Darcy no pudo evitar sonreír al ver el buen humor del squire. Pensó entonces que tal vez sería conveniente revisar la opinión tan despectiva que tenía de esos hombres y su función en el Imperio.
—Y hablando de gente con sentido común, aquí viene un buen ejemplo. —El squire hizo un gesto con el vaso—. ¿Le han presentado ya a la señorita Bennet? ¿La señorita Elizabeth Bennet?
Darcy siguió el gesto del squire y vio a la dama en cuestión, que estaba pasando frente a ellos en ese momento, del brazo de la hija más joven del squire. La acompañante de la señorita Elizabeth abrazaba lo que parecía un pequeño trozo de bordado, una muestra, tal vez. Agachó la cabeza con timidez, mientras Elizabeth la hacía sentar con suavidad y le aseguró que era «absolutamente encantadora» antes de llamar a algunos de los que estaban cerca diciendo:
—Vengan a ver la muestra de Fanny para la exhibición de bordados de Meryton. —Varias exclamaciones de admiración y reconocimiento se oyeron en el grupo, mientras la muestra de bordado era examinada y elogiada. Darcy observó mientras Elizabeth llamaba la atención de los demás hacia la sutileza del diseño y luego se retiraba discretamente, dejando a la joven en el centro del grupo, sonrojada y feliz. La señorita Elizabeth se detuvo a cierta distancia y Darcy pudo verla contemplando el resultado de su obra. Con una sonrisa de satisfacción, dio media vuelta y se reunió con la señorita Lucas, justo al otro lado de donde estaban Darcy y el squire.
La imagen de Elizabeth Bennet mientras se inclinaba sobre la hija del squire ofreciéndole su aprobación y apoyo había sido la representación misma de la bondad y Darcy contuvo la respiración por la dicha de poder contemplarla. La gracia natural de su figura, inclinada en una actitud de dulce preocupación por una chiquilla tímida, tocó dentro de él una fibra que desafió con facilidad la servil atención y los estudiados halagos de aquellos que eran cuatro veces más importantes que la señorita Bennet. Su actitud no había sido una pose, como solía suceder con tanta frecuencia entre las mujeres de Londres. La encantadora actitud de la muchacha dejó ver que su único propósito había sido complacer a la chiquilla y, tal vez, a sus padres.
—¿Señor Darcy? Perdóneme, ¿señor Darcy? —La voz del squire, que expresaba una mezcla de preocupación y complacencia, penetró a través de la conciencia de Darcy. Parpadeó unas cuantas veces y soltó el aire de una manera que se podría tomar como un suspiro—. ¿Tal vez le gustaría tomar un poco de jerez, señor Darcy? Ah, sí. —El squire esperó mientras el caballero se bebía casi de un solo trago todo el contenido del vaso—. Lizzy Bennet es tan auténtica como parece. No emplea ningún artificio y, como siempre digo, goza de un buen sentido poco común, todo envuelto en un paquete tan hermoso como podría desearse, ¿no le parece?
Mientras que el squire divagaba, Darcy podía sentir en su cuerpo la mortificación por lo que había ocurrido. Ya era suficiente con la confusión que le causaba la creciente fascinación que sentía por ella, pero el hecho de que fuera tan evidente para los demás era intolerable. Al poco tiempo de entrar en la vida social, su naturaleza reservada le granjeó la reputación de ser orgulloso, y en esos primeros días él había permitido que eso le sirviera de escudo. Últimamente, de acuerdo con Bingley, aquello se había transformado en una armadura. Escudo o armadura, la verdad es que ahora no le estaba funcionando. Haciendo un esfuerzo, Darcy apeló a sus antiguas costumbres y le respondió al squire con una voz fríamente contenida:
—No puedo tener ninguna opinión sobre eso, señor. Y ahora, si usted tiene la bondad de disculparme… —Haciendo una rápida inclinación, se alejó, mientras el squire lo observaba, con las cejas levantadas por la sorpresa.
La expresión impenetrable de Darcy disuadió a todos los que se cruzaban en su camino de tratar de entablar conversación con él. Encontró un sillón solitario que tenía una buena perspectiva sobre la mayor parte del salón y, sentándose, trató de recuperar la tranquilidad. Se sentía atraído por ella, eso era indiscutible. Sin embargo, también era cierto que Elizabeth Bennet no había aprovechado ninguna oportunidad de acercársele después de la cena. Durante unos angustiosos momentos, Darcy contempló la desconcertante posibilidad de que simplemente ella no estuviera interesada en él. Si fuera así, sería una experiencia singular. Desde el día en que su tío lo presentó en los sagrados salones de Almack, vivía asediado por arrogantes matronas celestinas que lo cortejaban, y por los esposos de éstas, que lo atendían con la esperanza de que él tirara el pañuelo en el camino de sus hijas. De hecho, hasta aquel viaje a Hertfordshire, no podía recordar a una sola mujer en edad casadera que no hubiese modulado sus palabras tratando de buscar su aprobación o de atraparlo en matrimonio. La ilusoria idea de que la señorita Elizabeth Bennet no sintiera ningún interés por él fue rápidamente desechada. El breve y poco satisfactorio intercambio que habían tenido antes de la cena lo animaba a creer que había escapado de la categoría en la cual había sido colocada la señorita Bingley. Sin embargo, a pesar de que la idea de no ser objeto de burla por parte de la señorita Bennet fue recibida con ecuanimidad por Darcy, tenía que reconocer que el hecho de que ahora lo ignorara, equiparándolo con un mueble, hería su orgullo.
Reunidos alrededor de un sofá cerca de donde estaba Darcy, unos cuantos oficiales, que estaban enzarzados en una ruidosa discusión, lanzaron de repente una llamada para que viniera una dama que sirviera de árbitro en un asunto muy enojoso. Darcy observó con disimulo cómo la opinión del salón sobre quién sería el árbitro más adecuado entre las damas primero osciló y luego se convirtió en un coro que reclamaba la presencia de la señorita Elizabeth Bennet. Con una graciosa mezcla de tolerancia y modestia, la muchacha pasó frente a Darcy rumbo al puesto de juez que los oficiales habían despejado para ella. Una pequeña oleada de su perfume llegó hasta él mientras pasaba, y se sintió atrapado por el suave susurro de su vestido. En ese momento, sin tener totalmente claro por qué debería importar lo que ella pensara de él, o cuál era su objetivo final, Darcy se propuso diseñar un plan para conseguir la atención de la muchacha. La razón protestó brevemente, pero la puerta estaba abierta, el camino parecía irresistible y la imaginación de Darcy fue más allá, deslizándose hacia los misterios de una mujer cuyos encantos le resultaban cada vez más perturbadores.