El aire helado llenaba la sala principal del castillo del Ducado del Norte, el corazón del invierno perpetuo. Una estancia imponente, con columnas de mármol blanco y ventanales cubiertos de escarcha que dejaban entrar la fría luz del día. En el centro de la sala, sobre una alfombra de tonos grisáceos, el Duque del Norte permanecía de pie, con una postura rígida y severa.
Frente a él, su hijo, Adrik, esperaba en silencio, aunque no con resignación. Su mirada, afilada como una cuchilla, estaba fija en su padre. Los ojos hazel de Adrik, una mezcla de verde y dorado, brillaban con una intensidad que muchos encontraban perturbadora.
—Ya está decidido —dijo el Duque con un tono que no admitía réplica—. Irás a la Real Academia en Caldoria.
El joven cruzó los brazos, dejando que el peso de su fría mirada recayera sobre su padre. A pesar de que solo tenía 14 años, Adrik se erguía con una confianza que muchos hombres adultos no podrían replicar.
Su cabello, una mezcla natural de castaño y rubio, caía desordenado sobre su frente, pero él nunca hacía el esfuerzo de corregirlo. Parecía tener algo más importante en lo que concentrarse: su propio orgullo.
—¿Por qué debería rodearme de mediocridad? —preguntó finalmente, su tono bajo pero cortante—. ¿De qué me sirve convivir con quienes no tienen ni la fuerza ni la mente para aspirar a algo más?
El Duque lo observó durante un largo momento, con una mirada que parecía contener el hielo mismo de sus tierras.
—Porque incluso la mediocridad tiene su lugar, Adrik. Si deseas gobernar algún día, necesitarás entender al mundo que está más allá de nuestras fronteras.
La respuesta cayó como un martillo, pero Adrik no mostró reacción. En su interior, la idea seguía siendo inaceptable, pero sabía que no tenía opción.
—Como desees. —Su voz era fría, pero no carente de un leve matiz de desafío.
El Duque no respondió, solo asintió antes de girarse hacia las grandes puertas de la sala, dándole la espalda a su hijo. Pero antes de irse, dejó escapar una última advertencia.
—Recuerda, Adrik, tu talento no significa nada si no lo utilizas sabiamente.
Adrik lo observó marcharse. "Mi talento significa todo", pensó, pero guardó sus palabras. Había mucho en juego, y lo sabía.
Adrik se dirigió a los establos, donde esperaba el carruaje que lo llevaría al sur. A su lado, como había anunciado su padre. Su prima, Elina Vhalen de 16 años, se uniría a él, junto con su séquito de seis damas. Si Adrik era un símbolo de la fría fuerza del norte, Elina era su belleza. Conocida en el ducado como la "Flor de la Familia".
Al verla, Adrik entendía el por qué. Su cabello plateado brillaba como si estuviera hecho de hilos de luz, y sus ojos azul hielo tenían una calma que desarmaba a cualquiera que la mirara por mucho tiempo.
Su presencia era elegante, y su sonrisa suave parecía hecha para los retratos. Sin embargo, Adrik sabía bien que bajo esa apariencia delicada había una mente afilada y una habilidad impresionante: el control de la Ley Principal del Hielo.
—Veo que no estás emocionado por el viaje —comentó ella mientras ajustaba su capa de lana blanca.
—¿Emocionado por abandonar la perfección del norte para sumergirme en la incompetencia del sur? Difícilmente. —Su tono tenía una mezcla de burla y honestidad que provocó una leve risa en su prima.
Elina subió al carruaje primero, seguida por su séquito: seis jóvenes que la servían fielmente. Cada una de ellas portaba una Ley Secundaria relacionada con el hielo, como la escarcha, los carámbanos, y hasta un dominio menor del agua helada.
Sin embargo, lo que más destacaba de ellas no era su poder, sino su belleza, cuidadosamente seleccionada para estar a la altura de la perfección que exigía la familia Vhalen.
Adrik observó a las mujeres con una mezcla de indiferencia y análisis. Aunque eran competentes, ninguna alcanzaba su estándar de lo verdaderamente excepcional.
—Espero que no sean una carga —murmuró mientras tomaba asiento en el carruaje.
Elina, acostumbrada a su arrogancia, simplemente sonrió.
Aunque respetaba a su primo, Elina encontraba divertida su actitud. A veces se preguntaba si Adrik era realmente tan frío como aparentaba o si simplemente había perfeccionado el arte de construir muros alrededor de sí mismo.
El viaje hacia Caldoria los llevó fuera de los territorios del norte, a regiones más cálidas y caóticas. A medida que el paisaje cambiaba de montañas cubiertas de nieve a colinas verdes y caminos de tierra, Adrik comenzó a notar las diferencias.
El mundo fuera del norte era un contraste que irritaba a Adrik a cada paso. Los caminos eran irregulares, los pueblos parecían caerse a pedazos, y la gente... Ah, la gente. Rango medio bajo y bajo por todas partes, vidas insignificantes para un Soberano Celestial como él.
—Este lugar apesta a caos. —Elina apenas murmuró la queja cuando pasaron por un pequeño condado fuera de la jurisdicción del norte. Las casas estaban desordenadas, las calles eran estrechas y llenas de barro, y la población local los miraba con una mezcla de curiosidad y temor.
Adrik no respondió, pero compartía la opinión de su prima. El norte, con su perfección y orden, era un contraste absoluto con este rincón miserable del reino.
Fue en este lugar donde la calma del viaje se rompió.
—¡Emboscada! —gritó uno de los guardias desde el exterior del carruaje.
El caos estalló en segundos. Un grupo de bandidos, mal armados pero numerosos, rodeó el convoy. Adrik apenas pudo contener su desdén al verlos: la mayoría eran rango bajo, y los pocos rango medio bajos no representaban una amenaza real. Sin embargo, su número era considerable, y el ataque estaba mejor coordinado de lo que esperaba.
—Elina, encárgate de los flancos. Tú —se giró hacia la mano derecha de su prima—, lidera al resto para proteger la retaguardia.
Adrik salió del carruaje con una calma casi inquietante. Los bandidos lo miraron, algunos con arrogancia, otros con duda. No les tomó mucho tiempo darse cuenta de que se habían metido con las personas equivocadas.
—¿Quieren algo de mí? —preguntó, su voz fría y clara como el hielo.
Sin esperar respuesta, levantó una mano. En un instante, el aire a su alrededor se volvió gélido, y el suelo bajo los pies de los bandidos se cubrió de escarcha. Un segundo después, lanzas de hielo brotaron del suelo, atravesando sus filas.
La batalla estaba lejos de terminar, pero Adrik ya había dado el primer golpe.
El suelo bajo los pies de los bandidos se agrietó con un crujido helado, extendiéndose como si el mismísimo invierno estuviera devorando la tierra. Adrik, inmóvil en el centro de la escena, observaba con una mezcla de desdén y calma mientras sus lanzas de hielo atravesaban las filas enemigas, dejando un rastro de sangre congelada y gritos de agonía.
—¿Es todo lo que tienen? —preguntó en voz baja, apenas audible, pero lo suficiente como para que los bandidos más cercanos sintieran un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío.
A su alrededor, la escena era un caos controlado. Los hombres que quedaban intentaban reorganizarse, pero Adrik no planeaba darles esa oportunidad. Elevó su mano nuevamente, y esta vez el viento comenzó a girar a su alrededor, creando una tormenta helada que desgarraba el aire. La Ley Principal del Viento respondía a su llamado con precisión mortal, levantando una nube de nieve que cegaba y confundía a sus enemigos.
Sin embargo, no estaba solo en esta batalla.
Elina, elegante incluso en el fragor de la pelea, avanzó con una serenidad que contrastaba con el caos a su alrededor. Su cabello plateado brillaba bajo la luz del sol, y sus ojos azul hielo destellaban con determinación.
Extendió una mano y, de inmediato, enormes columnas de hielo emergieron del suelo, aplastando a los bandidos que intentaban rodearla. La temperatura a su alrededor cayó en picada, y su Ley del Hielo transformó el terreno en un campo de estalactitas y muros cristalinos que separaban a los atacantes en grupos más manejables.
—Acaben con ellos rápidamente —ordenó Adrik, girándose hacia el séquito de su prima.
Las damas de Elina, aunque no tan impresionantes como los dos herederos del norte, actuaron con precisión y disciplina. La mano derecha de Elina, una joven de cabello oscuro y mirada feroz, lideraba los ataques con eficiencia, utilizando una Ley Secundaria de escarcha para crear copos de nieve que cortaban a los bandidos con facilidad.
Pero no todo salió perfectamente. Una de las damas, una chica más joven y menos experimentada, tropezó al intentar formar una barrera de hielo, dejando un flanco expuesto. Un bandido aprovechó la oportunidad y cargó directamente hacia Elina.
Adrik lo notó al instante.
Con un movimiento rápido, desvió su atención hacia el atacante. Sus ojos hazel brillaron con un destello de furia, y, antes de que el hombre pudiera dar un paso más, una ráfaga de viento lo levantó del suelo y lo lanzó contra una pared de hielo con un golpe seco.
—Inútiles. —El tono de Adrik era tan gélido como el aire a su alrededor mientras fulminaba con la mirada a la joven que había cometido el error.
Elina, sin embargo, intervino lanzando una mirada significativa a su primo.
—Podrías ser menos cruel.
—O podrían ser menos incompetentes. —Adrik respondió sin rodeos antes de girar su cabeza, regresando su atención a los pocos bandidos que quedaban. Para él, ya no eran una amenaza.
Cuando la batalla terminó, el campo estaba cubierto de cadáveres congelados y tierra endurecida por el hielo. No hubo celebración ni alivio. Para Adrik, aquello había sido solo una molestia.
Mientras los guardias comenzaban a limpiar el área, Adrik observó el condado que los había recibido. La pobreza y el desorden eran evidentes en cada esquina. Las calles estaban llenas de barro, y los pocos habitantes que habían salido a observar el conflicto rápidamente se escondieron en sus casas al notar la frialdad en los ojos del joven.
—Elina, recuerda esto. Este caos es lo que ocurre cuando las personas débiles están al mando. —Su voz era baja, pero ella la escuchó con claridad.
Elina asintió en silencio, aunque no compartía del todo la dureza de su primo.
El viaje continuó sin más incidentes, y, tras varios días de caminos serpenteantes y paisajes cambiantes, llegaron finalmente a la capital del reino: Caldoria, la joya del imperio.
La primera vista de la ciudad era impactante incluso para alguien como Adrik, acostumbrado a la majestuosidad del norte. Desde lo alto de una colina, el panorama de Caldoria se extendía como un tapiz vivo: una vasta ciudad rodeada por imponentes murallas de piedra blanca que reflejaban la luz del sol.
Dentro, una red de calles empedradas y canales brillantes se extendía como venas, conectando mercados vibrantes, templos majestuosos y casas de tejados rojos.
En el centro de todo se alzaba el Palacio Real, una estructura de mármol dorado con torres que parecían desafiar al cielo. Era imposible no sentirse diminuto ante su magnificencia.
—Es... diferente. —Elina rompió el silencio desde el carruaje, observando la ciudad con una mezcla de curiosidad y admiración.
Adrik, sin embargo, estaba menos impresionado.
—Caótica. Desordenada. —Respondió con frialdad, aunque sus ojos seguían explorando cada detalle. No podía negarlo: Caldoria tenía un encanto extraño.
Al entrar a la ciudad, la multitud era abrumadora. Personas de todos los rincones del reino llenaban las calles, vendedores gritaban ofertas, y músicos tocaban melodías animadas en las esquinas. Había algo casi vibrante en el aire, como si Caldoria estuviera viva de una manera que el frío norte nunca podría replicar.
—Adrik, ¿te sientes bien? —preguntó Elina, notando la expresión ligeramente molesta de su primo.
—¿Cómo pueden soportar este ruido? —respondió él, cerrando los ojos por un momento, como si eso pudiera bloquear la avalancha de estímulos.
Elina rió suavemente.
—Tal vez no todos tienen tu refinado sentido del orden, querido primo.
Él le dirigió una mirada de advertencia, pero ella simplemente sonrió, disfrutando de un raro momento donde parecía que podía ganar una discusión con Adrik.
El viaje culminó en la entrada de la academia, un lugar que parecía sacado de los cuentos más antiguos. Las puertas principales eran arcos de mármol blanco, adornados con inscripciones mágicas que parecían brillar débilmente bajo la luz del sol. Más allá de las puertas, los jardines se extendían como un oasis de colores, llenos de flores que parecían cambiar de tonalidad con cada movimiento del viento.
Los edificios principales eran estructuras imponentes, con torres que alcanzaban las nubes y ventanas decoradas con vitrales que reflejaban escenas de batallas legendarias y descubrimientos arcanos.
La llegada de Adrik y Elina no pasó desapercibida. Los estudiantes, vestidos con túnicas elegantes de diversos colores que representaban sus rangos, se giraron para observar al nuevo grupo. Los murmullos comenzaron de inmediato.
—¿Esos son del Ducado del Norte?
—Dicen que el chico es un Soberano Celestial.
—¿Quién es la chica? Parece una reina.
Adrik ignoró los susurros, como siempre hacía. Pero no pudo evitar notar cómo algunos lo observaban con desafío en sus ojos.
Noto que un grupo de estudiantes comenzó a murmurar. Uno de ellos, finalmente dio un paso al frente, impulsado por las burlas de sus compañeros.
—¿Tú eres el famoso genio del norte? —preguntó un joven de cabello oscuro y ojos ardientes. Su porte confiado y la túnica roja que llevaba indicaban que era de rango medio alto.
Adrik se giró lentamente hacia él, observándolo como si fuera un insecto que no merecía su atención.
—¿Y tú quién eres? —respondió con frialdad.
El joven sonrió, pero había un destello de furia en su expresión.
—El que te hará recordar que el norte no es el único lugar donde nacen los fuertes.
Adrik lo observó, y una sonrisa lenta se formó en su rostro dejando escapar tres simples palabras.
—No lo creo.
El patio principal de la academia se llenó de tensión en cuestión de segundos. Los estudiantes que paseaban por el lugar comenzaron a reunirse en un círculo amplio alrededor de Adrik y el joven que lo había desafiado. Era como si la promesa de un enfrentamiento entre titanes hubiera electrificado el ambiente.
El desafiante dio un paso al frente, el fuego ardiendo en sus ojos como una extensión de la Ley Secundaria del Fuego que controlaba. Vestía una túnica roja adornada con bordados dorados que brillaban bajo el sol, y sus movimientos eran precisos, casi ceremoniales.
—Soy Kram Solhart —dijo el joven con voz firme, inclinándose ligeramente, aunque su tono estaba cargado de condescendencia—. Del Condado de Eldros. Y tengo curiosidad por ver si la fama del norte está justificada o si es solo un mito.
Adrik no se molestó en devolver la cortesía. En lugar de eso, cruzó los brazos y observó a su oponente con frialdad.
—Tu curiosidad no es mi problema. Pero si necesitas una lección, no te la negaré. —Su voz cortante como el viento invernal hizo que algunos de los presentes murmuraran entre ellos.
Kram esbozó una sonrisa desafiante. Dio un paso atrás y levantó una mano. Al instante, pequeñas esferas de brasas comenzaron a formarse frente a él, girando con una intensidad que hizo que el aire a su alrededor comenzara a ondularse por el calor.
Adrik ni siquiera pestañeó.
—Espero que seas algo más que fuegos artificiales.
Kram frunciendo el ceño, lanzó las pequeñas esferas de brasas directamente hacia Adrik con un movimiento de su mano, el aire chisporroteando con la fuerza de la magia. Algunos de los espectadores dieron un paso atrás, temiendo el impacto.
Adrik, sin embargo, permaneció inmóvil hasta el último segundo. Solo cuando las esferas estaban a punto de alcanzarlo, levantó una mano con una tranquilidad que parecía burlarse de su oponente.
—Congélate.
La temperatura alrededor de Adrik cayó bruscamente, y una pared de hielo surgió frente a él, tan rápida y perfecta como si hubiera estado esperando el ataque desde el principio. La esfera de fuego chocó contra el hielo, produciendo una explosión de vapor que envolvió el área en una nube densa.
Cuando el vapor comenzó a disiparse, Adrik ya estaba avanzando hacia Kram, su mirada fija y letal.
—¿Eso es todo? —preguntó, su voz gélida atravesando el aire como una cuchilla.
Kram apretó los dientes. Con un movimiento rápido, invocó columnas de brasas que emergieron del suelo, rodeándolo en un torbellino ardiente.
—No subestimes el fuego, chico del norte. Tu hielo no puede apagarnos.
Adrik sonrió por primera vez, una sonrisa fría y calculadora.
—El fuego no necesita apagarse. Solo necesita ser contenido.
Con un movimiento de su mano, invocó la Ley Principal del Viento, y una ráfaga de aire gélido atravesó el campo de combate, dispersando parte del fuego y dejando grietas heladas en el suelo donde antes había llamas.
El combate se intensificó rápidamente. Kram invocaba olas de brasas que se arremolinaban a su alrededor como un dragón furioso, mientras Adrik contrarrestaba cada ataque con una mezcla de hielo y viento, moviéndose con una precisión casi mecánica.
El duelo no era solo un enfrentamiento de poderes, sino también de estrategias. Kram atacaba con fuerza bruta, intentando abrumar a su oponente, pero Adrik respondía con calma calculadora, buscando grietas en la defensa de su enemigo.
En un momento, Kram lanzó un torrente de brasas directamente hacia el suelo, haciendo que el fuego brotara en todas direcciones como una explosión. El círculo de espectadores retrocedió, algunos gritando mientras el calor los alcanzaba.
Adrik, sin embargo, no retrocedió ni un paso. En lugar de eso, levantó ambas manos y, con un movimiento fluido, creó una esfera de hielo alrededor de sí mismo, bloqueando completamente las llamas. Cuando la esfera se rompió, lo hizo en fragmentos afilados que salieron disparados hacia Kram como dagas.
El joven de las brasas apenas logró esquivarlas, pero una de las dagas de hielo le rozó el brazo, dejando un corte del que brotó sangre.
—¡Basta! —gritó Kram , su furia evidente mientras una enorme columna de brasas se alzaba detrás de él, iluminando el cielo.
Adrik observó el espectáculo con desdén.
Justo cuando la pelea alcanzaba su punto más alto, una ráfaga de fuego azul brillante los separó.
—Estorban mi camino.
Al girarse, Adrik lo vio…