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Chapter 7 - "Un Canto al Alma"

El hombre que busca la verdad debe primero dudar de sí mismo.

Pues aquel que nunca cuestiona sus propias certezas

camina encadenado a su ignorancia, creyéndose libre.

La verdad no es un trono donde sentarse, sino un horizonte inalcanzable,

al que se avanza con cada pregunta. Y, sin embargo,

quien se aferra a una sola respuesta

ha perdido el camino antes de haberlo comenzado.

Ahí yacía Eohedon, despojado de todo cuanto una vez lo hizo grande.

En ese vacío abismal, él era solo; su ser se reducía a la esencia misma de su desesperación.

—Solo cuando aceptes la imperfección, comprenderás el mundo —recordaban en su mente las palabras de Katherine, ya no como una enseñanza, sino como un eco implacable, un veredicto final.

En la inmensidad del vacío, Eohedon sintió el peso aplastante de la soledad.

No como un mero concepto, ni como una frágil metáfora,

sino como una presencia absoluta, ineludible.

No había luz que disipara la penumbra.

No había agua que apagara su sed.

No había hambre, ni tacto, ni deseo, ni voz.

Solo su existencia, arrastrándose, pesando sobre sí misma.

Y en ese silencio infinito, surgió una voz, emergiendo del abismo:

—Aquí yace el primer usurpador.

El sonido no provenía de ningún lugar concreto; a la vez, lo envolvía por completo.

Era una voz sin dueño, una presencia sin rostro, como el susurro de la neblina en el ocaso, portadora de una revelación funesta.

Ante tal manifestación, Eohedon encontró en su propósito el más mínimo consuelo.

—¡Está aquí! Aquel que, por la gracia del mundo, fue favorecido...

y, por la misma gracia, condenado al fracaso.

Eohedon gritó, pero su voz se perdió en el vacío, o quizá jamás fue pronunciada.

El tiempo se diluyó: pasaron años.

Pasaron eones.

O tal vez, solo transcurrieron instantes inefables.

Eohedon simplemente fue.

Desde el final hasta el principio, se dejó consumir por su destino.

Cuando creyó haber hallado una respuesta en lo más profundo de sí mismo, la voz regresó, cortando el silencio con una pregunta que retumbó en su alma:

—¿Quién eres tú, pequeña mente perdida?

Con la mirada alzada hacia la nada, Eohedon replicó, con un tono entre desafío y desesperación:

—¿Quién soy yo? ¿No has oído acaso las gestas inscritas en mi nombre?

¿Las proezas grabadas en la memoria del destino?

Si de verdad deseas saberlo...

entonces fui Alfa y Omega, el principio y el fin.

Un silencio denso se instaló, cargado de una tensión inexplicable.

La voz, inmutable y serena, continuó:

—Tú, pequeña mente, ¿comprendes acaso lo que murmura tu subconsciente?

Alegas ser Alfa y Omega, la respuesta al destino, pero dime...

¿Qué eres, en realidad?

Eohedon vaciló unos instantes antes de responder:

—¿Qué soy? Soy átomos dispersos. Un mundo complejo

y, a la vez, un universo diminuto.

La voz replicó, con una precisión que helaba el alma:

—¿Un universo, dices?

Entonces, ¿por qué no percibo en ti la materia oscura, la danza de las estrellas,

ni siquiera una ley que te arraigue a algo mayor?

—¿No soy acaso un universo? —se atrevió a replicar Eohedon, su voz temblorosa entre la duda y el anhelo.

—Pequeña mente, en ti reside un reflejo... pero ese reflejo se aparta de los principios fundamentales —insistió la voz—.

—¿Un reflejo? Pero soy materia, ¿acaso no compartimos la misma esencia? —preguntó, la desesperación matizada en su tono.

—Fuiste materia, sí, pero ya no te reconoce como suya.

En tu caos intrínseco, has de transformarte en universo.

Dices que eres átomos, y es cierto: los átomos se rigen por leyes.

Sin embargo, en ti no encuentro ninguna ley que te defina.

El silencio cayó de nuevo sobre ellos, pesado y absoluto.

La voz, en un último arranque de solemnidad, pronunció la pregunta final:

—Pero tú, Eohedon... ¿qué eres?

Eohedon bajó la cabeza, y por primera vez, en medio de su tormento, dudó.

—Soy desconcierto...

Entonces, si en mí no hay orden,

si la ley se disuelve,

si la sustancia y el propósito se evaporan...

Su voz se quebró en el abismo:

¿Acaso soy nada?

En respuesta, el eco del vacío replicó, suave y enigmático:

—Todo fuiste, nada serás.

Aquí, donde no existe principio,

todo soy, y en ello has de hallar el final.