Algunos días después de la cena en casa del squire, Darcy atravesó rápidamente el corredor hasta la alcoba de su amigo y golpeó en la puerta. Enseguida se oyó, detrás de la gran puerta de cedro, el ruido de un tropezón, seguido de una leontina o un reloj que se caía al suelo.
—Es inútil —oyó que le gruñía Bingley a su ayuda de cámara—. Abre la puerta, hazlo entrar y ¡terminemos con esto!
La puerta se abrió girando sobre los goznes, ayudada por la punta de la fusta de Darcy.
—¿Has comido ya algo al menos, Bingley? —Darcy suspiró al ver la confusión que reinaba tanto en la habitación como en el semblante de su amigo—. Dijiste «en la montura a las nueve en punto», ¿o acaso me equivoco?
Bingley olfateó con ilusión el delicioso desayuno de jamón, lonchas de tocino, huevos y un surtido de bizcochos que reposaba sobre una bandeja en el vestidor, esperando a ser probado. Sintió que el olor que flotaba hacia él a través de la puerta abierta lo enloquecía.
—No puedo entender qué locura se apoderó de mí para concertar una cita a una hora tan temprana —se quejó, al tiempo que el reloj de la habitación daba las nueve—. Tú sabes cómo me disgusta el aire de la mañana. ¡Excesivamente húmedo! —Bingley continuó vistiéndose, mientras le lanzaba miradas a Darcy, que todavía estaba parado en la puerta, dándose golpecitos con la fusta sobre la palma de la mano enguantada—. Si has venido a sermonearme, te prometo que tendrás suficiente tiempo para hacerlo a conciencia —dijo Bingley con voz desesperada—, porque ¡necesito comer algo! —Y, diciendo esto, se dirigió al vestidor apresuradamente, directo hacia la bandeja del desayuno. Darcy siguió a Bingley hasta la salita, tomó una silla y la acercó a la mesa, que crujía bajo el peso de los recipientes de plata. Como había desayunado hacía más de una hora, negó con la cabeza cuando Bingley le ofreció compartir aquellos manjares y comenzó a quitarse los guantes.
—¿Sermonearte? ¿Traigo una cara tan seria como para que pienses semejante cosa? —Al ver el gesto de asentimiento de Bingley, Darcy se dio unos golpecitos en la rodilla con los guantes y se dejó caer en la silla.
—¡Te juro que estaba esperando una gran reprimenda sobre la falta de puntualidad, los riesgos de tener esperando a unos buenos caballos, la incapacidad de cumplir promesas y cualquier otro defecto de mi carácter que pudieras criticar! —se aventuró a decir Bingley, entre un bocado de jamón y un sorbo de té—. ¿Estás seguro de que no quieres tomar nada? —volvió a ofrecer.
—No, nada —murmuró Darcy, concentrándose en examinar sus guantes—. Aunque todo lo que acabas de decir es cierto —añadió, mirando a su amigo con el ceño fruncido, en señal de reproche. Rápidamente fue recompensado con el golpe de un terrón de azúcar en la frente.
—¿Ves? Yo sabía que no ibas a poder resistir la tentación de soltarme un sermón, aunque esta vez ha sido indulgentemente breve, hay que admitirlo. Dime, ¿tu padre también es tu modelo en esto, como en todo lo demás, o has perfeccionado tú solito ese imponente gesto de severidad?
—Es una creación mía, Bingley, parte esencial de esa armadura que dices que me pongo encima y que, a propósito, resulta extremadamente útil. Y bien, ¿has terminado ya y podemos comenzar ese recorrido que anoche tenías tantos deseos de hacer?
Bingley asintió vigorosamente, pues tenía la boca llena de tostadas y jamón. Después de limpiarse los dedos pegajosos en una servilleta de lino color crema, se levantó de la mesa.
—Su obediente servidor, señor —pronunció, inclinándose ante Darcy con humildad.
—¡Ojalá eso fuera cierto! Agarra tus cosas; la mañana es hermosísima y estoy ansioso por dar una buena galopada. —Y, diciendo esto, Darcy salió de la estancia, dejando a Bingley atrás.
Tan pronto vio aparecer a Darcy en el patio del establo, el mozo de cuadra trajo a Nelson hasta el montador, pero le costó trabajo mantenerlo allí cuando el enorme animal color azabache percibió la cercanía de su amo. Movió las orejas hacia delante y, girando su enorme grupa para quedar frente al arco de la entrada, arrastró al mozo con él cuando avanzó al oír el sonido de las botas de Darcy sobre el suelo adoquinado.
—¡Nelson, no seas tan brusco! ¡Deja de arrastrar a ese pobre muchacho! —Darcy trató, sin éxito, de mirar severamente a su caballo, que estaba demasiado ocupado relinchando a modo de saludo, como para preocuparse por el bienestar del mozo. Estiró la mano para tomar las riendas—. Ven, dámelas. Me temo que nunca vas a poder hacerlo retroceder. —Feliz de entregar las riendas, el mozo se las pasó a Darcy y dio un paso atrás.
Bajo la dirección de su amo, Nelson permitió que lo llevaran nuevamente al montador en donde Darcy se subió a la silla con destreza, agarrando las riendas con fuerza. Se sintió tentado a lanzarse al galope y dejar que Bingley lo alcanzara después. Pero decidió obligar a Nelson a describir un ocho en el espacio del patio del establo, primero al trote y luego a medio galope, lo cual exigió la plena atención del animal a sus órdenes.
—Ansioso —dijo Darcy mientras indicaba a Nelson que debía cambiar de dirección para continuar la figura. Así le había descrito a Bingley su estado de ánimo y la palabra lo reflejaba perfectamente. Desde la velada en casa del squire, todo su ser, cuerpo y alma, parecía poseído por un estado de perturbación emocional. La causa de su inquietud no era ningún misterio. No obstante, el objeto mismo de la inquietud no era otra cosa que un misterio, cuyo atractivo le resultaba difícil de ignorar.
Las últimas dos veladas habían transcurrido en presencia de la señorita Elizabeth Bennet, aunque no estrictamente en su compañía. La información de Bingley había sido correcta, y Darcy recordó la inesperada felicidad que sintió al confirmar la asistencia de la muchacha en las dos ocasiones. Había requerido de una prodigiosa concentración para situarse lo suficientemente cerca como para alcanzar a oír sus conversaciones, al mismo tiempo que cumplía con sus propias obligaciones sociales, sin llamar la atención de la muchacha o atraer la curiosidad de los demás.
Darcy sintió la tensión de Nelson, que esperaba su señal a medida que se acercaban al punto en que había que cambiar de dirección para completar la figura. Se inclinó un poco hacia la izquierda, presionando ligeramente con la rodilla, cuando un movimiento de la cabeza de Nelson le comunicó la disconformidad del animal con aquel ejercicio tan disciplinado. Una vez, poco después de que el caballo comenzara a usar el freno y la brida, Darcy lo llevó a campo abierto en Pemberley, ansioso por ver lo que el animal podía hacer. La maravillosa vista que tenían ante ellos los excitó a los dos, caballo y jinete, y antes de que Darcy se diera cuenta, Nelson tenía el freno entre los dientes y estaban galopando por el campo, las zanjas y las cercas, de una manera que había fascinado y aterrorizado al jinete al mismo tiempo. Los dos sobrevivieron al arriesgado paseo sólo con unos cuantos rasguños, y durante el resto del entrenamiento de Nelson, Darcy se encargó de que nunca volviera a ocurrir algo como eso; sin embargo, todavía no había olvidado el cúmulo de emociones que lo habían abrumado en ese momento.