Chereads / SERIE FITZWILLIAM DARCY, UN CABALLERO / Chapter 95 - Capítulo 95.- Los frutos de la adversidad IV

Chapter 95 - Capítulo 95.- Los frutos de la adversidad IV

—Señor Darcy, ¿cree usted en la providencia? —El hecho de que la dama le hubiese contestado con una pregunta lo sorprendió tanto como la propia pregunta.

—¿La providencia, señora Annesley? —Darcy se quedó mirándola, mientras su reciente insatisfacción con los designios del Juez Supremo endurecía sus rasgos. ¿Qué tiene que ver con esto la providencia?

—¿Cree usted que Dios dirige los asuntos de los hombres?

—Soy totalmente consciente del significado de la palabra, señora Annesley. Tuve una buena educación religiosa cuando era niño —replicó Darcy con frialdad—. Pero no veo…

—Entonces, señor, ¿qué dice el catecismo? ¿Lo recuerda usted?

Darcy entrecerró los ojos con furia ante el desafío de la dama, y apretando los dientes, recitó rápidamente el pasaje del catecismo:

—«Dios, el creador de todas las cosas, sostiene, dirige, dispone y gobierna todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la mayor hasta la menor, mediante su sabiduría y la divina providencia». Había olvidado, señora, que usted es la viuda de un clérigo. Sin duda está acostumbrada a ver todo lo que sucede a su alrededor como el resultado directo de la mano del Todopoderoso, a diferencia de la mayoría de nosotros, que debemos luchar en el mundo de los hombres.

El sarcasmo de Darcy pareció pasar inadvertido para la señora Annesley, porque ella se limitó a sonreír con amabilidad al oír sus palabras.

—Muy bien, señor Darcy. Lo ha recitado a la perfección. —Se levantó de la silla y su movimiento volvió a atraer el interés de Trafalgar. El sabueso también se levantó, se sacudió desde la cabeza hasta la cola y miró a Darcy, expectante.

—Señora Annesley. —Darcy frunció el ceño al mismo tiempo que se ponía de pie—. Aún no me ha dado ninguna respuesta satisfactoria. Ciertamente estoy en deuda con usted, pero no estoy acostumbrado a que mis empleados sean tan testarudos. Insisto en que me dé una respuesta directa, señora.

—Cuando mi esposo murió de una neumonía que contrajo debido a su trabajo como párroco, señor Darcy, dejándome con dos hijos que educar y sin medios para proporcionarnos un techo, quedé sumida en una profunda pena, parecida a la de la señorita Darcy. —La señora Annesley inclinó la cabeza un momento, pero Darcy no supo si su intención era recuperar la compostura o escapar de su mirada de desaprobación. Cuando levantó la cabeza, continuó hablando con gran sentimiento—: Un amigo me hizo recordar los designios de la providencia a través de dos verdades convergentes. La primera, tomada de las Sagradas Escrituras, dice: Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman. Miró directamente a los ojos de Darcy, mientras los recuerdos parecían iluminarle la cara—. La segunda proviene de Shakespeare: Dulces son los frutos de la adversidad; / semejantes al sapo, que, feo y venenoso, / lleva, no obstante, una joya preciosa en la cabeza. Usted me pregunta qué hice por su hermana, señor Darcy, y debo decirle que yo no hice nada, nada más de lo que mi amigo hizo por mí. No estaba en su poder ni en el mío consolar a la señorita Darcy y hacerla pasar de la pena a la dicha. Para eso, señor, debe usted buscar en otra parte; y el lugar por donde comenzar es la propia señorita Darcy.

¡Definitivamente es de acero! Darcy bajó los ojos y los clavó en el semblante impasible de la diminuta mujer. Después de todo, ella tenía razón. Las respuestas que él quería obtener sólo podían proceder de Georgiana, aunque aquella mujer hubiese hecho magia o se limitase a citarle las Escrituras. Fuese cual fuese el caso, Darcy tendría que poner a prueba la solidez de la recuperación de su hermana. La idea le produjo un estremecimiento.

—Según veo, es usted muy clara cuando llega por fin al meollo de la cuestión, señora Annesley —dijo Darcy arrastrando las palabras, saliendo de detrás de su escritorio—. Seguiré su consejo en lo que se refiere a la señorita Darcy, aunque debo admitir que no me siento muy inclinado a molestarla con ese tema hasta que esté totalmente convencido de su recuperación. —Darcy se detuvo frente a la señora e inclinó la cabeza—. Le agradezco de todo corazón la influencia que ha tenido sobre mi hermana, sea cual sea, señora. Llegó usted con excelentes recomendaciones de sus anteriores patrones y mis propios criados me han hablado muy bien de usted. —Darcy había comenzado a hablar con un tono seco, pero a medida que la verdad de sus palabras fue penetrando en su pecho, su voz se fue suavizando—. Por favor, acepte mi sincero agradecimiento.

La señora Annesley sonrió al oír las palabras del caballero y le hizo una reverencia, antes de volver a clavar sus brillantes ojos en él.

—Recibo su gratitud con alegría, señor Darcy. La señorita Darcy es la jovencita más encantadora que he tenido el placer de conocer y no tengo duda alguna de que se convertirá en una noble mujer. Por favor, desista de interrogarla, como ha dicho, pero ofrézcale su tiempo y su amor. Ella florecerá y ahí usted lo descubrirá todo.

—Que sea como usted dice, señora. —Darcy inclinó la cabeza para indicar que la entrevista había llegado a su fin.

La dama respondió de igual manera y dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo casi al llegar a la puerta y se volvió de nuevo hacia el caballero.

—Perdóneme, señor Darcy.

—¿Sí, señora Annesley?

—¿Desea usted que Trafalgar deambule libremente por la casa ahora que está de vuelta?

—Ésa es mi costumbre, señora Annesley; aunque, por lo general, permanece a mi lado. —Darcy miró alrededor del estudio, pero el sabueso no estaba por ninguna parte—. ¿Acaba usted de abrir la puerta?

—No, señor Darcy, ya estaba abierta. Creo que Trafalgar se impacientó un poco con nuestra conversación.

Más allá de la puerta se oyó un agudo aullido, seguido del golpeteo de unas patas sobre el suelo de madera de las escaleras y luego por el corredor.

—¡Retroceda, señora Annesley! —le advirtió Darcy justo en el momento en que Trafalgar doblaba la esquina y entraba disparado por la puerta. Al ver a su amo, el perro disminuyó la velocidad y se le acercó con un trotecito suave, esquivándolo y parándose luego detrás de sus piernas—. ¿Y ahora qué has hecho, monstruo? —Darcy suspiró. Trafalgar lamió delicadamente su chuleta, mientras el cocinero llegaba sin aliento hasta la puerta del estudio.

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