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Gran Filosfo Artista Marcial

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Synopsis

Chapter 1 - Capítulo 1: Un Llanto que Agita la Quietud

La noche se cernía sobre Baishu con un frío que calaba hasta los huesos. El viento helado cortaba las callejuelas y hacía crujir las farolas de papel, que danzaban como espectros anaranjados sobre las puertas. El aire parecía saturado de presagios, tan pesado que casi se podía sentir en la piel.

En una habitación modesta, iluminada por la escasa luz de un candil, Yunqing yacía agotada tras un parto extenuante. Sostenía a su recién nacido, cuyo llanto resonaba con inusual fuerza, llenando el reducido espacio de un eco inquietante. A su lado, He Rulong, un comerciante de manos ásperas y mirada calculadora, observaba al niño con una mezcla de alivio y ambición. Aquella debería ser una escena de dicha absoluta, pero un silencio solemne se cernía entre los tres.

Yunqing, con el rostro perlado de sudor, apretó la sábana con dedos temblorosos, incapaz de apartar la vista de su hijo.

—Está tan callado de repente… —murmuró.

En el instante en que el bebé guardó silencio, sus ojos, dos pozos oscuros que no parecían propios de un recién nacido, se posaron en He Rulong. Fue una mirada breve pero penetrante, como la de un estratega evaluando un campo de batalla desconocido.

El padre sintió un escalofrío en la nuca. ¿Qué extraño poder podía esconderse tras esa mirada? Aun así, tragó saliva y frunció el ceño para disimular su inquietud. En su mente ya asomaba la idea de que un hijo dotado podría elevar el prestigio de la familia: un futuro discípulo de alguna secta, un esgrimista notable, quizás hasta un cultivador reconocido. Su vida como comerciante le había enseñado que cada talento —y cada oportunidad— se convertía en ganancias.

La anciana partera, que recogía sus bártulos tras una larga noche, interrumpió el tenso silencio:

Es un varón sano, señora Yunqing. Pero… —pasó la mirada del bebé a la madre—. Cuídenlo bien. Los que nacen en noches de luna menguante suelen llevar el Qi revuelto. Y a veces… —bajó la voz— atraen miradas indeseadas.

Yunqing, sobresaltada, asintió en silencio. Sintió que el temblor de su mano aumentaba al recordar ciertas leyendas que circulaban en Baishu sobre niños con talentos inusuales. ¿Sería su hijo uno de ellos?

El bebé, en apariencia, no se enteraba de la inquietud que flotaba en la habitación. Sin embargo, en su mente infantil, algo bullía: destellos de recuerdos ajenos a ese lugar. Instantes fugaces de un mundo distinto: fábricas envueltas en humo, obreros alzando el puño, librerías repletas de libros subversivos… Todo colisionaba como fragmentos de un espejo roto. Entre esas visiones, un nombre resonaba en lo más hondo de su conciencia: Friedrich Engels.

La partera se acercó con cautela.

—¿Ya han decidido un nombre?

Yunqing vaciló. Una voz lejana, casi un susurro en su mente, le repetía "Friedrich". Pero aquello sonaba tan extraño en Baishu que se mordió los labios.

—No… todavía no —musitó, mirando al bebé con aprehensión. Guardó el secreto en su pecho, incapaz de articular una palabra que ninguna lengua de la región podría pronunciar con fluidez.

He Rulong tomó al niño con delicadeza, pero sus movimientos delataban un cuidado más orientado a evaluar que a acariciar. Lo sostuvo a la altura de su rostro, como si midiera su peso en monedas de plata o en títulos honoríficos. La leve sonrisa que se dibujó en sus labios no escapó a la mirada perspicaz de Yunqing.

—Descansa, esposa —dijo con tono casi ceremonioso—. Pronto tendremos visitas. Hay rumores de que la Secta Loto Carmesí podría reclutar talentos en la ciudad, y no debemos desperdiciar la ocasión.

Yunqing, agotada, solo pudo asentir. El nuevo silencio que siguió le resultó más opresivo que el del momento del parto.

A la mañana siguiente, un sol pálido iluminó los tejados de Baishu, apartando apenas un poco las sombras que cubrían los adoquines. En el patio de la casa, He Rulong se afanaba en revisar mentalmente sus cuentas: tenía varias carpinterías repartidas por la ciudad y un taller textil junto al río. Todo podría ser del niño algún día. O, si la fortuna se mostraba generosa, podría acabar en manos de un futuro espadachín consagrado.

Yunqing, apoyada en el quicio de la puerta, mecía al bebé para que se durmiera. El pequeño parecía indiferente a los cambios de luz y al ruido de los vendedores ambulantes que se acercaban a la casa para felicitar —y, de paso, ofrecer sus mercancías—. De vez en cuando, un quejido suave escapaba de sus labios, como un latido de su pasado. Como si una voz interior le recordara que ese mundo no era el suyo.

De pronto, un hombre de andar firme y porte marcial cruzó el umbral. Vestía un sencillo ropaje gris y llevaba al cinto una espada sin apenas adornos. El maestro Lin, conocido en la región por instruir a jóvenes con una base sólida en artes marciales. Acompañado de un discípulo callado, el anciano inclinó la cabeza al ver a He Rulong.

—Escuché que buscabas un artesano de calidad para forjar cuchillas. Dicen que tu taller es cada vez más solvente.

He Rulong forzó una sonrisa cordial. —Así es, maestro Lin. Podemos surtirte de buenas armas a cambio de un precio justo. Además… hemos tenido un hijo hace poco.

El maestro Lin asintió con una reverencia, pero en cuanto se fijó en el bebé, sus ojos se agudizaron. Casi por instinto, dibujó un breve símbolo en el aire con dos dedos, un gesto ritual que Yunqing no alcanzó a comprender.

—Vaya, vaya… —murmuró con un tono indescifrable—. ¿Cómo se llama?

—Aún no hemos… —contestó He Rulong, algo incómodo.

—Entiendo —susurró el anciano con una leve sonrisa—. A veces, el nombre elige a la persona, no al revés.

La mujer sintió un leve nudo en el estómago. ¿Habría notado el maestro Lin algo fuera de lo normal en el niño? El anciano no agregó nada más. Tras una cortés despedida, salió de la casa junto a su aprendiz, dejando tras de sí una atmósfera cargada de misterio. Cuando se marcharon, He Rulong apretó los dientes con impaciencia.

—Si ese hombre se ha fijado en nuestro hijo, es posible que las puertas de alguna secta se abran más adelante. Podría ascender a un nivel de cultivación destacado… o, al menos, volverse un guerrero temible. —La codicia se asomó en sus ojos por un segundo—. Yunqing, imagina lo que eso significaría para nosotros.

Ella guardó silencio. Tenía la mente aturdida con preguntas sin respuesta: ¿Qué clase de hijo estaba criando? ¿Un posible héroe marcial o un extraño que ni siquiera parecía pertenecer a ese lugar?

Aquella noche, el bebé durmió con suma agitación. En su sueño, retazos de otra vida danzaban ante él como escenas inconexas: un martillo y una espada chocando sobre un yunque encendido; libros polvorientos cubiertos de hollín; manos alzadas en protesta… Y una palabra que emergía con fuerza: ¡Rebelión!

Despertó con un llanto agudo que atravesó los muros de la casa. Yunqing acudió de inmediato, envolviéndolo en una manta gruesa para protegerlo del aire helado que se colaba por las rendijas de las ventanas. Al sentir el calor maternal, el pequeño calmó su llanto. Abrió los ojos con lentitud, y en la penumbra se vislumbró un brillo de determinación impropio de un recién nacido.

Pensó —o creyó pensar— en la explotación, en la opresión que había combatido en otro tiempo y lugar. Cadenas de esclavitud y talleres explotadores se superponían con maestros de sectas y nobles insensibles. El rostro de la injusticia era el mismo, aunque se disfrazara de distintas formas.

—Tranquilo, hijo… —murmuró Yunqing, acunándolo.

El bebé guardó silencio, pero su respiración rápida denotaba una extraña consciencia, como si la semilla de algo grande germinara en su interior.

Al alba, los primeros rayos de sol doraron los tejados de Baishu y las farolas de papel se balancearon con un susurro final antes de apagarse. Entre esas calles, la vida continuaría como siempre: caravanas llegando, gremios discutiendo precios, sectas reclutando discípulos… Nadie sospechaba que, en aquella casa humilde, un niño con una voluntad milenaria acababa de nacer.

Y sin saberlo, en su recién estrenada existencia, ya llevaba la semilla de una tempestad.