La dama inclinó la cabeza y entró en el estudio, pasando con elegancia junto al mozo de cuadra. Trafalgar la miró con interés y se levantó para realizar una investigación, pero el impulso fue reprimido por la mirada de su amo. Entonces se echó a los pies de Darcy, con el hocico sobre las patas delanteras y los ojos oscilando entre uno y otro, a la expectativa.
Al observar a la señora Annesley, Darcy tuvo la misma impresión que había tenido cinco meses atrás, excepto, tal vez, por la chispa divertida que aparecía en sus ojos cada vez que miraba a Trafalgar, que, en aquel momento, se ocupaba en cuidar las botas de su amo. El verano anterior, Darcy no estaba buscando un corazón alegre sino alguien de carácter sereno, cuya comprensión maternal y firmes principios pudieran rescatar a Georgiana del profundo dolor y las recriminaciones en las que se había sumido tras el asunto de Ramsgate. Aparentemente la dama poseía esas cualidades, además de los otros requerimientos, y había tenido un gran éxito, superando todas sus expectativas. Cualquiera que fuera su método, pensó Darcy, estaba preparado para ser extremadamente generoso.
—Señora Annesley —comenzó a decir Darcy, mirándola desde el otro lado del escritorio—, ¿debo entender, entonces, que usted cree que este miserable ha aprendido a abrir puertas?
—Es bastante posible, señor Darcy —contestó ella con una sonrisa—. Mis hijos le enseñaron al perro todo tipo de trucos; abrir puertas era uno de ellos. Aunque —bajó la vista para observar al perro— creo que en este caso podemos pensar que tal vez la última persona que salió de su estudio no cerró bien la puerta. Pero después de este éxito, no me cabe duda de que un animal inteligente como Trafalgar continuará probando suerte.
—Temo que tiene usted razón. —Darcy echó una ojeada al «miserable» con una ceja levantada, mientras el animal bostezaba y miraba con inocencia a su amo—. Usted ha mencionado a sus hijos —continuó Darcy—. ¿Están estudiando?
—Mi hijo menor, Titus, está en la universidad, señor. Fue admitido en el Trinity el año pasado, bajo el patrocinio de un amigo de su fallecido padre. Román, mi hijo mayor, ya se graduó y está trabajando en una parroquia en Weston-super-Mare. Si usted está de acuerdo, señor, espero pasar la Navidad allí con los dos. —La señora Annesley miró a Darcy directamente y aquella manera abierta de plantear su solicitud hizo que el caballero se inclinara enseguida a concedérsela y, aún más, a ofrecerle transporte hasta el lugar—. Es usted muy amable, señor Darcy —respondió ella, y la luz de sus ojos almendrados brilló con afecto antes de inclinar la cabeza.
—Es lo menos que puedo hacer por usted, señora Annesley. —Darcy se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, mientras movía la mandíbula tratando de buscar la manera de llevar la entrevista hacia donde él quería—. Estoy en deuda con usted, señora. Mi hermana… —La garganta pareció cerrársele al recordar la dicha de su regreso a casa. Volvió a empezar—: ¡Mi hermana está tan maravillosamente cambiada que apenas puedo creerlo! Ya sabe en qué estado se encontraba cuando usted llegó a Pemberley, tan afectada… —Darcy se giró hacia la ventana, decidido a mantener su dignidad—. Pero incluso antes de ese horrible asunto, era una chiquilla reservada y tímida. Sólo lograba expresarse libremente a través de su música. Sin embargo, ahora… —Volvió a dar media vuelta para mirarla—. ¿Cómo lo ha conseguido, señora? —Darcy miró fijamente a la señora Annesley mientras su voz cobraba fuerza—. Mi primo y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, todo lo que se nos ocurrió, para animar a Georgiana; pero fue inútil. ¡Usted triunfó donde nosotros fracasamos y yo quisiera saber cómo lo ha hecho!
La dama tardó unos segundos en contestar, pero la expresión compasiva que adoptó le indicó a Darcy que no se había ofendido por el tono autoritario de sus palabras.
—Querido señor —comenzó a decir en voz baja—, estoy segura de que usted hizo todo lo que pudo para ayudar a la señorita Darcy. Pero, señor, las penas de su hermana eran profundas, más profundas de lo que usted pensaba, más profundas de lo que estaba en su poder remediar. No debe usted reprenderse por el fracaso de sus esfuerzos.
Darcy tomó aire sorprendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a subestimarlo de esa manera? ¡Que no estaba en su poder! Darcy se acercó a la dama, que parecía pequeña al estar sentada.
—Entonces, señora, debo preguntar de qué «poder» se valió usted para descender hasta las profundas penas de mi hermana y sacarla de allí —replicó Darcy con voz seca y los labios torcidos en una mueca sarcástica—. ¿Acaso debo esperar encontrar amuletos y pociones entre los sombreros y los bolsos de la señorita Darcy?
La señora Annesley abrió brevemente los ojos al oír el tono de sus palabras, pero no perdió la compostura. Le devolvió la mirada de forma directa, sin ser descortés.
—No, señor, no encontrará ninguna de esas cosas —contestó con voz firme—. El corazón humano no se puede dominar con tanta facilidad. Los hechizos y los encantos no pueden hacerlo cambiar de dirección.
La cara de Darcy se ensombreció y frunció el ceño con contrariedad.
—¿Usted se refiere a sus sentimientos por… —dudó un momento y luego escupió las palabras—: el hombre que la sedujo?
La dama ni siquiera se inmutó al oír la franqueza de Darcy, pero le respondió con la misma moneda.
—No, señor Darcy, no me refiero a eso. La melancolía de la señorita Darcy nunca tuvo nada que ver con la pena de amor que le causó ese hombre. Cuando usted los encontró en Ramsgate y se enfrentó al señor Wickham, la señorita Darcy vio la verdadera naturaleza del carácter de ese hombre. Ella no ha pasado todos estos meses lamentando su pérdida.
Mientras la señora Annesley hablaba, Darcy volvió a sentarse en la silla del escritorio, con los labios apretados en una mueca de disgusto.
—Usted ha hablado de cuáles no eran los pensamientos de la señorita Darcy. En lo que a eso concierne, me siento aliviado. Pero aún no me ha dicho cuáles eran esos pensamientos, o qué hizo para ponerles remedio. Vamos, señora Annesley —insistió Darcy con arrogancia—, necesito respuestas.
Las cejas de la dama temblaron un poco al devolverle la mirada y apretó los labios como si estuviese considerando la posibilidad de no ceder a las exigencias de Darcy. Sorprendido por la actitud vacilante de la señora Annesley, de repente, Darcy tuvo dudas de que la mujer que tenía en frente estuviese dispuesta a cumplir sus deseos. Y junto a ese pensamiento surgió la convicción de que ese corazón alegre que había detectado antes bien podía latir sobre una estructura de acero.