente sola y con una depresión que me estaba matando, cuando un soldado entró preocupadísimo. No logré visualizar la expresión de terror en su rostro, ya que no me digné en girarme para mirarlo, no tenía fuerzas y en mi cabeza solo había espacio para pensamientos negativos y preguntas sin respuesta.
- ¡Majestad! – me llamó, completamente fuera de sí, pero aquello no hizo que reaccionara – ¡El enemigo ha llegado a Ciudad de Luz, la gente está siendo masacrada!
Ciudad de luz era una de las cinco grandes ciudades del reino de los cálidos, sin tener en cuenta Ciudad Real, en la cual se encontraba la familia real, los nobles más importantes y cálidos y unos pocos afortunados que vivían en tranquilidad gracias a la barrera de esencia mágica. Sin embargo, no disponíamos de suficiente energía para proteger las demás ciudades, villas y pueblos. Como resultado, a veces se producían ataques enemigos, pero las cinco grandes ciudades siempre habían sido bastante seguras. Muchos nobles disponían de propiedades en ellas e iban y volvían constantemente, sintiéndose bastante seguros, ya que nadie pensaba que los fríos se atrevieran a atacar un territorio de esa magnitud. Temían el poder de los Dioses y también el mío, pero ahora era diferente. Era débil y el enemigo se había dado cuenta. Los Dioses ya no me escuchaban, así que no podía recurrir a ellos. Sin embargo, seguía siendo reina y mi deber en ese momento era luchar, utilizar mi gran poder para salvar a los súbditos que habían estado dando la vida por mí en la guerra.
Eso era lo que sabía que debía hacer, pero mi cuerpo me pedía a gritos que no hiciera ninguna locura, ya que no estaba en plenas facultades, mejor dicho, si iba me podía dar por acabada.
En un primer momento, no quise moverme, pero no pude evitarlo, ya que sin quererlo mis piernas se levantaron y me pusieron en pie. Por si solas, empezaron a moverse y a caminar hacia los establos, donde cogería el caballo más veloz y me lanzaría de lleno con mis soldados a una muerte segura.
Cuando me habían envestido como reina, había hecho el juramento de que defendería mi reino hasta el último aliento. No podía hacer nada por evitarlo, por mucho que tuviera el miedo, la frustración o la depresión recorriendo cada región de mi cuerpo, era inevitable.
Aquel día, no tan solo perdí la vida junto con la de mi marido y miles de personas más, sino que también empezó una nueva era, ajena a la línea ancestral e iniciada por Grey Oslo a quien se le atribuyó el mérito de aquella victoria. Aunque decir que aquel día vencimos no fue del todo cierto, ya que independientemente de haber ganado, en toda guerra se pierde.