Alice
Cuando abrí los ojos de nuevo, la luz me embriagó y creí que estaba muerta. Siempre había tenido miedo de morir ahogada, consideraba este tipo de muerte como una de las peores... la impotencia de querer vivir y querer salir de esa situación, pero la incapacidad de hacer nada por conseguirlo. Después de tantos años de martirio, creí por fin estar muerta.
Sin embargo, cuando me incorporé, quedándome sentada en el duro suelo, comprobé que no podía estar muerta. De lo contrario, no me sentiría tan dolorida, sino que simplemente no tendría que sentir nada, ¿no?
Lo primero que hice al sentarme, fue toser. Había tragado un montón de agua y estuve a punto de reírme de mi misma al darme cuenta de que me había ido en busca de agua y había acabado a punto de ahogarme en ella. Me habría reído de no haberme dado cuenta de que me encontraba en la entrada de una cueva.
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Y por qué no estaba muerta? La respuesta a esas preguntas me impactó todavía más que haber acabado en una cueva y estar viva.
Diana se encontraba a un lado, siempre tan perfecta a pesar de la tormenta, apuntándome con el arco y con desconfianza reflejada en su rostro. Completamente fuera de sí, me instó a gritos:
- ¡Dime por qué algunos Dioses quieren matarte! ¡¿Eres consciente de lo que significa tener a una deidad en tu contra?!
Tuve que parpadear varias veces para creer lo que veían mis ojos. ¿Había venido Diana a buscarme y me había salvado la vida? ¿Por qué había arriesgado su vida para salvarme?
- ¡Responde, insensata! - me gritó al ver que me encontraba boquiabierta, patidifusa e incapaz de decir nada coherente.
- Diana... - conseguí articular, nunca más feliz de ver a quien había intentado matarme a flexiones.
- ¡¿Se puede saber qué has hecho para enfurecer a los Dioses?! - insistió, fuera de si y con cierto temor en su mirada.
- Eros me dijo que algunos Dioses estaban enfadados conmigo, pero ni siquiera yo conozco el motivo. - respondí tranquilamente, ignorando la flecha con la que me apuntaba Diana.
- ¿Has hablado con el Dios del amor? - dijo entonces la chica, pasmada, bajando el arco con el que me apuntaba.
- Eso creo... - respondí, recordando cómo el Dios había aparecido y desaparecido de la nada.
A Diana le cambió la mirada y suspiró profundamente antes de afirmar:
- En ese caso debes volver a palacio de inmediato. Tú misma dijiste que asumirías el trono cuando hablaras con un Dios, cuando pudieras ver que son reales y por eso, debes ser fiel a tu palabra. Ya ha llegado la hora de que asumas tus responsabilidades como reina. Por mucho que yo pueda detestar esta idea, lo mejor será que vuelvas... ¡estás completamente loca si en algún momento te ha pasado por la cabeza ir al reino de los fríos! Es un pensamiento suicida.
Me quedé observando a la chica, con el ceño fruncido y sopesando todas las opciones que tenía. ¿Cómo iba a regresar y convertirme en una reina? Yo no era ninguna reina, ni lo sería jamás. No estaba preparada y me sentiría cómo si le estuviera robando el lugar a Skay e incluso a Diana. No tenía lo que se necesitaba para ser reina, no quería serlo.
- ¿Por qué me dices esto? ¿Acaso no crees que soy indigna por ser... medio fría? ¿Acaso no crees que sería mejor que Skay ocupara el trono que tanto desea y por el que se ha pasado la vida esforzándose, igual que tú? Yo no puedo ser una reina. – sentencié definitivamente.
- Es cierto, no tienes lo que se necesita para ser reina. No tengo ni idea de lo que debes de haber hecho pero, por lo que pude comprobar ayer, algunos Dioses están ansiosos por verte muerta, mientras que otros... tal vez te salvaran de sus garras por esta vez. Por si eso fuera poco, eres una cobarde y las reinas no pueden ser cobardes. – espetó la chica, muy decidida.
Esbocé una pequeña sonrisa forzada al escuchar aquellas palabras, las cuales por fin era capaz de creer como ciertas. Los Dioses existían, muchos me odiaban y desconocía el motivo. Por ello, según Eros - en quien por alguna extraña razón confiaba - debía ir a ver a mi padre e intentar recordar algo que se me pasaba por alto.
- Dime Diana... ¿Qué harías tú de estar en mi lugar? Un buen día tu cuerpo decide que ya no puede contenerse más y explotas. Después, tu madre, la cual descubres que en realidad no lo es, sino que ha estado desterrada y obligada a cuidarte, porque tu verdadera madre no te quiere, te lleva a otro mundo donde todos dicen que eres su verdadera soberana. Sin embargo, en el fondo sabes que te odian y te temen por ser diferente a ellos... Además, descubres que los Dioses pueden hablarte y que algunos te quieren muerta, no sabes el porqué, aunque no dejas de tener visiones, sueños, que te parecen tan reales como el simple hecho de respirar... ¿Qué harías si las únicas respuestas que puedes conseguir están yendo hacia lo desconocido, hacia aquello que podría matarte? – dije con lágrimas en los ojos y sorbiendo por la nariz.
Diana tenía los ojos empañados cuando acabe de hablar y parecía haberse olvidado de coger aire, ya que hizo una respiración profunda, mientras me miraba con semblante apenado y culpable de lo que me había dicho antes al ver cómo me sentía realmente. Tras unos segundos, intentando asimilarlo todo, finalmente sentenció:
- Lo siento. No eres ninguna cobarde, simplemente la vida te ha tratado mal. Yo lo que haría sería confiar más en esas visiones que pueden ser recuerdos y también iría en busca de respuestas. De lo contrario, no tendría nunca la consciencia tranquila... el hecho de poder hacer algo, pero no hacerlo, sería mucho peor que acatar las consecuencias que dicho acto te pueda traer.
- Gracias por ser la primera en entenderme y por salvarme la vida. Nunca nadie había hecho tanto por mí. – añadí, un poco feliz.
- No me des las gracias, Alice. Yo también te he odiado.