16:00 hs
—Mateo, tenés un pedido, Avenida Martín Fierro, C.103. Tres pizzas de doble queso, saliendo.
—Ok, ya salgo.
—¿Tenés agua? —dijo una joven mujer de 25 años.
—Sí, todavía tengo algo de agua.
—Si querés, podés cargar un poco, preparé agua con limón.
—No hace falta, pero muchas gracias, Maricel.
—Bueno, salí ya, que no vas a tener propina si llegás tarde.
—Sí, ya me voy.
Guardó las cajas de pizza y subió a la moto. El camino estaba algo ajetreado, un día más de trabajo, otro día en el infierno. El calor era insoportable. 40° toda la semana, es bastante agotador. Y como no, una protesta obstaculizaba el tráfico nuevamente. Por suerte, conocía estas calles.
Decidió tomar el callejón a la derecha, pensando que sería un atajo rápido para evitar el tráfico. Pero apenas entró, una sombra emergió de entre los escombros. El hombre se levantó de golpe y le agarró del brazo.
—Che, ameo, ¿tenés algunas moneditas?
El desagradable hedor de su aliento le llegó a la nariz, alejándolo de inmediato.
—No, no tengo monedas.
—¿Cómo que no? Seguro tenés 1000 pesos ahí.
Mateo sintió el estómago apretado. Intentó pensar, pero algo en el aire le decía que no debía resistirse. Cuando pensaba que podría negociar, el vagabundo, sin decir una palabra, metió la mano en su otro bolsillo. Algo frío y metálico brilló en la penumbra: un cuchillo.
—Bájate de la moto —ordenó el hombre con voz rasposa, mientras apuntaba la hoja a la garganta de Mateo y metía la mano en su bolsillo—.
—¡Huu, ameo, mirá qué tenemos acá, re cheto tu celular!
—No, por favor, lo compré la semana pasada.
—¡Uhh, está nuevito entonces!
—Por favor, por lo menos dame el chip.
—¿Qué flasheas, ameo? ¡¡Bajate de la moto, dale!!
—¡Tranquilo! No voy a hacer nada.
Un nudo se formó en su garganta. ¿Qué hacer? ¿Pelear o ceder? No había tiempo para decidir. El miedo lo paralizó por un momento, pero entonces escuchó un ruido detrás de él. Un cuerpo se lanzó sobre el vagabundo, arrastrándolo al suelo con fuerza. La moto de Mateo balanceó peligrosamente, pero logró mantener el control.
Antes de que pudiera entender lo que pasaba, la figura se levantó rápidamente, el vagabundo aún luchando por liberarse. Mateo miró y vio a otro hombre, alto y corpulento, que ahora estaba entre él y el ladrón.
El vagabundo lanzó un grito gutural, levantándose de un salto. Pero no le dio tiempo. El misterioso hombre lo empujó con furia, y en ese momento, Mateo no dudó. Giró el acelerador con fuerza, el rugir del motor llenando el callejón. La rueda trasera patinó sobre el asfalto mientras la moto se disparaba hacia adelante.
Un vistazo rápido hacia atrás le reveló la figura del vagabundo, aún tirado en el suelo, maldiciendo mientras se retorcía. El celular ya no estaba en su mano, y la última imagen que Mateo vio fue el destello de la pantalla de su teléfono tirado al suelo.
No se detuvo. No podía. La calle vacía lo esperaba, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que su destino se estaba alejando demasiado rápido.
Mateo aceleró, girando el manillar para evitar a la persona que se le interpuso repentinamente en el camino. Lo hizo con éxito, pero no sin escuchar el grito furioso del hombre que estuvo a punto de ser atropellado.
—¡Hijo de puta, ¿qué mierda te pasa?! —el sujeto maldijo mientras se apartaba del camino, y Mateo sintió cómo su vida pasó ante sus ojos por segunda vez ese día.
—Disculpa —musitó, y volvió a girar el acelerador con fuerza, esquivando autos hasta finalmente llegar a su destino. Bajó rápidamente de la moto y tocó el timbre del apartamento.
Esperó unos segundos hasta que una voz se escuchó del intercomunicador.
—Hola, ¿quién es?
—Hola, su pizza ya está acá.
—Aaah, ok, ya bajo.
Mientras esperaba en la vereda, notó que el ambiente había cambiado. El bullicio del día parecía haberse calmado un poco. El cliente no tardó mucho en bajar.
—Hola, ¿medio tarde no? —dijo el joven hombre.
—Sí, disculpa, me robaron el celular en el camino, casi te quedas sin cenar.
—¡Uy, qué mal! ¿Estás bien?
—Sí, tranquilo, me robaron el celular nada más.
—¡We, qué mal!
—Sí, y eso que me lo compré la semana pasada.
—¡Uy, qué mal! Bueno, espero que esto te ayude.
El cliente le entregó una generosa propina.
—¡Uuh, muchas gracias!
—No, no te preocupes, nos vemos.
—Buenas noches.
Ya en el camino al restaurante, se le terminó el agua.
—Mierda, hoy es mi día de mala suerte.
En el camino, volvió a encontrar un pequeño embotellamiento. Mateo miró nuevamente a un callejón, con rostro de duda.
—¡Nooo! Ya me robaron el celular, mejor no.
Comenzó a pasar entre los autos, hasta que finalmente vio la causa del tráfico detenido: un accidente. Un Golf rojo había impactado contra un poste de luz. Mientras pasaba, la curiosidad lo invadió. El vehículo había sufrido una fuerte colisión; la parte frontal estaba hecha un desastre, sería raro que alguien hubiera sobrevivido, pensó. La policía estaba controlando el tráfico y el auto aún tenía las luces traseras encendidas.
Mateo notó una ambulancia que encendió las sirenas y salió con gran velocidad.
—Supongo que hay un sobreviviente, espero que esté bien.
Continuó su camino hasta el restaurante, dejó la moto, se sacó el casco y entró al local.
—Ya volví.
—¿Mateo, pasó algo? Te estuve llamando y no contestabas.
—Ah, sí, disculpa, me robaron el celular.
—¿Qué, cómo?
—Entré en un callejón, y un vagabundo me asaltó.
—¿Estás bien? ¿No te hizo nada?
—No, me robó el celular, casi me roba la moto también, pero se peleó con otro vagabundo y eso me salvó.
—Dios mío, bueno, es un alivio que estés bien, ¿podés irte a casa ya si querés?
—Sí, voy a hacer eso, casi choco a alguien también, hoy no es mi día de suerte.
—Sí, eso es mejor, antes de que te vayas pasa por la oficina del gerente, me pidió que te avise.
—¡Ohh, bueno!
—Parece que te va a pagar tu salario, pagate unas cervezas.
—Jajaja, no creo, pero bueno, si me paga, voy a necesitar un nuevo celular.
—Bueno, nos vemos mañana.
—Bueno, buenas noches, Carlos.
—Maricel dijo que le llames.
—Ah, bueno, gracias por avisar.
—Tené cuidado con la hija del gerente.
—Jaja, no es eso, solo es una compañera de trabajo.
—Sí, y yo soy astronauta.
—...Bueno, ya me voy.
—Dale, cuidate.
Llegando a la oficina del gerente, tocó la puerta, esperó unos segundos, y una voz firme sonó del otro lado.
—Pasa.
Mateo entró a la oficina. Ahí estaba el gerente, un hombre de mediana edad, con una panza cervecera que parecía que estaba por tener un bebé.
—¿Todo bien?
—Sí, todo tranquilo.
El gerente asintió con la cabeza y le tendió un sobre blanco.
—Acá tengo tu sueldo, toma.
—¡Ohhh, gracias!
—No hay de qué… Mañana no hace falta que vengas.
—¿Qué, por qué? —preguntó Mateo, asustado de ser despedido.
—Bueno, con todo este tema de la pandemia, el gobernador pidió hacer cuarentena.
—¿Otra vez?
—Sí, ese virus de porquería ya llegó hasta acá, parece.
—¿Entonces va a cerrar el restaurante?
—Sí, por ahora el dueño va a cerrar el restaurante, dijo que es solo hasta que podamos sacarnos permisos para circular.
—Mierda, otra pandemia de porquería.
—Sí, espero que no sea tan larga como la anterior.
—Ojalá que no.
—Dios te oiga. Bueno, por lo que me contó el jefe, esta vez sí es peligroso, dijo que guardara comida y que me quede en casa. Vos tenés que hacer lo mismo.
—Sí, eso voy a hacer, muchas gracias, gerente.
—No pasa nada, ya podés irte.
—Ok, gracias.
Mateo salió de la oficina con un mal sabor de boca. No sabía por qué, le habían pagado, debería estar feliz, pero entre el asalto, la pérdida de su celular, y la noticia de una nueva cuarentena, el hecho de que le hayan pagado estaba opacado por todo eso.