Y diciendo esto, dio media vuelta en compañía de su amiga que, aliviada, abrió el piano que estaba frente a una inmensa ventana, tal como había anunciado. El instrumento brilló a la luz de las velas. Elizabeth tomó asiento ante él. Los otros invitados se acercaron, pero Darcy se echó hacia atrás, en busca de un poco de privacidad para recuperar la compostura y evaluar lo que acababa de pasar entre él y la intrigante Elizabeth Bennet.
Indudablemente, hubo una cierta tensión, admitió, pero con seguridad sus palabras finales han sido toda una provocación. Darcy se contentó al pensarlo. Estaba seguro de que ella deseaba una disculpa. Pero ¿acaso se estaría engañando al creer que la muchacha estaría abierta a otras posibilidades, después de recibir sus excusas?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por las primeras notas de una cancioncilla popular, que vibraron delicadamente a través del salón. Darcy reconoció enseguida que se trataba de una pieza que su hermana había estado practicando antes del desdichado incidente del verano anterior. La familiaridad de la tonada atrajo su curiosidad y lo hizo acercarse para buscar un lugar desde el cual pudiera observar a la dama sin ser visto. Tras descubrir un punto que le ofrecía una buena perspectiva del perfil de la muchacha, Darcy se sentó sin hacer ruido.
Desde el punto de vista técnico, la actuación de la señorita Elizabeth no fue la mejor, pero su interpretación transmitió una alegría y una emoción impresionantes. Luego, cuando la muchacha unió su voz a la música, Darcy se mostró encantado. Con creciente placer, se rindió al espléndido timbre de su voz, mientras éste penetraba sus sentidos. La melancólica súplica de la canción y la tierna expresión que caracterizaba los rasgos de Elizabeth al cantar despertaron dentro de él unos sentimientos jamás experimentados, tan profundos, que se extendieron rápidamente por todo su ser. Darcy se inclinó hacia delante, con intención de no perder ningún matiz, y agarró con fuerza el brazo de la silla. Era lo único que podía hacer para permanecer sentado, pues sentía una urgente necesidad de acercarse. Se imaginó inclinándose sobre ella, estirando el brazo para darle la vuelta a la partitura… y pensó en su calidez y el aroma a lavanda.
Darcy no supo en qué momento sonó la última nota de la tonada, pues estaba perdido en el hechizo que había entretejido la melodía, unida a sus fantasías. La oleada de aplausos que recorrió el salón lo volvió a traer al momento presente, pero ésta se desvaneció antes de que él pudiera sumarse a la ovación. Los gritos de «otra, señorita Elizabeth» fueron lo suficientemente insistentes como para detener a la dama cuando se levantaba de su lugar frente al instrumento. Una encantadora sonrisa reveló un dulce hoyuelo, al tiempo que ella accedía a la petición general y retomaba su lugar. Darcy no pudo evitar soltar un suspiro de satisfacción cuando la dama volvió a poner los dedos sobre las teclas.
Su segunda elección fue, como la primera, elegante en su sencillez, pero ésta poseía una alegría de vivir y amar que contrastaba con la anterior. Darcy sintió que una sonrisa se asomaba a su rostro; una sonrisa que no le hubiera gustado explicar si alguien la hubiese visto, pues su origen era tan privado que él mismo no estaba seguro de su significado. Esta vez se mantuvo alerta y, cuando la canción terminó, se sumó al aplauso general. Elizabeth volvió a levantarse de su lugar ante el piano y esta vez no se dejó persuadir de regresar. Se retiró rápidamente para dejarle el puesto libre a otro y comenzó a caminar por entre el público, aceptando los elogios de sus vecinos y amigos con la más encantadora falta de vanidad, según le pareció a Darcy.
La actuación de Elizabeth fue seguida por un concierto impecablemente interpretado por otra de las hermanas Bennet, pero al cual le faltaba la soltura e inspiración que había en la selección más sencilla de su hermana. Darcy se levantó de su lugar en medio del concierto, con la esperanza de ver a la señorita Elizabeth Bennet o de reunirse con Bingley antes de que lo encontraran sus hermanas. Pero antes de conseguir cualquiera de los dos objetivos, el concierto terminó y una tonada escocesa puso a bailar a varios de los jóvenes en un extremo del salón. La estridencia de la pieza y el ruido producido por el golpeteo de las botas hacían imposible sostener conversación alguna. Darcy se quedó parado en medio de una silenciosa indignación, pues sus expectativas de tener un nuevo intercambio con la señorita Bennet, o con cualquier otra persona, en todo caso, acababan de morir, aplastadas por los pasos de una danza popular escocesa.
—¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! —Darcy se volvió hacia su anfitrión, que había aparecido de repente junto a él, y observó a sir William con una mirada de hastío. Sir William siguió insistiendo en el mismo tema, sin darse cuenta de que su invitado no parecía estar de acuerdo—: Mirándolo bien; no hay nada como el baile. Lo considero uno de los mejores refinamientos de las sociedades más distinguidas.
—Ciertamente, señor —respondió Darcy, que no pudo evitar la tentación de recurrir al sarcasmo—, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos distinguidas del mundo. Todos los salvajes bailan.
Si sir William notó el tono de Darcy, decidió no ofenderse y se limitó a sonreír.
—Su amigo, el señor Bingley, baila maravillosamente, y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.
—Usted me vio bailar en Meryton, creo, señor —respondió Darcy, sin deseos de comentar sus habilidades en una actividad que poco le atraía.
—Desde luego que sí, y me causó un gran placer verle. —El hecho de que sir William elogiara sus habilidades para el baile hizo que Darcy se preguntara si el hombre necesitaba unos lentes, además de un poco de sentido común—. ¿Baila usted a menudo en St. James?
Darcy casi se estremeció al pensarlo.
—Nunca, señor.
—¿Acaso cree que sería irrespetuoso bailar en ese lugar? —Sir William hizo la pregunta con toda seriedad. Los años de entrenamiento de Darcy le permitieron permanecer inmóvil mientras cada uno de los nervios de su cuerpo clamaba por dejar de participar en una de las conversaciones más tontas que había tenido en la vida.
—Es una actividad que nunca practico en ningún lugar, si puedo evitarlo. —Bueno, ¡Darcy no podía ser más parco que eso!
Evidentemente, sir William ya había agotado sus comentarios sobre el baile, porque, de inmediato, inició una nueva estrategia en su esfuerzo por continuar conversando con su distinguido invitado, en el intercambio de opiniones más largo que se le había visto hasta el momento.
—Creo que tiene una casa en la capital.
Darcy hizo una inclinación, confirmando las palabras de sir William, y rogó que su silencio animara al anfitrión a ir a entretener con su conversación al resto de sus invitados.
—Alguna vez pensé en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad —confesó—, pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentara bien a lady Lucas.