Antes de la luz, hubo un vacío sin nombre.
Antes del tiempo, reinaba un silencio que ni los dioses osaron pronunciar.
Pero cuando la Primera Palabra resonó en el abismo, el mundo se alzó como un canto,
y en su estela nacieron los ecos de lo que llamamos Orden.
Sin embargo, todo canto lleva consigo su disonancia...
— Fragmento de las Crónicas del Olvido, tablilla III, líneas 1-4.
En los días en que los dioses aún caminaban entre los hombres—no como tiranos, sino como arquitectos de maravillas—, el mundo florecía en armonía inquebrantable. Las montañas ascendían al compás de melodías estelares, los ríos, bordados en plata, tejían senderos entre los reinos del alba, y los hombres, humildes guardianes del equilibrio, vivían bajo el manto de la Era del Orden.
Mas el corazón humano, fragua donde se forjan tanto himnos como traiciones, fue quien quebró el hechizo.
Los señores de Aidglan, cegados por su propia soberbia, osaron desafiar los designios celestiales. Con hierro manchado de ambición y fuego sacrílego, erigieron un imperio sobre las ruinas de lo sagrado, cometiendo en su ascenso el pecado más antiguo: creerse dueños del aliento que anima las estrellas.
El mundo, ultrajado por tal osadía, les impuso un castigo cruel y justo.
De las grietas dejadas por los dioses emergieron dragones, elfos, demonios y horrores innombrables.
La belleza se tornó cicatriz.
La paz, en pesadilla.
Los humanos, otrora guardianes del equilibrio, se vieron atrapados en la guerra. No solo contra aquellas criaturas, sino también contra sí mismos. Se enfrentaron a sus hermanos, a los monstruos que su propia soberbia había engendrado y, sobre todo, al abismo que anidaba en sus almas.
Pocos son los vestigios que perduran de aquella era, un tiempo desvanecido como un sueño entre las brumas del olvido.
Se la llamó la Era del Orden, y entre los nombres que emergen desde las profundidades de los siglos, uno resplandece con luz inextinguible: Eohedon Napheerius. No es un mero vestigio del pasado, sino un eco que desafía el olvido. Su nombre, murmurado con reverencia, evoca el aroma del incienso y el peso majestuoso de las montañas.
En el año trescientos sesenta y nueve, bajo el renacido Imperio de Aidglan, en el pequeño y olvidado pueblo de Magistic, nació aquel destinado desde antigo augurio.
Al sostenerlo en sus brazos, Ehdia, la infame, pronunció su nombre con una certeza inexplicable: Eohedon.
Desde su cuna, el mundo parecía inclinarse ante él, como si reconociera en su existencia algo que trascendía lo meramente humano.
El viento le susurraba secretos que ningún hombre había oído.
Los árboles se inclinaban para ofrecerle sus frutos.
El agua surgía cristalina para saciar su sed.
Incluso las piedras bajo sus pies parecían pulirse para evitar que tropezara.
¡Oh, amarga ironía del destino!
Todo lo que la naturaleza le ofrecía con prodigalidad le era negado por aquellos que debían amarlo con mayor fervor.
Ehdia, su madre, lo miraba con ojos de hielo, incapaz de ver en él más que un reflejo de su propia insuficiencia.
Moldeada por la desdicha, tan bella como una flor envenenada, su vida fue un desfile de adulaciones vacías y deseos marchitos.
Hija de nobles caídos en desgracia, nunca conoció el calor de un hogar; el amor le era ajeno, como un idioma olvidado, y en su pecho creció un abismo insondable.
¿Qué veía ella en Eohedon?
No un hijo, ni un lazo, sino un reproche.
Lo envidiaba sin comprender por qué, pues él poseía algo que ella nunca podría tener.
Con cada invierno que pasaba, el rechazo de Ehdia se volvía más evidente. Si alguna vez su mirada fue de indiferencia, con el tiempo se tornó en un filo cortante, en una mueca de desprecio apenas disimulada. Y así, aunque amado por la tierra y el cielo, Eohedon creció como un niño despojado, cargando en su interior una soledad que pocos podían entender.
La atención del mundo no llenaba el vacío que lo consumía, y una oscuridad creció en él, tan inseparable como una sombra.
Bajo las nieves de Magistic, pueblo de días tranquilos y cielos invernales, Eohedon avanzaba.
Su figura, envuelta en un manto humilde, se deslizaba entre las calles, mientras los aldeanos, con murmullos afilados, tejían cuchillos en el aire:
—¡Obsérvalo! Eohedon, bastardo de un noble, hijo de una desgraciada.
La nieve, pura y blanca como el alabastro, parecía burlarse de su linaje mancillado.
Pero Eohedon no respondía.
Su paso, lento y solemne, era el de quien camina hacia un destino que trasciende lo visible.
Cada crujido de la nieve bajo sus pies resonaba como un eco de su propia existencia, un recordatorio de que, aunque rechazado por los hombres, el mundo lo había reclamado como suyo.
Y así, sin una palabra, sin un gesto de desafío, Eohedon se internaba más y más en su propio silencio, forjando en su alma el acero de un destino que aún no comprendía.