—Nada en absoluto, Bingley. Todo es completamente apropiado. Es una idea excelente.
—¡Bien! Entonces, te veré en el establo en veinte minutos. No… mejor media hora, e iremos hasta Meryton a llevar al correo tus cartas tan importantes. —La mejoría en el estado de ánimo hizo que Bingley se pusiera en marcha con energía y se dirigiera rápidamente a su alcoba a ponerse la ropa de montar. Como necesitaba mucho menos tiempo para cambiarse, Darcy se sirvió otra taza de café y la llevó hasta la ventana, donde se detuvo, apoyando un hombro contra el marco.
¿Realmente la presencia de Elizabeth en Netherfield sería una idea excelente, como acababa de decirle a Bingley? Estar en su compañía con tanta frecuencia y allí, donde había alcanzado cierto nivel de sosiego, era algo que amenazaba su tranquilidad; sin embargo, era el lugar perfecto para profundizar en su relación con ella. Allí, ella sería la invitada, la extraña, y él tendría la ventaja que le concedía la familiaridad.
Darcy cambió de postura y se llevó la taza a los labios, mientras imaginaba lo que podría pasar en los días siguientes. No estarían en compañía de extraños que habría que contentar o distraer, ni tampoco tendría que competir con nadie por la atención de la muchacha, o mantener o inventar alguna charla banal y sin sentido. Podría batirse con ella a sus anchas; Darcy no tenía duda sobre el hecho de que los encuentros entre ellos recordaban más un combate que otra cosa. Más allá de la excelencia de la idea, de repente, Darcy se enfrentó con la pregunta real: ¿Qué era lo que más quería: mantener su tranquilidad o la vibrante excitación que le producía la proximidad de un enfrentamiento verbal con la señorita Elizabeth Bennet?
—Señor Darcy, ¿podría usted informarme sobre el paradero de mi hermano? La señorita Eliza me ha pedido que le haga una petición de su parte.
Aunque la costumbre de la señorita Bingley de interrumpir sus pensamientos se estaba convirtiendo en algo verdaderamente molesto, Darcy se volvió hacia ella con una respuesta amable:
—Ha ido a cambiarse de ropa. Pensamos que sería mejor dejarlas tranquilas, dedicadas al cuidado de la enferma, para que no se sientan obligadas, además, a atendernos a nosotros. —Dejó a un lado la taza e hizo una inclinación, pero añadió justo antes de salir—: No deje que Bingley se marche antes de haber hablado con usted. Se le ha ocurrido una idea excelente.
La señorita Elizabeth Bennet no estaba en ninguno de los salones de Netherfield cuando los dos caballeros regresaron de su paseo. Y tampoco apareció durante el transcurso de la tarde. Darcy se mantuvo atento a cualquier sonido musical que proviniera del salón o al murmullo de una voz suave y agradable que pudiera salir de la salita de las damas, pero la casa estaba en silencio, excepto por el ruido que hacían los criados, atareados en sus faenas habituales. A la hora de la cena, comenzó a sentirse inquieto y molesto. Tras llegar con dificultad a la conclusión de que deseaba la presencia de la muchacha, a pesar del caos que producía en su serenidad, Darcy se percató de que ahora su ausencia lo irritaba.
La señorita Elizabeth apareció finalmente hacia las seis y media, cuando se anunció la cena, y se reunió con ellos, vestida con un traje limpio, recién enviado desde Longbourn. Se había cepillado el cabello y lo tenía peinado hacia atrás, sujeto con una cinta, con un estilo sencillo pero encantador. El resentimiento que había atacado a Darcy durante todo el día debido a su ausencia se fundió de alguna manera en el placer que le produjo el hecho de verla por fin. Sin embargo, su placer duró poco.
—Señorita Eliza, ¿cómo ha dejado usted a nuestra pobrecita Jane? —preguntó la señorita Bingley, adelantándose a Darcy, que avanzaba en dirección a la nueva invitada. El caballero se detuvo y se retiró, sin deseos de participar en una de las fingidas demostraciones de preocupación de Caroline. La señorita Bingley se apoderó del brazo de su invitada, dándole unos golpecitos tranquilizadores, mientras Elizabeth informaba al grupo con pesar de que no podía darles buenas noticias. La seriedad de su expresión y la preocupación que revelaban sus ojos hicieron que Darcy se sintiera avergonzado por haber sido tan impaciente y haber creído que era timidez por parte de la muchacha. Ella estaba claramente consternada y los cuidados que le estaba prodigando a su hermana eran evidentes en el agotamiento que manifestaba su rostro.
—Estamos muy apenadas, ¿no es así, Louisa? Jane es una muchacha tan dulce para estar sufriendo de esa manera. —La señorita Bingley llevó a Elizabeth hacia la mesa del comedor y la sentó en el extremo opuesto al asiento que ocupaba Darcy. Éste frunció el ceño con disgusto, al ver la disposición de los puestos en la mesa—. ¿Podría sentarse en el sitio de Hurst por esa noche? Es tan desagradable pillar un resfriado —siguió diciendo la señorita Bingley.
—¡Tan desagradable! —repitió la señora Hurst—. Señor Hurst, su sitio. —La señora Hurst le hizo señas a su marido para que ocupara el lugar junto a Elizabeth. Y Hurst, para desesperación de Darcy, se apresuró a sentarse en la silla con una velocidad inusual—. Me molesta sobremanera el hecho de estar enferma.
—También a mí, hermana. —La señorita Bingley se estremeció—. ¡Es horrible! Por eso nunca me permito enfermarme. ¡Dios, mi constitución no lo soportaría! Y, bien, señorita Eliza, espero que ya esté instalada.
Darcy tomó su acostumbrado puesto en la mesa, a la izquierda de Bingley, y se resignó a entretener a la señorita Bingley y a la señora Hurst, quienes continuamente solicitaban su atención o su opinión. Ocasionalmente pudo lanzar unas cuantas miradas al otro extremo de la mesa, para observar cómo le iba a Elizabeth con el cuñado de Bingley como única compañía. Su conversación y su conducta eran muy recatadas, por decirlo de alguna manera, aunque Darcy no pudo alcanzar a oír nada de lo que estaba diciendo. Sólo llegó a escuchar un estruendoso comentario despectivo de Hurst, pero las únicas palabras que pudo distinguir fueron «no como el ragout», que no tuvieron ningún significado para él.