Para decepción de Darcy, Elizabeth declinó el ofrecimiento de manera decidida, pero dejó a un lado su bordado. Darcy quiso interpretar ese gesto como la indicación de que accedería a su petición después de que la señorita Bingley terminara. Mientras Elizabeth se acercaba al instrumento, Darcy no pudo evitar que sus ojos la siguieran, ni que cada paso y susurro de su vestido absorbiera toda su atención. La señorita Bingley comenzó su primera canción. El deseo de atraer la atención de Elizabeth de alguna manera luchaba contra la repugnancia de Darcy a hacer el ridículo, porque estaba seguro de que quedaría como un tonto al tratar de iniciar cualquier coqueteo. ¿Coqueteo? La idea le asombró tanto por su novedad como por su naturaleza reveladora. Un rubor subió por su cuello cuando los ojos de Elizabeth se encontraron fugazmente con los suyos. Tratando de ocultarlo, bajó la mirada hacia sus manos, sólo para descubrir que se estaba retorciendo el anillo con frenesí.
La señorita Bingley llegó al final de la melosa canción de amor italiana que había elegido y recibió la ovación del salón con elegancia pero aparentemente poca satisfacción. Darcy se percató de repente, cuando se unió a los aplausos, de que ella había escogido esa canción con la esperanza de atraer la atención de él. La sonrisa que esbozaban sus labios se contradecía con el brillo de sus ojos, que le decían que había notado su distracción.
La señorita Bingley se dirigió hacia Elizabeth.
—Las canciones de amor pueden ser tan tediosas cuando uno no conoce la lengua —dijo, arrastrando las palabras con maliciosa condescendencia—. ¿No le parece a usted, señorita Eliza?
Elizabeth suspendió su examen de los cuadernos de música que había sobre el piano.
—¡Ah, señorita Bingley, eso es muy desafortunado! En especial cuando usted las interpreta de una forma tan hermosa. ¡Por favor, permítame traducirlas para usted!
A Darcy casi se le cortó la respiración al ver la cara que ponía la señorita Bingley ante el inesperado giro que había tomado su insinuación.
—No, no me refería… es decir… eso no será necesario —balbuceó. Con silenciosa furia, agarró las partituras que descansaban sobre el instrumento y comenzó a tocar un animado aire escocés.
El travieso hoyuelo que Darcy tanto había admirado en casa de sir William hizo una fugaz aparición. Sin embargo, su efecto no se redujo de ninguna manera por su brevedad. El caballero se levantó de la silla sin darse cuenta y, antes de recobrar el pleno dominio de sí mismo, se encontró junto a ella.
—¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar una danza escocesa? —Las palabras salieron de su boca de manera atropellada, sorprendiéndolo a él tanto como al resto de los presentes.
¡Idiota!, se castigó Darcy. ¡Bailar una danza escocesa! ¿Qué es lo que pretendes? Darcy ya la conocía lo suficiente como para que la sonrisa que apareció en el rostro de la muchacha le sirviera de advertencia sobre lo que podía suceder. Sin embargo, no esperaba que ella guardara silencio. Así que repitió la pregunta. La segunda vez sonó todavía más ridícula, pero retirarse ahora era impensable.
—¡Oh! Ya había oído la pregunta —le aseguró Elizabeth—, pero no pude decidir enseguida qué contestarle. —La muchacha elevó peligrosamente la barbilla al hacer una pausa. Darcy volvió a sentir cómo se electrizaba el aire entre ellos y rápidamente se perdonó por la torpeza de sus palabras. Preparó su rostro contra los efectos del millar de chispas invisibles que volaban entre ellos—. Sé que usted desearía que yo le diera una respuesta afirmativa, para tener así el placer de criticar mis gustos —lo desafió Elizabeth—, pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar a la gente que planea un desaire semejante. Por lo tanto, he decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y ahora —dijo, fulminándolo con la mirada—, desairéeme si se atreve.
¡Magnífico! Fue lo único que se le ocurrió a Darcy mientras observaba cómo la malicia y la emoción se mezclaban con el encanto y la dulzura de su expresión. Sin embargo, ella no lo había interpretado bien; pero si lo que venía a continuación era un intercambio tan delicioso como éste, ¿qué importancia tenía? Darcy se puso una mano en el pecho, como si aceptara haber recibido un golpe directo, y se inclinó con solemnidad.
—De hecho, señora —contestó mientras se levantaba y una sonrisa le iluminaba el rostro—, no me atrevo. —Volvió a inclinarse y se apartó. Susurrando una disculpa, abandonó el salón y pidió que llamaran a su ayuda de cámara. Él sabía que sólo una actividad al aire libre le proporcionaría el alivio que requería la agitación de sus pensamientos y sentimientos. Después de cambiarse de ropa, llevaría a su perro a dar un paseo y trataría de controlar su propia mente concentrándose en la instrucción del sabueso.
Pocos minutos después salió de su alcoba poniéndose los guantes, y bajó corriendo las escaleras. Cuando estuvo en el exterior, sin embargo, aminoró el paso y se dirigió a los corrales que estaban al lado de los establos. ¡Hechicera descarada!, dijo pensativamente, sin poderse quitar de la cabeza la imagen de Elizabeth. ¡Con esos modales tan impertinentes y esa mente tan aguda! Y sin embargo, tan dulce y bondadosa con su hermana, cuidándola de las consecuencias de la locura de su propia madre. La imagen de aquella señora acudió entonces a su mente. Un minuto de contemplación de la vulgaridad y la avaricia de la mujer le sirvió para reafirmar, de alguna manera, la fascinación por su hija.
Cuando llegó a la caseta del sabueso, quitó rápidamente el seguro pero no abrió la puerta hasta que el animal que estaba dentro, ansioso ante la perspectiva de salir por la aparición de su amo, no mostró el decoro apropiado. Trafalgar se tranquilizó lo suficiente como para que le otorgaran la libertad, aunque los rítmicos movimientos de la cola revelaron su verdadera opinión sobre el momento. Darcy abrió la puerta y el sabueso echó a correr, describiendo un amplio círculo a su alrededor, antes de levantarse sobre las dos patas. El caballero se inclinó y acarició las orejas del perro. Y fue recompensado con un lametón rápido y furtivo en la barbilla.
—Te juro, viejo amigo —dijo, dirigiéndose al suplicante animal—, que ella es tan extraordinaria que si no fuera por la inferioridad de su familia, tu amo se encontraría en una situación extremadamente peligrosa. —De repente, los músculos del sabueso se tensaron—. ¡Trafalgar! —dijo Darcy y trató de levantarse—. ¡Abajo! —ordenó, pero el sabueso dio un salto y, con un ladrido exultante, lo tiró de espaldas al suelo.