**Capítulo 1: El Fin de la Aldea**
El cielo estaba teñido de un rojo oscuro, como si el mismo infierno hubiera descendido sobre la aldea. Las llamas devoraban las casas de madera, chisporroteando y crepitando con un sonido que se mezclaba con los gritos desgarradores de los aldeanos. El aire olía a humo, a sangre y a muerte. Sarani, una niña de apenas doce años, estaba paralizada en medio del caos. Su pequeño cuerpo temblaba, pero sus ojos no derramaban lágrimas. No podía. No después de lo que acababa de presenciar.
Había visto a sus padres, las dos personas que más amaba en el mundo, ser devorados vivos por una de esas criaturas grotescas que habían invadido la aldea. Sus cuerpos habían sido desgarrados con una facilidad espantosa, como si fueran de papel. La criatura, una cosa deforme con tentáculos retorciéndose y una boca llena de dientes afilados, los había engullido mientras Sarani observaba, incapaz de moverse, incapaz de gritar. Su rostro estaba petrificado, sus ojos abiertos de par en par, pero secos. No había lágrimas, solo un vacío que se extendía en su pecho, un vacío que pronto se llenó de algo más: odio.
El monstruo se giró hacia ella, sus ojos brillantes y hambrientos. Sarani sintió cómo sus piernas se negaban a moverse, cómo el miedo la anclaba al suelo. La criatura se acercó, sus tentáculos retorciéndose en el aire, listos para envolverla, para arrastrarla hacia esa boca llena de dientes. Sarani cerró los ojos, preparándose para lo inevitable.
Pero el dolor nunca llegó.
En su lugar, escuchó un sonido cortante, como el de una hoja afilada cortando el aire. Luego, un chillido agudo, seguido de un golpe sordo. Sarani abrió los ojos y vio al monstruo partido en dos, su cuerpo grotesco cayendo al suelo con un sonido húmedo. Detrás de la criatura, un hombre alto, envuelto en una capucha marrón desgastada, sostenía una espada larga y curva. La hoja brillaba con la luz de las llamas, manchada de la sangre negra del monstruo.
El hombre bajó la capucha, revelando un rostro severo, marcado por cicatrices y una barba corta y gris. Sus ojos eran fríos, como si hubieran visto demasiado, como si ya no hubiera nada en el mundo que pudiera sorprenderlo. Miró a Sarani, y ella lo miró de vuelta. Sus ojos se encontraron, y en ese momento, Darius vio algo en la mirada de la niña que lo hizo detenerse. No era miedo, ni tristeza. Era ira. Una ira pura, ardiente, que emanaba de ella como el calor de las llamas que los rodeaban.
—¿Eres un espadachín? —preguntó Sarani, su voz temblorosa pero firme.
Darius asintió con la cabeza, sin apartar la mirada de ella.
Sarani se arrodilló frente a él, sus pequeñas manos temblorosas apoyadas en el suelo sucio. —Por favor —suplicó—, enséñame. Hazme más fuerte.
Darius la miró en silencio por un momento, evaluándola. Luego, habló con una voz grave y llena de advertencias. —Convertirse en espadachín no es un camino fácil. Es un entrenamiento arduo, doloroso, tanto física como mentalmente. Podrías perder la vida.
Sarani no vaciló. Levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos, su mirada fría y endurecida. —No me importa —dijo, su voz cargada de un odio que no pertenecía a una niña de su edad—. Ya perdí mi vida cuando perdí a mi familia.
Darius frunció el ceño, su rostro se volvió aún más severo. Pero Sarani no apartó la mirada. No se echó atrás. Finalmente, Darius suspiró y asintió. —Está bien. Seré tu maestro.
Sarani se inclinó aún más, su frente casi tocando el suelo. —Gracias —dijo, su voz apenas un susurro—. No te defraudaré.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Darius.
—Sarani —respondió ella, levantándose lentamente.
Darius levantó su espada, la hoja brillando bajo la luz de las llamas. Con un movimiento rápido pero controlado, la apuntó hacia el pecho de Sarani, haciendo un pequeño corte justo sobre su corazón. Sarani hizo una mueca de dolor, pero no gritó. No lloró. Solo apretó los dientes y aguantó.
—Yo, Darius, seré tu maestro —dijo él, su voz resonando en el aire cargado de humo.
El corte en el pecho de Sarani comenzó a brillar con un ligero resplandor, y luego se transformó en un símbolo: una espada cruzada con una serpiente enroscada alrededor, el símbolo de Darius. Desde ese momento, Sarani ya no era solo una niña. Era una aprendiz de espadachín, y su maestro era lo único que le quedaba en el mundo. Él era su salvador, su razón de vivir.
Las llamas continuaban devorando la aldea, los gritos de los aldeanos se extinguían uno por uno. Pero Sarani ya no los escuchaba. Solo tenía ojos para Darius, y El camino que había elegido sería duro, lo sabía. Pero no le importaba. Porque en su corazón, solo había una cosa: venganza.
Y estaba dispuesta a pagar cualquier precio para conseguirla.