-Sin necesidad.
Eohedon pronunció esas palabras con una frialdad que deshacía el aire a su alrededor, como un cristal quebrándose ante una luz cegadora. Los asuntos mundanos le resultaban tan distantes, tan efímeros, en comparación con la vasta indiferencia que se alzaba en su interior: un abismo inquebrantable.
"Oh, Katherine, qué ingenua eres", pensó mientras la observaba, como si la simple visión de su figura le otorgara una sensación de superioridad absoluta. "¿Cómo guiar a quien no puede ver la senda de sus sombras?" Un pensamiento irónico, sin duda. Eohedon, un ser de luz en apariencia, era, en realidad, un titán ciego ante la oscuridad que habitaba en su alma.
Katherine comprendía este juego, como un espejo roto que reflejaba lo que ya no podía ser. Sus principios, vacíos y desmoronados, flotaban como hojas en el viento, susurrados a los dioses. No era arrogancia lo que Eohedon veía en ella, sino algo que se le escapaba: un abismo de ignorancia, cada vez más insondable. En su visión distorsionada, Katherine no era más que una sombra fugaz, incapaz de percibir la realidad trascendental que se desplegaba ante él.
Sin decir palabra, cumplió su propósito y se marchó, dejando tras de sí una presencia que jamás tocó la esencia de los demás. Regresó al frío, a su prisión dorada, disfrazada de refugio. Su alma, tan aislada como el universo mismo, parecía irreparablemente distante.
Desde la puerta, Katherine lo observó marchar: un espectro errante, envuelto en su propia grandeza, como una sombra que no puede encontrar su luz. "No eres ciego por naturaleza; lo eres por elección", pensó con tristeza, consciente de que no podía cambiar el curso de los destinos. Su reflexión, aunque imperfecta, reflejaba la verdad desnuda, despojada de magnificencias.
Eohedon regresó a su morada, despojándose de su pretensión como quien se quita una capa inútil. Los susurros del viento comenzaban a infiltrarse en su mente, desvelando las grietas de su ser. Cada rincón de su existencia estaba impregnado por la frialdad de un vacío existencial que ni su poder ni su grandeza podían llenar.
Y allí estaba ella, Ehdia. La única presencia que, según Eohedon, era la fuente de su miseria. Pero por más que lo intentara, no podía odiarla. Ehdia, tan bella como infame, tan efímera como una estrella fugaz, siempre al borde de desvanecerse antes de que pudiera alcanzarla. Hecha de un material incomprensible, tan compleja como la poesía más sublime que los dioses pudieran inspirar. Aunque nunca mostró afecto, tampoco abandonó las responsabilidades que sus actos la obligaron a asumir.
Ehdia no necesitaba serlo todo, pero en su complejidad era más que cualquier otra figura en el teatro de Eohedon. Siempre que él regresaba, encontraba su mesa dispuesta: un plato humeante de comida, agua caliente lista para su baño, su hogar ordenado en su perfección superficial. Fría, distante, como la muerte misma, pero con una fortaleza inquebrantable. ¿No fue ella quien, en su juventud, encandiló al duque Lonsfriex? ¿No fue su nombre susurrado en los pasillos del excéntrico marqués Ehustick?
Ehdia, maestra del arte de manipular a los demás, había logrado mucho, pero nunca lo suficiente. Su deseo no conocía límites, ni siquiera los de la tierra misma. Mientras Eohedon, en su arrogancia, se creía por encima de todos, Ehdia seguía siendo el enigma: el reflejo de un poder que no necesitaba justificar, pues su mera existencia bastaba como prueba de su dominio.
Aunque Eohedon nunca careció de lo material—ropas lujosas, comida abundante, un hogar vasto y adornado—siempre faltaba algo. La calidez de una caricia, el consuelo de una palabra, el roce de un abrazo genuino. Nada que realmente alimentara su ser. Quizá ya era tarde para eso, tal vez nunca lo tuvo. A pesar de su poder, siempre había algo ausente, algo que se deslizaba entre sus dedos como agua en las grietas de una roca.
Eohedon extendió las manos sobre su mesa de estudio, donde yacían libros abiertos y pergaminos desenrollados. Concentró su poder, como tantas veces había hecho, y una luz dorada brotó de sus palmas. Quería crear algo bello, algo que lo hiciera sentir vivo.
Pero la luz se desvaneció antes de tomar forma. En su lugar, quedó un charco de agua oscura que se filtró entre las páginas de sus libros, corroyendo las palabras que tanto había estudiado.
—¿Qué sentido tiene? —murmuró, mirando sus manos vacías—. Ni siquiera puedo crear algo que dure más que un suspiro.
Desde la puerta, Ehdia lo observaba en silencio. No dijo nada, pero sus ojos, fríos como el mármol, parecían repetir una pregunta que él no quería escuchar: ¿De qué sirve la grandeza si no puedes llenar tu propio vacío?
Eohedon, con su poder inmenso, parecía más pequeño que nunca. Yacía en su estudio, rodeado de libros y magia, pero la humedad comenzaba a empapar las páginas de su última obra. Por un breve instante, creyó que la humedad provenía del aire helado o de la ventana abierta. Pero el cielo, indiferente, se asomaba con la misma frialdad que él profesaba hacia la vida misma. El universo, eterno y vasto, observaba su lucha interna, mientras él se consumía en el abismo de su propio desdén.