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Chapter 2 - Ecos de un Mundo Roto

El calor del día comenzaba a disiparse mientras Mateo caminaba por la ruta. Los últimos reflejos del sol teñían los edificios con un tono anaranjado que se extendía como una despedida silenciosa del día. A pesar de la calma del atardecer, algo dentro de él no se sentía bien.

El bullicio habitual de las calles había desaparecido, reemplazado por un inquietante vacío. Solo de vez en cuando, alguna figura solitaria se cruzaba en su camino. Con cada paso que daba, la sensación de peligro se hacía más intensa, como si algo invisible lo acechara.

Al llegar finalmente a la estación de autobuses, la presencia de más personas le trajo un alivio pasajero. Los murmullos y el sonido de las conversaciones normales empezaron a llenar el aire, disipando aquella extraña opresión que lo había acompañado.

—¿Viste las noticias? —preguntó un hombre de mediana edad a su acompañante, que estaba sentado junto a él.

—¿Lo del virus este decís? —respondió la otra persona mientras ajustaba su mochila.

—Sí, eso mismo. Parece que van a mandarnos a hacer cuarentena de nuevo.

Mateo, sin quererlo, sintió la necesidad de intervenir.

—A mí mi jefe me dijo hoy que no tenía que ir a trabajar mañana —dijo, acercándose a los dos hombres.

El primero lo miró con curiosidad. —Ah, mirá, a mí me dijeron lo mismo. ¿En dónde trabajás?

—En un supermercado, cerca de acá —respondió Mateo, con una sonrisa leve.

El otro hombre asintió, comprensivo. —Tiene sentido, creo que los supermercados estarán abiertos, pero igual les deben reducir el personal.

El tema del virus era la principal conversación entre quienes estaban allí, y aunque no todos parecían preocupados, el ambiente estaba impregnado de incertidumbre. Un altavoz anunció la llegada del siguiente autobús, pero antes de que Mateo pudiera avanzar, una mujer mayor lo detuvo.

—Disculpame, joven, ¿sabés si los autobuses estarán funcionando mañana? Dicen tantas cosas que no sé qué creer.

—No sabría decirle, señora, pero por lo que escuché, mañana todavía circulan —respondió Mateo amablemente.

—Gracias, hijo. Hay que rezar para que esto no sea tan grave —dijo la mujer, alejándose hacia otra parte de la estación.

Mateo vio cómo la gente subía a los autobuses, algunos con prisa, otros con caras de preocupación. Se preguntó si realmente todo volvería a ser como antes. La pandemia pasada ya había dejado cicatrices en muchos, y esta nueva amenaza parecía revivir temores que la gente apenas había logrado enterrar.

Cuando llegó su turno, subió al autobús y se acomodó junto a la ventana. Observó cómo las luces de la ciudad se encendían, una a una, mientras el vehículo avanzaba lentamente por las calles desiertas. El cielo ahora se tornaba de un color violeta oscuro, y la ciudad parecía más solitaria que nunca. Una vez más, aquella sensación de peligro regresó, esta vez más fuerte.

Mirando por la ventana, Mateo notó un callejón que le recordó el incidente de esa tarde. Recordó al hombre que lo había salvado: un tipo corpulento, con barba larga. Por la emoción del momento no había podido ver nada más, pero sí recordaba al otro sujeto y cómo gritaba mientras Mateo aceleraba la moto para escapar. Sacudió la cabeza, tratando de no pensar en eso.

Al mirar alrededor, notó que el autobús estaba más vacío de lo habitual. —Qué raro —pensó, mientras su mirada se detenía en un hombre sentado al otro lado del pasillo. Estaba aparentemente dormido, con ropas desgastadas y lo que parecía ser sangre seca en su pecho. Un hedor rancio emanaba de él, haciendo que Mateo frunciera el ceño y girara la cabeza con disgusto. —Por Dios...

Antes de que pudiera pensar más, notó que el autobús había llegado a su parada. Se levantó con rapidez, presionó el botón y esperó a que las puertas se abrieran. Bajó aliviado de no tener que soportar el hedor, levantó la mirada y vio el edificio frente a él. Cruzó la calle y abrió la puerta del edificio. En la entrada se encontró con el conserje, un hombre de mediana edad.

—Hola, David.

—¡Oooh! Buenas noches, Mateo, ¿cómo andás?

—Bien.

—¡Qué bueno! ¿Viste las noticias?

—Sí, leí algo en X.

—Aaah, bueno, me dijo el dueño que les avise que habrá nuevas reglas en el edificio por el tema del virus.

—¡Ah, ya veo! Le voy a avisar a mi familia.

—Dale, eso nomás era. Anda tranquilo.

—Gracias, vos también.

Subiendo las escaleras, Mateo notó que estas se sentían más largas de lo habitual. Al llegar al tercer piso, pensó: —Por fin en casa—, justo antes de tropezar en el último escalón.

—¡Mierda! —exclamó, maldiciendo al escalón de porquería. Abrió la puerta e ingresó a su casa, donde el olor a comida recién hecha le abrió el apetito. Caminó hacia la cocina.

—Bienvenido, hijito —dijo su madre con una sonrisa apacible.

—Te llamé y no contestaste.

—Aaah, sí, disculpá, es que perdí mi teléfono.

—¿Qué? ¿Cómo?

—No sé, tal vez se me cayó de la moto.

—¡Ay, ay, ay! Tch, tenés que tener más cuidado con tus cosas. Apenas el mes pasado te compraste el celular.

—Sí, tengo que tener más cuidado.

—Bueno, andá a cambiarte. Tu papá ya se bañó.

—Está bien.

Mateo caminó por el pasillo. Al pasar por la sala, vio a su padre mirando el celular. Pensó: —De seguro está en Facebook.

—Hola, pa, ya volvi.

El padre levantó la mirada.

—Hola, ¿te robaron? Escuché que le dijiste a tu mamá que perdiste tu celular.

—Sí.

—¿Estás bien?

—Sí, por suerte solo fue el celular.

—Ok. Después te compramos un celular nuevo, no te preocupes.

Mateo cerró la puerta de su habitación con un suave empujón, todavía procesando lo que había sucedido en el colectivo. Sus pensamientos eran confusos, como un rompecabezas con piezas que no encajaban del todo. El agua caliente de la ducha le ofreció un breve respiro, relajando sus músculos tensos, pero no podía apagar esa sensación de inquietud que lo seguía desde la mañana. La imagen del hombre desplomado en el asiento volvía una y otra vez a su mente.

"Parecía muerto... ahora que lo pienso", murmuró en voz baja, dejando que el agua cayera sobre su rostro.

El sonido de tres golpes secos lo sacó de sus pensamientos.

Toc, toc, toc.—¿Quién está en el baño? —preguntó una voz femenina al otro lado de la puerta.

—Yo, Mateo —respondió, todavía algo aturdido.

—¿Mateo? —repitió la voz, ahora con un tono más impaciente.

—Sí, soy yo.

—¡Quiero entrar! Apúrate, llevas media hora ahí.

Mateo suspiró y cerró la llave de la ducha. No tenía ganas de discutir con su hermana, especialmente con Sofía, quien siempre parecía encontrar el momento perfecto para recordarle lo "inconsciente" que podía ser. Salió de la ducha, se secó rápidamente y se vistió. Apenas abrió la puerta, Sofía, de 25 años, lo empujó para entrar apresuradamente al baño, cerrando la puerta con fuerza detrás de ella.

—Siempre con prisa —pensó Mateo mientras bajaba las escaleras.

En la cocina, el olor a comida casera lo recibió, acompañado del murmullo de conversaciones familiares. Su padre, Tomás, ya estaba sentado en la mesa, sirviéndose un poco de guiso. Su madre, Clara, caminaba de un lado a otro, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Gabi, su hermana mayor de 26 años, salió de la sala detrás de Mateo, empujándolo suavemente hacia un lado.

—Muévete, Mateo —dijo en tono cortante, pero sin verdadera malicia.

Cuando todos se sentaron, Clara se dio cuenta de que faltaba alguien.

—¿Y Sofía?

—En el baño, seguro ya viene —respondió Mateo mientras jugaba con el tenedor entre sus dedos.

Gabi lo miró con los ojos entrecerrados, como si estuviera a punto de acusarlo de algo.

—¿Perdiste tu celular otra vez? —preguntó con una mezcla de burla y desaprobación.

—Sí, creo que se me cayó mientras trabajaba.

—Dios, Mateo, tienes que cuidar más tus cosas.

En ese momento, Sofía entró al comedor, secándose las manos en los pantalones.

—¿Otra vez perdiste el celular? —dijo con incredulidad mientras tomaba asiento.

—Sí, ya lo dije.

—"Ay, ay, ay, qué descuidado eres", como siempre —murmuró Gabi imitando un tono de regaño.

—Bueno, basta con eso. Solo es un celular. Vamos a comer —intervino Clara, poniendo fin a la conversación.

—Sí, y recuerden: la mesa es sagrada. Nada de celulares sobre ella —añadió Tomás con autoridad.

Un momento de calma llenó el comedor mientras todos empezaban a comer, pero Gabi, siempre curiosa, rompió el silencio.

—¿Vieron lo del virus? —preguntó, levantando la mirada de su plato.

Mateo sintió un pequeño escalofrío al escuchar esa palabra.

—Sí, estuve leyendo en X. Dicen que es otro virus de China.

—¿Y qué comieron esta vez? —bromeó Tomás, tratando de aligerar el ambiente.

Pero la atmósfera ya estaba cargada.

—Me dijeron que no vaya a trabajar mañana —dijo Mateo de repente.

—¿Te despidieron? —preguntó Clara con preocupación.

—No creo. Solo dijeron que no fuera... por el virus.

—A mí me dijeron lo mismo —añadió Sofía, su tono de voz más bajo de lo habitual.

—Por suerte, ya terminé mis pasantías —comentó Gabi, tratando de sonar tranquila—. Aunque el hospital seguro va a estar saturado.

Tomás dejó su cuchara en el plato con un sonido seco.

—Cancelaron las citas de cirugía que tenía para este mes. Parece que no quieren riesgos innecesarios.

Clara suspiró, mirando a cada uno de sus hijos con una mezcla de preocupación y resignación.

—Esperemos que no sea nada grave.

Después de la comida, todos llevaron sus platos al fregadero. Gabi fue la primera en proponer algo.

—¿Vemos una peli?

—Creo que papá y mamá están viendo algo. Vamos a la sala —sugirió Mateo.

Caminando hacia la sala, Mateo notó la postura rígida de sus padres. Ambos estaban de pie, mirando la televisión con rostros graves. En la pantalla, las noticias mostraban imágenes confusas, pero el texto en la parte inferior era claro:

"ÚLTIMA HORA: UN ATAQUE TERRORISTA DESTRUYE EL BANCO CENTRAL"

El locutor continuaba hablando:

—El gas utilizado en el ataque contiene propiedades alucinógenas. Los infectados muestran comportamientos violentos. Hasta el momento, se reportan cinco víctimas mortales...

—¿Qué pasó? —preguntó Sofía, acercándose a la pantalla.

—Un ataque terrorista. Algo explotó en el Banco Central... Parece que liberaron un gas —respondió Clara, su voz temblando un poco.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Gabi, sus ojos llenos de preocupación.

—Va a haber una guerra... —murmuró Tomás, mirando a Mateo con una expresión que nunca antes había visto en su padre: miedo.

Mateo sintió que un nudo se formaba en su estómago. Algo estaba muy mal, pero no sabía cuánto peor podría ponerse.

CONTINUARA...